No podía esperar más. Solté el freno, tomé la fusta e insté a los animales a trotar. El carruaje empezó a tambalearse entre chirridos, abriéndose paso ruidosamente desde la estación oscura hacia el bosque, más oscuro todavía.
El camino discurría entre hileras de árboles y pequeños claros, y sobre puentes huecos de madera. En la oscuridad y el silencio del bosque, los torrentes que fluían bajo los puentes eran tramos veloces de luz blanca y ruido caótico.
A medida que ascendíamos, el aire fue volviéndose más frío. El aliento de las yeguas formaba una espiral a mi alrededor, que se mezclaba con el intenso olor a transpiración de animal. Mi propio sudor, en manos y frente, era helado. Busqué los guantes en el abrigo y mi mano topó con el revólver que guardaba en el bolsillo. Me enfundé los guantes, me abroché el abrigo y, mientras me apretaba el cinturón, sentí la necesidad de volver a comprobar los enganches y las correas que sujetaban el carruaje tras de mí. No obstante, en la penumbra, resultaba difícil distinguir si las tiras cumplían con su cometido.
El camino entre los árboles era empinado. Las yeguas se esforzaban con ahínco para avanzar por el angosto sendero hacia la planta baja del cielo nublado, emitiendo hélices de un vaho fantasmagórico que se fundía con la neblina. El valle aparecía como un foso hondo sin forma definida, sin una sola luz, sin un solo movimiento y sin un solo sonido procedente de las profundidades. Oí un leve quejido procedente del carruaje mientras me adentraba en las nubes envolventes. El vehículo se tambaleó cuando una de sus ruedas pasó por encima de una piedra del camino. Busqué a tientas el revólver de mi abrigo, aunque advertí que el gemido era simplemente el sonido de dos juntas de madera rozándose entre ellas. La nube se hizo más espesa. Los árboles que se veían a los lados del sendero parecían los centinelas enanos de alguna fortaleza fantasma.
Me detuve en medio de un desnivel en el camino. Cuando se estabilizaron sus llamas, las luces emitidas por el carruaje eran como dos conos luminosos que apenas alumbraban más allá de las cabezas tambaleantes de las yeguas, aunque el siseo de las lámparas reconfortaba un poco. Bajo esa luz, volví a examinar los enganches del carruaje. Algunas tiras se habían aflojado, sin duda a causa del balanceo que provocaba el camino escarpado. Tras la inspección, volví a dirigir la luz al frente, pero sus rayos difusos produjeron un efecto de espejo contra la niebla y acentuaron aún más la penumbra.
El carruaje ascendió a través de la niebla e iba dejándola atrás a medida que avanzaba por la superficie cada vez más escarpada del sendero, cuya pendiente se fue estabilizando hasta perfilar un barranco hondo donde la masa de nubes se desvanecía progresivamente. El siseo de las lámparas parecía menos intenso y los rayos de luz se tornaron más afilados. Nos acercamos al desfiladero desde donde se veía la meseta.
Las últimas briznas de niebla desaparecieron al pasar junto a los flancos lustrosos de los caballos y a los lados del carruaje, como dedos nebulosos que se resistían a dejarnos marchar. En el cielo, las estrellas brillaban.
Las cimas grisáceas se erguían a los lados en la oscuridad, afiladas y lejanas. La meseta seguía gris bajo el cielo estrellado, y unas sombras oscuras surgían desde las rocas que nos rodeaban cuando las luces las iluminaban. Las nubes que quedaron atrás formaban un océano difuso, que chocaba contra las islas de las lejanas montañas que nacían de él. Miré hacia atrás y vi las cumbres a lo lejos, al otro lado del valle. Cuando volví a dirigir la vista al frente, solo pude ver las luces del carruaje que venía directamente hacia mí.
Mi reacción inicial perturbó a las yeguas, que se detuvieron bruscamente. Volví a conducirlas hacia delante, intentando calmarme y reprochándome mi nerviosismo infundado. El otro carruaje, con dos luces como el mío, aún se encontraba a cierta distancia, al final del crisol formado por la cumbre del camino.
