La aceptación de esta disciplina espartana por parte de los hombres, y la sumisión demostrada a una autoridad que ya no contaba con el respaldo de ningún poder temporal, procedente de un ser también expuesto a vejaciones y brutalidades, causaba en ocasiones la admiración de Clipton, que se preguntaba si había que atribuir la obediencia de los soldados británicos al respeto que sentían por la personalidad del coronel, o bien a las ventajas logradas gracias a él, puesto que era innegable que su intransigencia obtenía resultados, incluso con los japoneses. Las armas que esgrimía antes estos últimos eran su apego a los principios, su obstinación, su gran capacidad de concentración sobre un punto concreto hasta obtener su satisfacción y elManual de derecho militar, con la Convención de Ginebra y la Convención de La Haya, que ponía sosegadamente delante de las narices de los nipones cada vez que éstos cometían alguna infracción del código internacional. Su valor físico y su desprecio absoluto por la violencia corporal contribuían seguramente también a fomentar su autoridad. En algunas ocasiones en las que los japoneses se habían excedido en los derechos escritos reservados a los vencedores, no se limitó a protestar, sino que también se interpuso personalmente. Una vez fue golpeado con brutalidad por un guardia particularmente feroz, cuyas exigencias contravenían las leyes establecidas. Al final se le dio la razón y su agresor fue castigado. De esa manera acabó reforzando su propio reglamento, más tiránico que las fantasías niponas.
– Lo más importante -afirmaba a Clipton, cuando éste le insinuaba que quizá las circunstancias autorizaran una cierta amabilidad por su parte- es que los muchachos tengan la sensación de que están todavía bajo nuestras órdenes, y no bajo las de esos simios. Mientras continúen imbuidos en esta idea, seguirán siendo soldados y no esclavos.
Clipton, siempre imparcial, admitía el buen juicio de estas palabras y los excelentes sentimientos que inspiraban la conducta de su coronel en todo momento.
II
Los meses pasados en el campo de Singapur se antojaban ahora, a los ojos de los prisioneros, como una era de felicidad. Evocaban esos meses entre suspiros, al considerar su situación actual en esa inhóspita región de Tailandia. Habían llegado allí tras un interminable viaje en tren a través de toda Malasia, seguido de una agotadora marcha a pie en la que, debilitados por el clima y la escasez de alimentos, tuvieron que abandonar, progresivamente y sin esperanza de recuperación, los elementos más pesados y valiosos de su miserable equipamiento. La leyenda ya creada en torno al ferrocarril que debían construir no contribuía precisamente a fomentar su optimismo.
El coronel Nicholson y su unidad fueron desplazados un poco más tarde que el resto. Cuando llegaron a Tailandia, los trabajos ya se habían iniciado. Después de la extenuante marcha, el primer contacto con las nuevas autoridades japonesas fue poco alentador. En Singapur tuvieron que vérselas con soldados que, tras la embriaguez inicial del triunfo y salvo algunas raras manifestaciones de primitiva barbarie, no actuaron de forma mucho más tiránica que cualquier vencedor occidental. Sin embargo, la mentalidad de los oficiales designados para escoltar a los prisioneros aliados a lo largo de todo el ferrocarril parecía bastante diferente. Dichos oficiales se mostraron desde el principio como crueles carceleros, dispuestos a convertirse, a las primeras de cambio, en sádicos torturadores.
El coronel Nicholson y lo que quedaba del regimiento que aún se vanagloriaba de acaudillar fueron acogidos, a su llegada, en un inmenso campamento que servía de escala a todos los convoyes, aunque parte de él estaba ocupado permanentemente por un grupo. Se quedaron poco tiempo, el suficiente para darse cuenta de lo que se exigiría de ellos y de las condiciones de vida que deberían soportar hasta la finalización de las obras. Los pobres desgraciados trabajaban como bestias de carga. Cada uno tenía que cumplir su tarea, una tarea que quizá estuviera al alcance de un hombre robusto y bien alimentado, pero que, impuesta a estos hombres, transformados en penosas criaturas demacradas en menos de dos meses, les obligaba a permanecer en la obra desde el amanecer hasta la puesta de sol y, en ocasiones, hasta parte de la noche. Los numerosos insultos y golpes sobre la espalda que sus guardias les asestaban al menor signo de desfallecimiento habían sembrado el abatimiento y la desmoralización en ellos, y el temor a castigos aún más terribles planeaba constantemente por sus cabezas. Clipton se sentía desolado por el estado físico de la tropa. La malaria, la disentería y el beriberi eran moneda común. El médico del campamento le confesó que temía la aparición de epidemias mucho más graves, sin que el pudiera hacer nada por prevenirlas, ya que carecía de los medicamentos básicos.
El coronel Nicholson frunció el ceño y no hizo el más mínimo comentario. Él no estaba «a cargo» de ese campamento, del que se consideraba más bien un invitado. Al teniente coronel inglés directamente responsable ante las autoridades japonesas solamente le había expresado una vez, su indignación cuando cayó en la cuenta de que todos los oficiales, hasta el grado de comandante, participaban en la obra en las mismas condiciones que sus hombres, es decir, que cavaban la tierra y la llevaban de un sitio para otro como si de simples peones se tratara. El teniente coronel, mirando al suelo, le explicó que había hecho todo lo posible por evitar esa humillación, a la que había cedido únicamente por la amenaza de la fuerza bruta y para evitar represalias que hubieran provocado el sufrimiento de todo el mundo. El coronel Nicholson movió la cabeza con aire poco convencido y se encerró en un altivo silencio.
Permanecieron dos días en ese punto de concentración, el tiempo necesario para que los japoneses les consiguieran algunas miserables provisiones para el viaje y un triángulo de un basto tejido, que se ataba en la zona de los riñones con un cordel y al que los nipones denominaban «uniforme de trabajo»; el tiempo suficiente, también, para escuchar al general Yamashita que, encaramado sobre un estrado improvisado, sable en el flanco y las manos revestidas de guantes color gris claro, les explicó en un deficiente inglés que habían sido puestos bajo su mando supremo por voluntad de Su Majestad Imperial, así como lo que se esperaba de ellos.
La arenga, penosa al oído, se prolongó más de dos horas y resultó tanto o más dolorosa para el orgullo nacional que los insultos y los golpes. Les declaró que los nipones no les guardaban rencor alguno a ellos, que habían sido víctimas de las mentiras de su gobierno. Les afirmó asimismo que serían tratados humanamente, siempre y cuando se comportaran como «zentlemen» [1], es decir, mientras colaboraran sin tapujos y poniendo todo de su parte en aras de la esfera de coprosperidad surasiática. Todos debían mostrar agradecimiento a Su Majestad Imperial, que les concedía la oportunidad de redimir sus errores participando en un objetivo común, la construcción de una vía férrea. Yamashita explicó a continuación que, en nombre del interés general, no tenía más remedio que aplicar una disciplina estricta, y que no toleraría la más mínima desobediencia. La pereza y la negligencia serían consideradas como crímenes. Toda tentativa de evasión sería castigada con la muerte. Los oficiales ingleses serían los responsables ante los japoneses del comportamiento y del afán en el trabajo de sus hombres.