—Mira, no puedo evitarlo, Brooke —afirmo—. Parece que aquí hay muchos temas sobre los que no se puede hablar, como el sexo, la religión o la política, para empezar.
Brooke hace una pausa, con el tenedor cargado de arroz a medio camino entre el plato y su boca.
—Bueno —dice con un tono ligeramente incómodo—, no hay nada malo en... Lo primero, si uno está casado o la chica tiene licencia o yo qué sé... Maldita sea, Orr —deja el tenedor de nuevo en el plato—, siempre sales con eso de «religión» o «política», ¿a qué te refieres exactamente?
Parece que habla en serio. ¿Dónde diablos me he metido? Primero esto y luego una sesión con el doctor Joyce. Y, por enésima vez, durante los siguientes diez minutos, intento exponer una definición convincente a un Brooke cada vez más perplejo y desconcertado. Cuando concluyo mi disertación, me dice:
—Mmmm... No sé para qué necesitas dos palabras. A mí me parece que las dos cosas son lo mismo.
Me apoyo con resignación en el respaldo de la silla.
—Brooke, tendrías que haber sido filósofo.
—¿Filo... qué?
—Da igual. Cómete el arroz, anda.
Un tranvía me conduce a la sección del puente donde pasa su consulta el doctor Joyce. La estrecha plataforma superior está plagada de trabajadores aposentados en asientos desgastados y leyendo el periódico, centrados en la sección deportiva y en los resultados de la lotería. Son trabajadores siderúrgicos o soldadores; sus chaquetas gruesas no llevan bolsillos exteriores y tienen muchas quemaduras. Hablan entre ellos y me ignoran completamente. De vez en cuando, pillo alguna palabra (¿estarán utilizando algún dialecto de mi lengua?), pero cuanto más escucho, menos comprendo. Definitivamente, debería haber esperado a un tren para clases acomodadas, pero hubiera llegado tarde a mi cita con el doctor Joyce. Y si creo en algo, es en la puntualidad.
Tomo un ascensor hasta el nivel donde el bueno del doctor tiene la consulta. Se oye una música enlatada, pero mí me suena como una recopilación aleatoria de notas y acordes embrollados y sin criterio, como si toda la música del puente fuese una especie de código cifrado. Ya he desistido de intentar escuchar algo que luego pueda recordar o tararear.
Comparto el ascensor con una mujer joven durante la mayor parte del trayecto. Es morena y delgada, y mira tímidamente al suelo. Tiene las pestañas negras y largas, y unos pómulos exquisitos. Lleva un traje de corte elegante, con falda larga y chaqueta corta. Sin apenas darme cuenta, me encuentro mirándole los pechos que se esconden bajo la blusa de seda blanca. Ni siquiera me mira cuando se baja del ascensor. Solo deja tras de sí un débil rastro de perfume.
Me centro en estudiar una fotografía colgada en uno de los paneles de madera de la puerta del ascensor. Es antigua, de color sepia, y muestra la construcción de tres de las secciones del puente. Están solas, inconexas entre ellas, excepto por su dentada e incompleta similitud. Tubos y vigas que sobresalen, engalanados con andamios, y pesadas grúas de vapor que se reparten por los cables oscuros de acero. Las tres secciones inacabadas casi forman un hexágono. No hay fecha a pie de foto.
Un intenso olor a pintura impregna la consulta del doctor. Dos trabajadores ataviados con mono blanco sacan una gran mesa por la puerta. La recepción está vacía, excepto por las sábanas blancas que cubren el suelo y la mesa, que los operarios han colocado en el centro de la estancia. Echo un vistazo a la consulta del doctor. También está vacía, con sábanas blancas en el suelo. El rótulo con el nombre del doctor Joyce ya no está en la puerta de cristal.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunto a los obreros. Me miran con los ojos vacíos.
De vuelta al ascensor. Me tiemblan las manos.
Por fortuna, el mostrador de recepción de la clínica continúa en su sitio. Espero mientras una pareja joven con un niño pequeño recibe indicaciones para alejarse después por un largo pasillo. Es mi turno.
—Estoy buscando la consulta del doctor Joyce —comunico a la tiesa recepcionista de detrás del mostrador—. Estaba en la habitación 3422; estuve allí ayer mismo, pero por lo visto, se ha trasladado.
—¿Es usted un paciente?
—Mi nombre es John Orr —aclaro, mientras le dejo leer los detalles en mi brazalete.
—Un momento. —Descuelga el teléfono. Me siento en un sofá que está en el centro de la recepción, rodeado de pasillos que emergen como radios de una rueda. Los más cortos llevan al exterior del puente, a través de unas cortinas finas que ondean con una suave brisa. A la recepcionista la transfieren de una persona a otra. Finalmente, cuelga el teléfono—. Señor Orr, el doctor se ha trasladado a la habitación 3704.
Saca un plano en el que me muestra el camino a la nueva consulta del doctor. Siento por un momento un eco de dolor circular en el pecho.
—El señor Brooke le manda recuerdos.
El doctor Joyce alza la mirada desde su bloc de notas, parpadeando. Ya le he contado el sueño sobre los galeones que intercambian los grupos de abordaje. Me escuchaba sin emitir comentario alguno, asentía de vez en cuando, fruncía el ceño ocasionalmente y tomaba notas. El silencio se hizo casi eterno.
—¿El señor...? —pregunta Joyce sorprendido, con su fino portaminas plateado suspendido sobre el bloc como si fuera una daga a punto de clavarse.
—El señor Brooke —le recuerdo—. Salió de Cirugía prácticamente al mismo tiempo que yo. Un ingeniero que sufría de insomnio. Usted lo estuvo tratando.
—Ah, sí —recuerda el doctor al cabo de unos segundos—. Ése. —Se inclina de nuevo sobre sus apuntes.
La nueva consulta del doctor Joyce es aún más amplia que la anterior. Está tres niveles más arriba, con más vistas y espacio. Parece que el doctor continúa avanzando. Ahora, además del recepcionista, también tiene una secretaria personal. Por desgracia, su ascenso no ha comportado la sustitución del TR. (Oh, oh, señor Orr, sin duda tiene usted un aspecto excelente. Qué alegría verlo. Permítame su abrigo. ¿Desea una taza de café? ¿Tal vez un té?)
El pequeño portaminas plateado ha regresado a su lugar, en el bolsillo frontal del doctor.
—Bien —dice, entrelazando las manos—. ¿A qué asocia este sueño, Orr?
—Pues, mire —respondo, intentando mosquearle—, no tengo la menor idea. No soy un experto en la materia. ¿Qué opina usted?
El doctor me mira fijamente durante unos instantes. Seguidamente, se levanta de su asiento y lanza el bloc de notas sobre el escritorio. Se acerca a la ventana y se queda allí, de pie; mira hacia fuera y niega con la cabeza.
—Le diré lo que pienso, Orr —prosigue. Se vuelve y me mira—. Creo que ambos sueños, el de hoy y el de ayer, no nos dicen nada.
—Ah —contesto. Y, tras mi convincente intervención, me aclaro la garganta, sin un ápice de alteración—. Bien, entonces, ¿qué hacemos ahora?
Los ojos azules del doctor Joyce brillan con fuerza. Abre un cajón de su escritorio y saca un gran libro con páginas plastificadas y un rotulador. Me los alarga. El libro contiene, en su mayor parte, ilustraciones incompletas y pruebas psiquiátricas de manchas de tinta.
—Vaya a la última página —me indica el doctor.
Obedientemente, paso todas las páginas hasta llegar a la última, que contiene dos dibujos.
—¿Qué tengo que hacer? —pregunto. La situación me resulta algo infantil.
—¿Ve las líneas cortas, cuatro en el dibujo superior y cinco en el inferior?
—Sí.
—Debe completarlas formando flechas que indiquen la dirección de la fuerza que las estructuras de la ilustración ejercen sobre esos puntos. —Levanta el brazo cuando abro la boca para formular una pregunta—. Es todo lo que puedo decirle. No se me permite dar pistas ni contestar a nada más.