Puse el revólver en el bolsillo interior de mi abrigo y sujeté las riendas con firmeza, forzando a las exhaustas yeguas a un trote lento que les costó mantener a pesar de que el camino ya no era ascendente. Las luces que venían de frente eran como dos estrellas doradas que cada vez se encontraban más cerca.
Hacia el centro de la llanura, en medio de un pedregal, nuestros carruajes redujeron la marcha. La anchura del camino solo permitía el paso de un vehículo, a pesar de que las piedras de mayor tamaño habían sido apartadas para trazar el recorrido del sendero. Había una pequeña zona de paso ovalada, más ancha que el resto del camino, a igual distancia entre mi carruaje y el otro. En aquel momento ya podía distinguir a los dos caballos blancos que tiraban del vehículo y, a pesar de las luces, pude vislumbrar una silueta sentada en la cabina. Tiré de las riendas para reducir la marcha, de forma que los dos carruajes se cruzasen en el tramo ensanchado. Mi semejante pareció pensar lo mismo porque también aminoró la velocidad.
Justo en aquel instante, un miedo terrible se apoderó de mí. Un temblor repentino me invadió, como si una descarga eléctrica se hubiera adueñado de mi cuerpo, una especie de rayo invisible y silencioso que había caído del cielo gris. Los dos carruajes llegaron a los extremos de la zona de paso. Viré bruscamente a la derecha y el otro carruaje hizo lo mismo hacia su izquierda, con lo que nos bloqueamos el paso el uno al otro. Los vehículos se detuvieron antes de que el otro conductor y yo tirásemos de las riendas. Chasqueé la lengua para que los animales reculasen. El otro carruaje también retrocedió. Empecé a hacer señas a la sombría silueta del otro carruaje, intentando indicarle que mi intención era dirigirme hacia la izquierda, para permitirle rebasarme por mi derecha. Él se puso a hacer aspavientos al mismo tiempo que yo. Los carruajes volvieron a detenerse. No supe interpretar si aquellos gestos eran de aprobación. Dirigí a las yeguas hacia mi izquierda. Y, de nuevo, el otro carruaje se movió hacia su izquierda, bloqueándome otra vez el paso. Pero, en realidad, nos habíamos movido simultáneamente, igual que antes.
Vencido de nuevo, detuve a las yeguas, que se encontraban justo frente a sus pálidos semejantes, separados solamente por el espacio donde se mezclaban los vahos de sus respiraciones. Entonces decidí que, en lugar de volver a retroceder, mantendría la posición de mi carruaje y esperaría a que el otro se apartase y me dejase pasar.
El otro vehículo también se quedó quieto. Una inquietud creciente se adueñó de todo mi ser. Me levanté del asiento. Entorné los ojos para distinguir al conductor que tenía delante, a una distancia corta, pero infranqueable. Vi como él también se ponía de pie, como si fuera mi imagen reflejada en un espejo. Habría jurado que él también se llevaba la mano a los ojos para intentar evitar el deslumbramiento de las luces, lo mismo que yo.
Me quedé inmóvil. El corazón me latía a toda velocidad dentro del pecho. Sentí de nuevo aquella extraña sensación en las manos, aun con los guantes puestos. Me aclaré la garganta y grité al hombre del carruaje de enfrente:
—¡Oiga! Si pudiera apartarse...
Callé. El otro hombre había hablado (y dejado de hablar) justo al mismo tiempo que yo. Empezó cuando empecé y calló cuando callé. Su voz no era un eco; no había pronunciado las mismas palabras que yo. Ni siquiera estoy seguro de que hablase mi mismo idioma, pero el tono era similar al mío. Una furia nerviosa se apoderó de mí. Moví rápidamente el brazo hacia la derecha y él hizo lo mismo, al mismo tiempo, hacia su izquierda. Di un grito y él también.