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Conoció a Andrea Cramond una noche, tomando unas cervezas con Stewart Mackie y otros Roqueros. Los demás se marcharon, sin decirle nada, a un conocido y reputado burdel de Danube Street. Posteriormente, le aseguraron que lo habían hecho porque se habían percatado de que la chica de cabello rojizo le había echado el ojo.

Ella tenía un apartamento en Comely Bank, relativamente cerca de Queensferry Road. Andrea Cramond era del mismo Edimburgo; sus padres vivían tan solo a ochocientos metros, en una de aquellas casas altas y grandes que rodeaban Moray Place. Vestía con ropas psicodélicas, tenía los ojos verdes, unos pómulos muy marcados, un Lotus Elan, un piso de cuatro habitaciones, doscientos discos y un suministro aparentemente inagotable de dinero, encanto y energía sexual. Se enamoró de ella a primera vista.

Cuando se conocieron, hablaron de la realidad, de las enfermedades mentales (ella estaba leyendo a Laing), de la importancia de la geología (ese era él), del cine contemporáneo francés (ella), de la poesía de T. S. Eliot (ella), de la literatura en general (ella, principalmente), y de Vietnam (ambos). Ella tenía que acudir a casa de sus padres aquella noche, porque era el cumpleaños de su padre al día siguiente y en su familia seguían la tradición de iniciar las celebraciones desayunando con champán.

Una semana más tarde, tropezaron literalmente al lado de la estación de Waverley. Él iba a tomar el tren para pasar el fin de semana en casa, y ella salía a ver a unos amigos después de hacer unas compras navideñas. Se detuvieron a tomar algo y, tras varias copas, ella lo invitó a su apartamento a fumar. Llamó a un vecino para que avisase a sus padres de que se retrasaría.

Ella tenía whisky en su apartamento. Escucharon varios discos de Dylan y los Stones, se sentaron en el suelo frente a la estufa de gas mientras oscurecía fuera y, al cabo de un rato, él se encontró acariciando su melena pelirroja, y después besándola, tras lo que llamó de nuevo al vecino para decir que debía terminar un trabajo y no podría ir a casa en todo el fin de semana. Ella llamó a unos amigos que la esperaban en una fiesta para decirles que le sería imposible acudir. Pasaron el resto del fin de semana en la cama o frente a la estufa de gas.

Pasaron dos años antes de que él confesara haberla visto entre el bullicio de gente en North Bridge aquel día, cargada con sus compras, y que la había seguido y adelantado antes de tropezar deliberadamente con ella. Él había notado que ella tenía la cabeza en otro lado y no miraba a su alrededor, y le dio vergüenza pararla con algún pretexto. Cuando oyó la historia, ella se echó a reír.

Bebían, fumaban y follaban, y salieron un par de veces de vacaciones juntos. Ella lo llevó a museos y a galerías de arte, y le presentó a sus padres. Su padre era abogado, un hombre alto y canoso, imponente, con una voz profunda y unas gafas en forma de media luna. La madre de Andrea Cramond era más joven que su marido, con algunos cabellos blancos, muy elegante y tan alta como su hija. También tenía un hermano mayor, dedicado a la abogacía, y un círculo de amigos de su antigua escuela. Fue cuando conoció a todas aquellas personas cuando empezó a avergonzarse de sus amigos, de su pasado, de su acento occidental e incluso de algunos términos de su propio vocabulario. Todos ellos le hicieron sentirse inferior, no en lo referente al intelecto, sino a la formación y a la educación que había recibido de sus padres; poco a poco, empezó a cambiar, intentaba hallar un término medio entre todos los rasgos que quería poseer y la fidelidad a su infancia, su procedencia y sus principios, pero fiel también a su nuevo espíritu amoroso, a sus nuevas alternativas y a la posibilidad de una paz y de un mundo menos avaricioso y corrupto... y fiel sobre todo a su propia certeza fundamental sobre el conocimiento y la maleabilidad de la tierra, del medio ambiente; en última instancia, el todo.

