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—Sí, yo también —afirma—. Lo siento, no sé su nombre.

—Me llamo John Orr.

—Abberlaine Arrol.

—¿Qué tal está? —pregunto.

Abberlaine Arrol sonríe, divertida.

—Me va como quiero que me vaya, señor Orr. ¿Y a usted?

—Debe de ser la hija del ingeniero jefe Arrol. —Una respuesta irrelevante merece otra. Dejo el sombrero al final del banco (a ver si hay suerte y alguien se lo lleva).

—Efectivamente —responde—. ¿Es usted ingeniero, señor Orr? —inquiere mientras señala el asiento contiguo a ella, con una mano sin anillos. Me quito el abrigo y me siento junto a ella.

—No. Soy un paciente del doctor Joyce.

—Aaah —dice, mientras asiente lentamente. Me mira de una forma muy directa, con un modo de proceder muy inusual en el puente, como si yo fuera un mecanismo complicado que no termina de funcionar del todo. Su rostro es joven, pero de semblante sereno, como el de una mujer mayor, aunque sin arrugas en la piel. Tiene los ojos pequeños y las facciones marcadas. Su boca es grande y sonriente, pero no puedo apartar la mirada de las minúsculas líneas de expresión que reposan bajo sus ojos grises; pequeños pliegues que le otorgan una mirada sabia e irónica.

—¿Y cuál es su problema, según los médicos, señor Orr? —No puede evitar desviar los ojos hacia mi muñeca, pero mi identificación médica queda oculta por el puño de la camisa.

—Amnesia.

—Ah, ¿sí? ¿Y desde cuándo? —No pierde el tiempo en su interrogatorio.

—Hará unos ocho meses. Unos pescadores me rescataron con sus redes.

—Ah, sí, creo que leí algo sobre el asunto. Lo pescaron en el mar.

—Eso me han contado. Es una de tantas cosas que he olvidado.

—¿Todavía no han descubierto quién es?

—No. Nadie me ha reclamado, en todo caso. Mi descripción no concuerda con la de ningún desaparecido.

—Debe de resultar extraño —murmura mientras se lleva un dedo a los labios—. Pensaba que perder la memoria podía ser interesante y... romántico —determina mientras se encoge de hombros—, pero tal vez solo resulte... ¿frustrante?

Abberlaine tiene las cejas perfectas, muy negras.

—En gran parte, resulta frustrante, pero también tiene aspectos interesantes, como el propio tratamiento. Mi médico cree en la terapia de interpretación de los sueños.

—¿Y usted?

—No. Aún no.

—Creerá en ella si ve que funciona —afirma.

—Seguramente.

—Pero —objeta mientras levanta un dedo—, ¿qué pasa si tiene que creer en ella antes de que muestre resultados?

—No estoy seguro de que esa idea coincida con los principios del doctor.

—Pero, si funciona, ¿qué más da?

—Si uno cree sin fundamento en un procedimiento, puede terminar creyendo sin fundamento en el resultado.

Por fin hace una pausa, pero muy breve.

—O sea, que podría pensar que está curado, cuando en realidad no lo está —alega—. Pero habrá obtenido un resultado concreto, recupere o no la memoria.

—Pero podría no recuperarla. Podría inventarla.

—¿Inventarse su propio pasado? —inquiere con cierto escepticismo.

—Algunas personas lo hacen todo el tiempo. —La idea era bromear, pero al escuchar mis propias palabras, no puedo evitar pensarlo en serio.

—Solo para engañar a los demás. Pero saben que están mintiendo.

—No creo que sea algo tan sencillo. Pienso que las personas a quienes más podemos engañar somos nosotros mismos. Es más, puede que engañarnos a nosotros mismos sea una condición indispensable para engañar a otros.

—Ah, no —asegura firmemente—. Para ser un buen mentiroso, hay que tener muy buena memoria. Si quieres engañar a los demás, debes ser más inteligente que ellos.

—¿Piensa que la gente no termina creyéndose sus propias historias?

