—¿Cómo...? Perdone, ¿qué...? ¿C-c-cómo ha podido...?
—¿Discúlpeme? —el doctor parece atónito.
—Lo que acaba de decir... —balbuceo.
—Lo siento —apunta el doctor Joyce mientras se quita la gafas—, pero no sé a qué se refiere. Lo único que he dicho ha sido «continúe, por favor».
Dios mío, ¿acaso aún estoy dormido? No, no, definitivamente no. Resulta impensable pretender que esto sea un sueño. Vamos, adelante, seguro que se trata de un desfase temporal; todavía tengo algo de fiebre, eso es todo. Seguro que es eso. Tengo la mente algo obnubilada, pero no debo permitir que eso me inquiete. El espectáculo debe continuar.
—Sí, sí. Lo siento muchísimo. Es que hoy no estoy muy concentrado. He dormido mal esta noche; posiblemente por eso no he tenido ningún sueño —afirmo y sonrío intentando aparentar normalidad.
—Por supuesto —responde el doctor, poniéndose de nuevo las gafas—. ¿Se siente bien para continuar?
—Sí, sí, claro.
—De acuerdo. —El doctor sonríe con un toque de artificialidad, como un hombre probándose una corbata chillona que sabe que no le sienta bien—. Por favor, prosiga cuando esté listo.
No tengo elección. Ya le he dicho que eran tres sueños.
—En mi siguiente sueño, también en monocromo, estoy observando a una pareja en un jardín, tal vez un laberinto. Están sentados en un banco, besándose. Detrás de ellos hay un seto, y una estatua de... bueno, una estatua, una escultura sobre un pedestal cercano. La mujer es joven, atractiva, y el hombre —que lleva un traje elegante— es mayor que ella y tiene un aire distinguido. Se abrazan apasionadamente.
He evitado mirar al doctor a los ojos; recuperar el temple y enfrentarme a su mirada requiere una considerable dosis de voluntad.
—Entonces, aparece un sirviente —continúo—, un mayordomo o un lacayo, que dice algo así como «su excelentísima, llaman de la Embajada», mientras el hombre mayor distinguido y la joven miran a su alrededor. La mujer se levanta del banco, se alisa el vestido y dice algo así como «maldita sea. El deber me llama. Lo siento, cariño», y se marcha tras el sirviente. El hombre mayor, frustrado, se acerca a la estatua, se queda mirando uno de los pies de mármol de la figura y saca un martillo enorme que estrella contra el dedo gordo de la escultura.
El doctor Joyce asiente, toma algunos apuntes y dice: —Me interesaría saber qué cree que significa el dialecto. Pero, siga, siga.
Trago saliva. En mis oídos, resuena un extraño zumbido.
—El último sueño, o la tercera parte del sueño, tiene lugar durante el día, en las escarpas que dan a un río en un hermoso valle. Un niño está sentado comiendo un trozo de pan, junto a otros niños y una bella profesora... Están todos comiendo, creo, y detrás tienen una cueva... No, no hay ninguna cueva... Bueno, el niño tiene un bocadillo en la mano y yo lo estoy mirando de cerca. De pronto, aparece una gran salpicadura roja en el sándwich, y luego otra. El niño mira hacia arriba, perplejo, para ver una mano en el saliente de la escarpa, sosteniendo una botella de salsa de tomate que va vertiendo sobre el pan del niño. Es todo.
¿Y ahora qué?
—Mmm... —empieza el doctor—. ¿Fue un sueño húmedo?
Lo miro de nuevo. La pregunta es suficientemente reveladora y, por descontado, todo lo que se dice aquí es completamente confidencial. Me aclaro la garganta antes de responder:
—No. No lo fue.
—Ya veo —prosigue el doctor, que se toma un rato para anotar media página de impecables notas microscópicas. Me tiemblan las manos. Estoy sudando.
—Bien —dice el doctor—, parece que hemos llegado a un... fulcro, ¿no cree?
¿Un fulcro? ¿Qué querrá decir?
—No sé de qué está hablando —respondo.
—Tenemos que pasar a otra fase del tratamiento —aclara el doctor Joyce. No me gusta cómo suenan sus palabras.