Fue esa convicción la que no le permitió aceptar completamente cualquier otra creencia. La visión de su padre, según él percibía en aquellos momentos, era demasiado limitada, por la geografía, por la clase y por la historia. Los amigos de Andrea eran demasiado pretenciosos, y sus padres se mostraban excesivamente satisfechos de ellos mismos, y la Generación del Amor, aunque no le gustase reconocerlo, era muy ingenua para él.

Creía en la ciencia, las matemáticas y la física, en la razón y la comprensión, en la causa y el efecto. Adoraba el concepto de elegancia y la lógica transparente y objetiva del pensamiento científico, que empezaba diciendo «supongamos...», pero a continuación podía construir fundamentos seguros y hechos demostrables desde un punto de partida sin prejuicios ni restricciones. Cualquier clase de fe se iniciaba de forma imperativa con un «creamos:», y desde tal insistencia temerosa, solo se podían evocar imágenes de miedo y dominación, algo a lo que someterse, pero generado desde el sinsentido, los fantasmas y los efluvios antiguos.

Aquel primer año, tuvo que pasar por momentos difíciles. Se horrorizó de sus propios celos cuando Andrea durmió con otro y maldijo una y otra vez la educación que había recibido, según la cual un hombre debía ser celoso y una mujer no tenía derecho a tirarse a otras personas, pero un hombre sí. Consideró la posibilidad de pedirle vivir juntos (hablaron sobre el tema).

Tenía que pasar aquel verano en el oeste, trabajando para el Departamento de Limpieza Urbana, ocupado en barrer las hojas secas y las mierdas de perro de las calles. Andrea se marchó al extranjero, primero con su familia a una villa en Creta y después a visitar a unos amigos en París. Pero, a principios del curso siguiente —para sorpresa de él— retomaron su relación prácticamente donde la habían dejado.

Decidió abandonar Geología, mientras todos los demás estudiaban Literatura Inglesa o Sociología (o, al menos, esa era la impresión que él tenía), para dedicarse a algo realmente útil. Empezó un curso de Diseño de Ingeniería. Algunos de los amigos de Andrea intentaron persuadirle de matricularse en Literatura, ya que aparentemente sabía bastante sobre el tema (había aprendido a hablar de ella, pero no a disfrutarla), y porque escribía poesía. Era culpa de Andrea que todos lo supieran; él nunca había querido que le publicasen nada, pero ella encontró unos poemas en su habitación y se los mandó a un amigo que editaba una revista llamada Radical Road. Él se había sentido mitad avergonzado y mitad halagado cuando ella lo sorprendió con el ejemplar de la revista, que blandió triunfalmente frente a él, como un regalo. No; él estaba completamente decidido a hacer algo que pudiese resultar realmente útil para el mundo. Los amigos de Andrea podían burlarse lo que quisieran, pero él lo tenía clarísimo. Su amistad con Stewart Mackie continuó; en cambio, perdió el contacto con el resto de los Roqueros.

Algunos fines de semana, Andrea y él se marchaban a la segunda residencia de los padres de ella en Gullane, emplazada en las dunas de la bahía de la costa este. La casa era grande y espaciosa, y se encontraba cerca del campo de golf, orientada hacia las aguas azul grisáceo de la alejada costa de Fife. Permanecían allí todo el fin de semana y paseaban por la playa o por las dunas sobre las que, en ocasiones, hacían el amor, inmersos en su paz y tranquilidad.

A veces, cuando el día era excepcionalmente bueno y claro, caminaban directamente hasta el final de la playa y escalaban la duna más alta, porque él estaba convencido de que, desde su cima, podrían ver los tres picos del famoso Forth Bridge, que le había impresionado profundamente cuando era un niño y que tenía el mismo color —le decía siempre a ella— de sus cabellos.

Pero, por muy claro que fuese el día, nunca llegaron a verlo.

Ella se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, después de tomar un baño. Se cepilló la larga melena pelirroja. El kimono azul que llevaba reflejaba la luz del fuego, y su rostro, sus piernas y sus brazos brillaban con un tono anaranjado a juego con el de las llamas. Él estaba junto a la ventana, mirando la nebulosa noche, con las manos parapetadas a los lados de la cara y la nariz pegada al gélido cristal. Ella le preguntó: