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Uno de esos taxis propulsados por muchachos aparece con furia de entre la niebla y advierte de su llegada mediante las bocinas de los zapatos del conductor. Transporta a una mujer joven. Me vuelvo instintivamente a mirarla y veo un rostro blanco con una melena negra dentro del vehículo, ataviada con ropas igualmente oscuras. Pasa por delante de mí a toda velocidad (y juraría que me devuelve la mirada) y me deja una tenue luz roja que se abre paso entre la niebla desde la parte trasera del taxi. Entonces, se oye un grito —al tiempo que la pálida luz se desvanece y desaparece— y el sonido de las agudas bocinas de los talones se ralentiza hasta detenerse por completo. Camino en la dirección del vehículo hasta alcanzarlo. El rostro blanco, brillante entre la niebla, dirige la mirada hacia mí a través del palio.

—¡Señor Orr!

—Señorita Arrol.

—¡Qué sorpresa! Parece que vamos en la misma dirección.

—Y con prisa —añado. Me quedo de pie junto al vehículo de dos ruedas. El conductor me mira, jadeante, con gotas de transpiración rodando por su piel. Tengo a una sonrojada Abberlaine Arrol en primer plano. Siento un extraño placer al ver que sus arruguitas siguen bajo sus ojos; tal vez sean permanentes, o quizá haya pasado otra noche loca por ahí. Puede que en estos momentos se dirija a su casa..., pero no; la gente tiene un aspecto por la mañana y otro por la noche, y la hija del ingeniero Arrol rezuma frescura por todos los poros de su piel.

—¿Quiere que lo acerque a algún sitio?

—Muy agradecido... y encantado de verla —le digo mientras ejecuto una versión abreviada de una de sus exageradas reverencias. Se echa a reír, con una risa profunda y algo masculina. El chico que conduce el taxi nos observa con fastidio y mira su reloj con ademán ostentoso.

—Es usted muy amable, señor Orr —dice la señorita Arrol, asintiendo—. Suba al taxi, por favor.

—Encantado —acepto, desarmado. Me subo al vehículo. La señorita Arrol, ataviada con unas botas, una falda pantalón y una chaqueta oscura, me hace sitio en el asiento. El conductor hace sonar un bocinazo y empieza a hablar y a gesticular efusivamente. Abberlaine Arrol le responde en su idioma, con ademanes conciliadores. El chico suelta el manillar con otro bocinazo y se dirige a un café al otro lado de la calle.

—Ha ido a buscar a otro chico —aclara la señorita Arrol—. Lo necesitará para mantener la misma velocidad con dos pasajeros.

—¿Es seguro este transporte cuando hay tanta niebla? —Puedo sentir cómo se filtra por mi abrigo el calor del banco acolchado antes ocupado por ella.

—Claro que no—afirma Abberlaine Arrol. Sus ojos, más verdes que grises bajo esta luz, se entornan, lo mismo que su boca—. Forma parte de la diversión.

El chico regresa con un compañero, sujetan un asa del manillar cada uno y, con una sacudida, emprendemos la marcha entre la niebla.

—¿Estaba dando un paseo, señor Orr?

—No. Vuelvo de una visita con el doctor.

—¿Cómo van sus progresos?

—Son algo irregulares —confieso—. Ahora mi médico quiere someterme a hipnosis. Lo cierto es que estoy empezando a cuestionar la utilidad de mi tratamiento, si es que se lo puede llamar así.

La señorita Arrol me mira los labios mientras hablo; un gesto entrañable, pero curiosamente inquietante. Esboza una gran sonrisa y mira hacia delante, a los dos jóvenes conductores abriéndose paso entre la niebla, dispersando a los transeúntes a un lado y al otro.

—Tiene que tener fe, señor Orr —asegura.

—Mmm... —murmuro mientras también observo nuestro precipitado avance a través de la nube gris—. Creo que debería optar por llevar a cabo mis propias investigaciones.

—¿Sus propias investigaciones, señor Orr?

—Efectivamente. Supongo que nunca ha oído hablar de la Biblioteca de Archivos y Material Histórico de la Tercera Ciudad, ¿me equivoco?

