Nunca olvidaría lo que sintió aquel primer año, aquella sensación de libertad que le produjo su libre albedrío. Estaba solo, tenía su propia habitación por primera vez, su propio dinero para gastar como quisiera, sus propias compras que realizar, sus propias decisiones que tomar y sus propios lugares por visitar. Era una sensación sublime y gloriosa.
Su hogar se encontraba al oeste del país, en un centro industrial en decadencia, descuidado, sin energía y en peligro de extinción. Allí había vivido con su padre, su madre y sus hermanos y hermanas, en una vieja casa emplazada en una finca bajo las colinas, cuyas únicas vistas eran el humo de las fábricas y las chimeneas de los talleres ferroviarios donde trabajaba su padre.
Su padre tenía palomas en un almacén situado sobre terreno baldío. Al menos había una docena de almacenes en la extensión yerma, todos altos y sin orden ni disposición. Estaban hechos de acero laminado y pintados en negro mate. Casi todos los veranos, cuando iba a ayudar a su padre o a observar a las palomas, la temperatura interior del almacén era extremadamente alta, y él se sentía allí como en otro mundo, oscuro y de fuertes olores.
Su rendimiento en la escuela fue bueno, aunque, naturalmente, se decía que podía haber sido mucho mejor. Fue el primero en Historia, porque quiso, y ya tuvo suficiente. Se ponía las pilas cuando era necesario y, sobre todo, si era necesario. En su tiempo libre leía, jugaba, dibujaba y veía la televisión.
Su padre sufrió un accidente laboral y se vio obligado a permanecer en cama durante un año y medio. Su madre tuvo que empezar a trabajar en la fábrica de tabaco (sus hermanos y hermanas eran lo suficientemente mayores como para cuidar unos de otros). Su padre se recuperó y volvió a ser, guardando ciertas distancias, el hombre que había sido —tal vez algo más propenso a enfadarse— y su madre pasó a trabajar media jornada hasta que la despidieron por reducción de plantilla al cabo de unos años.
A él le gustaba su padre hasta que empezó a avergonzarse ligeramente de él, al tiempo que se avergonzaba ligeramente de toda su familia. Su padre vivía para el fútbol y para cobrar la nómina. Escuchaba viejos discos de Harry Lauder y de música de gaita, y sabía recitar de memoria una cincuentena de los poemas más conocidos de Burns. Naturalmente, era un acérrimo simpatizante de los laboristas, siempre fiel pero cauto, siempre preparado para las mentiras, las chapuzas y las traiciones. Mantenía que jamás había bebido un trago en compañía de algún tory, con la posible excepción de algunos publicanos que esperaba, por el bien de la causa socialista, que fueran conservadores (o también liberales, a quienes consideraba honrados, desorientados y relativamente inofensivos). Un hombre entre hombres; un hombre que nunca huía de una pelea ni abandonaba a un compañero de trabajo que necesitase una mano, un hombre que nunca dejaba de vitorear un gol, ni de abuchear una falta. Un hombre que nunca dejaba una pinta de cerveza a medias.
Su madre era como una sombra en comparación con su padre. Siempre estaba dispuesta cuando la necesitaba, para lavarle la ropa, para peinarlo, para comprarle cosas y para curarlo si se hacía alguna herida, pero él nunca la conoció realmente como persona.
Se llevaba bien con sus hermanos y sus hermanas, aunque eran bastante mayores que él (hacía solo unos años que había descubierto que él fue «un despiste»), y ya parecían adultos cuando él alcanzó la edad suficiente como para interesarse realmente por ellos. Lo mimaban, lo toleraban o lo vejaban en función de cómo se sentían ellos mismos. Él no se consideraba bien tratado y envidiaba a los miembros de familias menos numerosas que la suya, pero poco a poco llegó a comprender que lo habían mimado y consentido más que atormentado y culpado. Al fin y al cabo, él también era su niño y también era especial para ellos. Siempre mostraban una gran admiración cuando él contestaba a las preguntas de los concursos de televisión antes que los participantes, y estaban orgullosos —y algo sorprendidos— de que leyese dos o tres libros de la biblioteca cada semana. Al igual que su padre y su madre, sonreían y luego fruncían el ceño cuando leían sus calificaciones escolares, ignoraban los excelentes y los notables y cuestionaban los suficientes (en Religión; menuda confusión arrastró durante años porque su padre aprobaba el ateísmo, pero no el bajo rendimiento en cualquier asignatura) y los insuficientes (odiaba al profesor de gimnasia y el sentimiento era mutuo).
