No dejaba de levantar y dejar caer el brazo derecho, batiendo las olas con su mayal, un instrumento pesado, de escasa longitud, con una lustrosa asa de madera y una decena de cadenas de acero oxidadas. Las aguas que lo rodeaban formaban espuma y burbujas bajo su ataque firme e incesante, y se enturbiaban con los granos de arena de la orilla.
El jorobado detuvo los azotes durante un momento, se movió ligeramente hacia un lado (como un cangrejo), se limpió la boca con el puño y reanudó su actividad; mientras farfullaba sin cesar, las cadenas se levantaban, subían, caían y chocaban contra el agua. Me quedé de pie en la orilla, tras él, mirándolo durante un buen rato. Volvió a detenerse, se limpió la cara de nuevo, y dio otro paso hacia un lado. Una ráfaga de viento agitó su vestimenta andrajosa y su pelo grasiento y enredado. Mi propia ropa fue golpeada por la misma racha de aire y, posiblemente, el jorobado notó entonces mi presencia, porque no retomó su acción de inmediato. En lugar de ello, movió levemente la cabeza, como intentando localizar algún débil sonido. Me pareció que quiso enderezar su espalda retorcida, pero desistió al momento. Se volvió lentamente, mediante una sucesión de pequeños pasos laterales, como si tuviera los pies anclados a un eje. Finalmente, se detuvo cuando nos encontramos cara a cara. Elevó la cabeza muy despacio, hasta que pudo mirarme a los ojos. Entonces se levantó, con las olas aún rompiendo en sus rodillas y el mayal colgando de su mano contraída.
Apenas se le veía el rostro entre la embrollada masa de cabello que se dejaba caer hacia el agua, como si de otra cadena se tratase. Su expresión era inextricable. Esperé a que hablase, pero se quedó callado, pacientemente, hasta que al final dije:
—Perdóneme. Continúe, continúe.
No medió palabra durante un rato. Ni siquiera dio señales de haberme oído, como si una corriente de aire fluyese entre los dos. Pero entonces, contestó con una voz sorprendentemente cálida:
—Es mi trabajo, ¿sabe? Me han contratado para hacer esto.
—Ah, claro —asentí. Esperé alguna explicación adicional. De nuevo, pareció oír mis palabras bastante después de haberlas pronunciado. Al cabo de un rato, empezó a decir:
—Verá: una vez, un gran emperador...
Entonces su voz se desvaneció y guardó silencio durante unos instantes. Esperé. Después negó con la cabeza y volvió a arrastrarse en círculo hasta encontrarse de nuevo frente al azul horizonte. Le grité, pero no dio señales de haberme oído.
Empezó a pegar otra vez a las olas, a la vez que farfullaba y murmuraba de forma templada y continua.
Lo observé un rato más mientras golpeaba el mar y luego me di la vuelta y empecé a andar. Un brazalete de acero, parecido a la manilla de una esposa (cuya presencia no había notado hasta entonces), tintineaba rítmicamente en mi muñeca mientras caminaba de vuelta hacia las ruinas.
¿Realmente he soñado todo eso? La ciudad en ruinas junto al mar, el hombre con el látigo de cadenas... Por un momento, me siento confundido. ¿Acaso me acosté anoche con la intención de soñar algo para contárselo al doctor?
En la oscuridad de mi cama, grande y cálida, siento una especie de alivio. Río calmosamente, complacido conmigo mismo por haber logrado tener un sueño para poder trabajar con el doctor con plena conciencia de ello. Me levanto y le pongo un albornoz. Hace frío en el apartamento; la aurora gris resplandece suavemente a través de las grandes ventanas. Una minúscula luz parpadeante brilla a lo lejos, en el mar, tras un gran banco de nubes bajas, como si las nubes fuesen tierra firme y la boya parpadeante una señal de puerto.
Se oye un carillón lejano, seguido de las campanadas que anuncian que son las cinco de la mañana. El silbato de un tren sopla en la distancia, y un murmullo apenas perceptible atestigua el paso de un convoy de mercancías.