El doctor suspira de una forma profesionalmente calculada.
—Aunque pienso que podríamos tener una... una buena cantidad de material —vuelve atrás en el bloc y consulta algunos apuntes—, no creo que vayamos a acercarnos al núcleo del problema. Estamos dando vueltas en círculo a su alrededor, eso es todo. ¿Sabe?, si pensamos en la mente humana como en un castillo...
Vaya, mi doctor cree en las metáforas.
—... lo único que ha hecho en las últimas sesiones ha sido llevarme en una visita guiada alrededor del mismo. Atención, no estoy diciendo que intente decepcionarme de forma deliberada, estoy seguro de que quiere ayudarse a sí mismo tanto como yo quiero ayudarlo a usted, y posiblemente usted piense que estamos avanzando, pero, según mi experiencia, puedo asegurarle que no vamos a ninguna parte, John.
—Ah. —No se puede sacar más jugo de la comparación con el castillo—. Y ahora, ¿qué? Siento mucho no haber...
—Oh, no tiene que disculparse por nada, John —asegura el doctor Joyce—, pero pienso que necesitamos utilizar una técnica nueva con su caso.
—¿Qué nueva técnica?
—La hipnosis —revela el doctor con una sonrisa entre triunfal y condescendiente—. Es la única forma de adentrarnos en el castillo. Pero no se preocupe, que no será difícil, lo hará usted muy bien —añade al ver mi expresión sombría.
—¿En serio? —pregunto, algo incrédulo—, bueno...
—Es posible que sea la única forma de avanzar —asiente el doctor. ¿La única forma de avanzar? Y yo que pensaba que de lo que se trataba era de retroceder...
—¿Está seguro? —Tengo que pensarlo. ¿Hasta dónde quiere llegar el doctor Joyce? ¿Qué es lo que espera de mí?
—Segurísimo —contesta el doctor—. Completamente seguro.
¡Menudo énfasis!
Jugueteo nervioso con mi brazalete. Voy a tener que pedirle que me deje un tiempo para pensarlo.
—Pero tal vez necesite pensarlo un poco —se adelanta el doctor Joyce, sin conseguir aliviarme—. Además, tengo una reunión en media hora —añade mientras consulta su reloj de bolsillo—, y me gustaría programar su visita sin restricciones, con lo que tal vez ahora no es el momento adecuado. —Empieza a recoger, guarda el bloc en el cajón de su escritorio y comprueba que su lápiz plateado está convenientemente introducido en su bolsillo. Se quita las gafas y las limpia con un pañuelo—. Usted tiene unos sueños excepcionalmente intensos y... coherentes. Una notoria fertilidad mental.
¿Me lo parece a mí, o le brillan los ojos?
—Eso es muy amable, viniendo de usted, doctor —le digo.
El doctor se toma uno o dos segundos para digerir lo que he dicho y luego esboza una sonrisa. Me dispongo a marcharme, comentando con el médico lo molesta que resulta la niebla. Me someto a la ceremonia inane e impecable de ofrecimiento de té o café por parte del recepcionista, ya que al menos no me provocará efectos psicológicos nocivos.
Cuando salgo, me encuentro con el señor Berkeley y su policía. El aliento le huele a bolas de naftalina. Supongo que en este caso cree ser una cómoda o una cajonera.
Camino por Keithing Road, a través de la nube de niebla que nos ha inundado. Las calles se han transformado en túneles entre la bruma; las luces de las tiendas y las cafeterías emiten un resplandor borroso sobre la gente que surge de la niebla como pálidos fantasmas.
Tras de mí, se oye el sonido de los trenes. Cada cierto tiempo, una nube gruesa de humo ferroviario se eleva de la plataforma, como un coágulo de niebla. Los trenes aúllan como almas perdidas, con un llanto angustioso que la mente no puede evitar interpretar a su manera; tal vez los silbatos fueron diseñados con el propósito de inspirar acordes animales. Desde el agua, ahora invisible, a cientos de metros hacia abajo, se oyen las sirenas de los barcos en coros aún más lastimeros, como si cualquier sitio en donde sonasen fuese el escenario de un naufragio terrible y llorasen por los navegantes ahogados en el desastre.