—No. Lo siento —niega con la cabeza.

Los conductores profieren un grito. Por apenas un palmo, esquivamos a un anciano que se encuentra en medio de la calle. Con la sacudida del vehículo, mi cuerpo se precipita sobre el de la señorita Arrol.

—La mayoría de personas a las que he preguntado no la conoce. Y quienes han oído hablar de ella, no saben dónde está.

La señorita Arrol se encoge de hombros, sin dejar de mirar entre la niebla con los ojos entornados.

—Esas cosas pasan —añade con cierta solemnidad. Me mira de nuevo—. ¿Es ese el límite de sus investigaciones, señor Orr?

—No. Me gustaría saber más sobre el Reino y la Ciudad, sobre lo que hay más allá del puente. —Observo su rostro, esperando alguna reacción por su parte, pero ella parece muy concentrada en la niebla y en la calle por la que circulamos—. Pero, posiblemente, eso me obligaría a viajar —prosigo— y sufro bastantes restricciones a ese efecto.

—Bueno. —Se vuelve hacia mí, arqueando las cejas—. Yo he viajado bastante. Tal vez...

—¡Abran paso! —grita uno de los chicos que conducen el taxi. La señorita Arrol y yo miramos al frente a la vez, y vemos un palanquín justo delante, aparcado en pleno centro de la plataforma de la calle que transitamos. Dos hombres sostienen una de sus varas rotas y se lanzan a un lado de la calle mientras nuestros chicos intentan frenar, pero ya estamos demasiado cerca. Ellos esquivan el palanquín y el vehículo empieza a inclinarse. La señorita Arrol me protege con un brazo en el pecho y yo miro al frente como un estúpido, mientras nuestro taxi derrapa, vibra, chirría y vuelca junto al palanquín. Su cuerpo sale despedido contra el mío y el lateral del techo del taxi me golpea en la cabeza. La niebla se espesa durante un momento, y luego todo se desvanece.

—¿Señor Orr? ¿Señor Orr?

Abro los ojos. Estoy tumbado en el suelo. Todo es gris y extraño, y una multitud se agolpa a mi alrededor y no deja de mirarme. Una joven de pelo largo y oscuro, de pálido rostro y ojos caídos, está de pie junto a mí.

—Señor Orr...

Oigo el sonido de unas naves aéreas. Oigo el zumbido de los aviones que sobrevuelan la bruma marítima. Inmóvil, escucho (intentando determinar sin éxito) hacia qué dirección vuelan (me siento frustrado, así que debe de tratarse de algo importante).

—¿Señor Orr?

El ruido de los motores se desvanece. Decido esperar a que las manchas débiles de sus señales de humo aparezcan entre la niebla fantasmal.

—¿Señor Orr?

—¿Sí? —estoy mareado, y mis oídos también emiten su propio sonido, similar al de una catarata.

La niebla es espesa y las luces tintinean como trazos de un lápiz sobre una página gris. Hay un palanquín destrozado y un taxi propulsado a pie en medio de la calle. Dos chicos jóvenes y dos hombres mantienen una discusión acalorada. La joven, que se ha arrodillado junto a mí, es bella, aunque un hilo de sangre cae bajo su nariz, y su mejilla izquierda está manchada, posiblemente por haberse frotado con el puño. Una sensación de calor, como una cálida luz roja entre la niebla, me aborda desde mi propio interior cuando me doy cuenta de que conozco a la joven mujer.

—Ay, señor Orr, cuánto lo siento, ¿se encuentra bien? —se sorbe la nariz, se limpia la sangre, y sus ojos brillan entre la confusa luz, pero no parecen lágrimas. Su nombre es Abberlaine Arrol, ahora lo recuerdo. Pensaba que había más personas agrupadas junto a mí, pero no hay nadie. Solamente ella. Entre la niebla, veo cómo la gente mira con curiosidad los vehículos accidentados.

—Estoy bien. Perfectamente —respondo mientras me incorporo para sentarme.

—¿Está seguro? —La señorita Arrol se agacha frente a mí. Asiento, mientras me palpo una sien dolorida. Parece que tengo un golpe, pero no sangro.