En la sala de estar, observo la imagen gris y estática del hombre en la cama de hospital. Las figuras de bronce situadas en diversos puntos de la estancia, que representan a trabajadores del puente, reflejan la luz tenue y monocroma en sus superficies toscas. De pronto, una mujer, enfermera, entra en silencio en la pantalla y se acerca a la cama del hombre. No puedo verle el rostro. Parece que le está tomando la temperatura.
No se oye otro sonido que el de un siseo distante. La enfermera rodea la cama para comprobar las máquinas. Desaparece de nuevo, detrás de la cámara, para regresar enseguida con una bandeja metálica. Coge una jeringuilla, la llena con un líquido procedente de una botellita, coloca la aguja e inyecta el fluido en el brazo pálido del hombre. Siento un ligero escalofrío; nunca me han gustado las inyecciones. Estoy seguro.
La imagen es demasiado granulosa como para permitirme apreciar cómo la aguja perfora la epidermis del paciente, pero con mi imaginación, veo el filo de la aguja penetrando en la pálida piel del enfermo... Se me escapa una mueca de dolor solidaria y apago el televisor.
Levanto el auricular del teléfono. Los pitidos continúan, tal vez algo más rápidos que antes. Vuelvo a colgar y el aparato suena al momento. Descuelgo de nuevo, pero en lugar del tono de línea...
—Ah, Orr, por fin te encuentro. Eres tú, ¿no?
—Sí, Brooke, soy yo.
—¿Dónde has estado? —pregunta arrastrando las palabras.
—Durmiendo.
—¿Dónde, dices? Lo siento, es que con este ruido... —Oigo muchos parloteos de fondo.
—En ningún sitio. Estaba durmiendo —repito.
—¿Durmiendo? —pregunta en voz muy alta—. Muy mal, Orr, pero que muy mal. Estamos en el bar Dissy Pitton's. Vente para acá, que te hemos guardado una botella.
—Brooke, estamos en plena noche.
—Madre de Dios, ¿en serio? Vaya horitas de llamar, las mías, ¿no?
—Está a punto de amanecer.
—¿De verdad? —la sorprendida voz de Brooke se aleja del teléfono. Se oye cómo grita algo, a lo que siguen unos vítores—. Entonces date prisa, Orr. Coge un tren o algo. Te esperamos.
—Brooke... —empiezo, pero vuelvo a oírle hablando lejos del teléfono y, a continuación, más gritos.
—Ah, sí —prosigue—. Tráete un sombrero. Tienes que traer sombrero. —Más gritos de fondo—. Y tiene que ser de ala ancha. ¿Tienes un sombrero de ala ancha?
—Yo... —Me interrumpen más gritos.
—¡Sí, tiene que ser de ala ancha! —grita Brooke—. No se te ocurra venir con un sombrero que no sea de ala ancha. ¿Lo tienes o no?
—Me parece que sí —respondo, con la sospecha de que mi afirmación es como un compromiso para acudir a la cita.
—Perfecto —concluye Brooke—. Nos vemos ahora, entonces. No olvides el sombrero.
Fin de la llamada. Cuelgo el teléfono, vuelvo a descolgar y oigo los tonos regulares otra vez. Miro de nuevo la luz parpadeante bajo el banco de nubes, me encojo de hombros y me dirijo al vestidor.
El bar Dissy Pitton's está dispuesto entre varios pisos asimétricos, en una zona poco elegante, a pocos niveles por encima de la plataforma del tren. Justo bajo la planta inferior hay una fábrica de cuerdas, donde grandes y estrechas bobinas sujetan metros de cuerdas y cables enrollados. Como para no desentonar con el entorno, el Dissy Pitton's es un local de cuerdas y cables, donde las mesas y las sillas cuelgan del techo, en lugar de reposar sobre el piso. Como Brooke observó en una ocasión, en uno de sus raros brotes de humor, en el Dissy Pitton's ni siquiera los muebles tienen los pies en el suelo.
El guardia de seguridad de la entrada se ha dormido de pie, apoyado contra la pared del local, con los brazos cruzados y la cabeza gacha. La visera de su gorra le protege los ojos de la luz del cartel de neón que cuelga sobre la puerta. Está roncando. Entro sin despertarlo y subo por dos pisos oscuros y desiertos, hacia donde suena el ruido indicador de que la fiesta continúa.