Mientras escuchaba esa perorata que afectaba dolorosamente a sus nervios, Clipton recordó un consejo recibido tiempo atrás de un amigo, que había vivido entre japoneses durante mucho tiempo: «Si tiene que vérselas con ellos, no olvide nunca que este pueblo cree en su ascendencia divina como credo indiscutible». No obstante, tras un momento de reflexión, llegó a la conclusión de que no había ningún pueblo en la Tierra que no alimentara duda alguna sobre su propio origen divino, más o menos lejano. Comenzó a buscar entonces otros motivos que justificaran esa hosca autosuficiencia y rápidamente se convenció, efectivamente, de que una buena parte de los elementos fundamentales del discurso de Saíto eran atribuibles a un carácter universal, tan propio de Oriente como de Occidente. Reconoció de pasada, e identificó, diversas influencias incrustadas en las frases que explotaban en los labios del japonés: el orgullo racial, la mística de la autoridad, el miedo a no ser tomado en serio, un extraño complejo que le hacía pasear su mirada sobre los rostros, recelosa e inquieta, como temeroso de descubrir en ellos una sonrisa. Saíto había vivido en un país del Imperio Británico y no podía dejar de ignorar el ridículo del que en ocasiones eran objeto ciertas pretensiones japonesas, ni la jocosidad que despertaban las actitudes copiadas por una nación desprovista del sentido del humor en un pueblo que lo poseía por instinto. La brutalidad de sus expresiones y gestos desordenados debían achacarse, sin embargo, a un resto de salvajismo primitivo. Clipton sintió un extraño desasosiego al oírle hablar de disciplina, pero resolvió, tranquilizado, que al menos había un punto a favor delgentleman occidentaclass="underline" su comportamiento en estado de embriaguez.
Los oficiales escucharon en silencio, delante de sus hombres y flanqueados por los guardias, que habían adoptado una actitud amenazante, como para subrayar la ira de su jefe. Todos apretaban los puños y acomodaban trabajosamente cada uno de los rasgos de su cara, modelando su impasibilidad aparente sobre la del coronel Nicholson, que había dado instrucciones de acoger con calma y dignidad cualquier manifestación hostil.
Tras ese preámbulo destinado a atizar la imaginación, Saíto pasó a tratar el núcleo de la cuestión. Su tono se volvió más sosegado, casi solemne. Durante un momento, los presentes se dispusieron a escuchar palabras más sensatas.
– Escúchenme bien. Todos ustedes saben en qué consiste la obra a la que Su Majestad Imperial ha tenido a bien destinar a los prisioneros británicos. El objetivo es unir las capitales de Tailandia y Birmania a través de cuatrocientas millas de jungla, para permitir el paso de los convoyes japoneses y abrir la ruta de Bengala al ejército que ha liberado a esos dos países de la tiranía europea. El pueblo japonés necesita la vía férrea para continuar su serie de victorias, conquistar el subcontinente indio y finalizar rápidamente esta guerra. Por ello es esencial acabar la obra lo más pronto posible; en el plazo de seis meses, de acuerdo a las órdenes de Su Majestad Imperial. Ello redunda también en interés de todos ustedes. Cuando la guerra termine, es posible que se les conceda la oportunidad de volver a sus hogares, bajo la protección de nuestro ejército.
El coronel Saíto prosiguió en un tono aún más comedido, como si se hubiera desembarazado definitivamente de los vapores de la embriaguez.
– ¿Saben ya cuál va a ser la misión de ustedes, que están bajo mi mando en este campamento? Les he reunido aquí para informarles de ello. Consiste sencillamente en construir dos pequeños tramos de vía, que servirán de enlace con los otros sectores. Pero, sobre todo, habrán de edificar un puente sobre el río Kwai, el cual pueden observar más allá. Ese puente será su principal tarea, y pueden considerarse unos privilegiados, pues se trata de la obra más importante de toda la línea. El trabajo es agradable, requiere habilidad más que fuerza. Además, tendrán el honor de contarse entre los pioneros de la esfera de coprosperidad surasiática…
– He ahí otro acicate que bien podría provenir de la boca de un occidental -reflexionó Clipton, muy a su pesar…
Saíto inclinó hacia adelante la parte superior de su cuerpo y permaneció inmóvil, con la mano derecha apoyada sobre el puño de su sable, mientras escrutaba a los hombres de las primeras filas.
– Naturalmente, la parte técnica de los trabajos será dirigida por un ingeniero cualificado, un ingeniero japonés. En lo concerniente a la disciplina, tendrán que vérselas conmigo y con mis subordinados. Como pueden comprobar, no habrá escasez de cuadros. Por todas estas razones que he estimado conveniente explicarles, he dado órdenes a los oficiales británicos de trabajar fraternalmente, codo con codo, en compañía de sus soldados. En las circunstancias actuales, no puedo tolerar bocas inútiles. Espero no verme obligado a repetir esta orden. De lo contrario…
Saíto recayó entonces, sin transición alguna, en su estado de furia inicial y se puso de nuevo a gesticular como un poseso.
– De lo contrario, emplearé la fuerza. Odio a los británicos. Si es necesario, les haré fusilar a todos, antes que seguir alimentando a unos haraganes. La enfermedad no será motivo de dispensa. Un hombre enfermo siempre puede contribuir con su esfuerzo. Construiré el puente sobre los huesos de los prisioneros, si me obligan a ello. Odio a los británicos. Los trabajos comenzarán mañana al amanecer; serán convocados con los silbatos, en este mismo lugar. Los oficiales formarán filas aparte; constituirán un equipo que deberá cumplir la misma cuota de trabajo que los demás. Les distribuiremos herramientas y el ingeniero japonés se encargará de proporcionar las instrucciones. Dedicaré mis últimas palabras de esta noche a recordarles la divisa del general Yamashita: «Trabajen con agrado y ahínco». No se olviden de ello.
Saíto descendió de su estrado y volvió a su cuartel general a zancadas enormes y furiosas. Los prisioneros rompieron filas y pusieron rumbo a sus barracas, afligidos profundamente por tan deslavazada elocuencia.
– Parece no haber comprendido, sir. Creo que no habrá más remedio que apelar a los convenios internacionales -dijo Clipton al coronel Nicholson, que había quedado pensativo y en silencio.
– Yo también lo creo, Clipton -respondió el coronel gravemente-, y me temo que nos enfrentamos a un período lleno de dificultades.
IV
Clipton temió por un momento que el período lleno de dificultades previsto por el coronel Nicholson no durara mucho y acabara, nada más comenzar, con una espantosa tragedia. Como médico, era el único oficial al que la disputa no afectaba directamente. Ya estaba sobrecargado de trabajo cuidando a los numerosos lisiados, víctimas de la terrible marcha a través de la selva, razón por la cual no había sido incluido entre la mano de obra. No por ello su angustia fue menor cuando asistió al primer choque, desde la barraca pomposamente bautizada como «el hospital», en la que se encontraba desde poco antes del amanecer.
Tras ser despertados en mitad de la noche por los silbatos y los gritos de los centinelas, se dispusieron a formar filas, de mal humor y aún exhaustos, ya que no habían podido recuperar las fuerzas por culpa de los mosquitos y su mísero acomodamiento. Los oficiales se reagruparon en el lugar indicado. El coronel Nicholson les había dado instrucciones precisas.
– Hay que dar pruebas de buena voluntad -declaró-, siempre y cuando ello sea compatible con nuestro honor. Yo también iré personalmente a formar filas.