Todos fueron marchándose, cada uno a su manera. Las chicas se casaron, Sammy se alistó en el ejército, Jimmy emigró... Morag fue la más afortunada, según él, porque contrajo matrimonio con un jefe de ventas de material de oficina de Bearsden. Él fue perdiendo progresivamente el contacto con todos ellos, pero nunca olvidó el tinte de orgullo casi respetuoso que impregnó todas sus felicitaciones —por teléfono, por correo y algunas incluso en persona— cuando lo aceptaron en la universidad, a pesar de la sorpresa de todos ante su elección de Geología en lugar de Historia o Literatura.
Pero, aquel año, la gran ciudad lo era todo para él. Adiós al centro neurálgico, a Glasgow y sus tierras altas. Siempre se sentiría cercano a ellos, siempre tendría recuerdos suyos, mezclados con los de los días de infancia ya lejanos y las visitas a tías y abuelos; todo aquello era parte de él, parte de su pasado.
La vieja capital, Edimburgo, era como otro país para él; un lugar nuevo y maravilloso, el paraíso terrenal eterno, posterior a su deseo ansioso de escapar de los detalles técnicos de la inocencia infantil.
El aire era distinto, pese a encontrarse a ochenta kilómetros de casa; los días parecían más brillantes, al menos en los albores del otoño, e incluso el viento y la niebla eran factores que siempre había deseado, que siempre sobrellevaba con una especie de cuidada vanidad, como si todo aquello fuera solamente para él; una preparación o un acuerdo previo.
Exploraba la ciudad siempre que podía, a pie, en autobús, subiendo colinas, bajando escalones... siempre lo observaba y lo estudiaba todo, los edificios, su disposición y la arquitectura de la zona, con el regocijo posesivo de un señor feudal al inspeccionar sus tierras. Se ponía en pie sobre los vestigios volcánicos, con los ojos cercenados por el viento del norte, y miraba más allá de la ciudad, a través de las punzantes gotas de lluvia que empapaban los puertos y la explanada de la costa. Serpenteaba erráticamente por las calles de la parte vieja, caminaba por la limpia geometría de la parte nueva, paseaba entre la tranquila niebla del puente Dean. Descubrió el pueblo dentro de la ciudad, en su decrepitud aún no pintoresca, y deambuló por la conocida calle de las tiendas iluminada por el sol de los sábados; admiró el castillo de piedra construido sobre el núcleo del volcán extinto, así como su real sucesión de facultades universitarias y despachos, una almena incrustada de edificios a lo largo del espinazo basáltico de la colina.
Empezó a escribir poemas y letras de canciones y, en la universidad, caminaba silbando alegremente por los pasillos.
Conoció a Stewart Mackie, compañero de estudios de Geología; un joven canijo, de voz pausada y tez amarillenta, procedente de Aberdeen. Junto con él y otros amigos, decidieron que eran los Geólogos Alternativos y se denominaron a ellos mismos «los Roqueros». Bebían cerveza en los pubs de Rose Street y de la Royal Mile, fumaban hierba y algunos consumían ácido. Los grupos White Rabbit y Astronomy Dominé sonaban con fuerza en los aparatos de música y, una noche, en Trinity, él por fin perdió aquel último fantasma de la inocencia pueril con una joven enfermera del Western General, cuyo nombre ya no recordaba al día siguiente.