—Bueno, tal vez algunos pacientes de centros psiquiátricos, pero nadie más. Creo que muchos de los que afirman creer que son otras personas están jugando de alguna forma con el personal sanitario.

¡Qué gran verdad! A veces, me da la impresión de que recuerdo cosas con plena seguridad, incluso cuando no tengo claro qué era lo que tenía tan claro.

—Seguro que piensa que es fácil engañar a los médicos — afirmo.

Ella sonríe. Su dentadura es impecable. Soy consciente de que estoy evaluándola y analizándola. Es entretenida sin ser encantadora, absorbente sin ser cautivadora. Afortunadamente.

—Creo que es fácil engañarlos cuando tratan la mente como si fuera un músculo —apunta—. No es muy frecuente que sus pacientes intenten mentirles deliberadamente.

Para el doctor Joyce, no creer todo lo que le cuentan sus pacientes parece una cuestión de ética profesional.

—Bueno —respondo—, creo que un buen médico sabe distinguir al charlatán de turno. La mayoría de la gente carece de la imaginación necesaria para asumir un papel con la convicción suficiente.

—Tal vez —dice arqueando las cejas y mirando intencionadamente al vacío—. Es que recordaba la infancia, cuando...

En este momento, el hombre sentado al otro lado, con los brazos hundidos en la mesa y la cabeza hundida en los brazos, se remueve y bosteza, mirando a su alrededor con los ojos llorosos. Abberlaine Arrol se vuelve hacia él.

—Ah, te has vuelto a despertar —le espeta al joven desgarbado de ojos turbios y nariz grande—. Por fin has reunido un grupo aceptable de neuronas, ¿eh?

—No seas capulla, Abby —le dice, tras lanzarme una mirada cargada de desdén—. Tráeme un poco de agua.

—Puede que tú seas un animal, querido hermano —responde—, pero yo no soy tu cuidadora.

El tipo echa un vistazo por la mesa, en su mayor parte cubierta de platos sucios y copas vacías. Abberlaine Arrol me mira.

—Supongo que no tiene usted hermanos, ¿no?

—No, que yo sepa.

—Ajá...—Se levanta y se dirige a la barra. El hermano cierra los ojos y se apoya en el respaldo de la silla, balanceándola ligeramente. El bar se está vaciando. Solo se ven algunos pares de piernas asomando tras las mesas distantes, testigos de donde las incursiones alcohólicas de sus propietarios a los viejos tiempos del gateo han llegado a su fin. Abberlaine Arrol regresa con una jarra de agua. Está fumando un cigarro largo y fino. Se detiene frente al joven y le vierte un poco por encima de la cabeza, al tiempo que exhala una bocanada de humo.

El joven tropieza y cae al suelo. Suelta una palabrota y se levanta como puede. Ella le acerca la jarra para que beba y lo mira con una especie de desprecio divertido.

—¿Ha visto la famosa formación aérea de esta mañana, señor Orr? —pregunta la señorita Arrol sin dejar de mirar a su hermano.

—Sí. ¿Y usted?

—No —responde, negando con la cabeza—. Me lo han contado, pero al principio, pensaba que se trataba de alguna especie de broma.

—A mí me pareció muy real.

Su hermano se termina el agua y lanza la jarra hacia atrás, con un gesto muy teatral. El objeto se rompe contra una de las mesas del fondo, envueltas en oscuridad. Abberlaine Arrol mueve la cabeza con desaprobación. El joven bosteza.

—Estoy cansado. Vamos. ¿Dónde está papá?

—Se ha ido al club. Pero ya hace un buen rato de eso. Ya debe de estar en casa.

—Perfecto. Vamos, entonces. —Empieza a caminar hacia las escaleras. La señorita Arrol me mira y se encoge de hombros.

—Tengo que marcharme, señor Orr.

—No se preocupe.

—Me ha gustado hablar con usted.

—El placer ha sido mutuo.

Vuelve la mirada hacia al borde de las escaleras, donde el joven la espera con los brazos en jarras.

—Tal vez tengamos la oportunidad de continuar la conversación otro día —me dice.