Aquella potencia, aquella energía de trabajo controlada, aquel símbolo metálico de que todo podía conseguirse gracias al trabajo, al sentido común y a la materia, quedaron impregnados en su ser durante años. Algunas noches soñaba con todo aquello y despertaba sudoroso, nervioso y con el corazón latiendo a toda velocidad, sin poder afirmar si sentía miedo o excitación, o ambos a la vez. Lo único que tenía claro era que, después de haber contemplado aquella máquina majestuosa y poderosa, todo era posible. Nunca había sido capaz de describir la experiencia original de forma plenamente satisfactoria, y ni siquiera había intentado explicársela a Andrea, porque jamás había podido explicársela a sí mismo.
—Toma —le dijo ella, alargándole el porro y un encendedor—, a ver si lo pones en funcionamiento. Él lo encendió y le lanzó un círculo de humo. Ella se rió y dispersó el aro gris de su melena recién lavada.
Fumaron el último, y ella preparó unos magníficos huevos revueltos que él nunca olvidó y que ella nunca pudo reproducir. Después, fueron caminando entre risas y risillas a un hotel cercano para tomar una copa rápida, y volvieron entre risas y risillas a la casa, haciendo el tonto, tocándose, besándose y, finalmente, follando sobre la hierba junto a la carretera, invisible (y helada) entre la niebla, mientras a poco más de seis metros se oían voces de personas y se veían los faros de los coches que pasaban por allí.
De nuevo en la casa, se secaron y entraron en calor mientras ella liaba otro porro y él leía un periódico de hacía seis meses que encontró en un revistero y se reía de las cosas que la gente creía importantes.
Se fueron a la cama, tomaron la última copa de whisky escocés de malta que ella había llevado, y empezaron a cantar canciones como Wichita Lineman y Ode to Billy Joe, pero cambiando frases (sin importarles demasiado la rima) para hacerlas escocesas («...en las turbias aguas del puente de Forth Road...».
El lunes a mediodía, con la niebla aún inmutable, regresaron a la ciudad, a una velocidad excesivamente lenta para él y excesivamente rápida para ella. Él había empezado un poema el viernes e intentaba continuarlo mientras conducía, pero la inspiración no lo acompañaba. Era una especie de poema contra las rimas y contra las canciones de amor, producto en parte de su odio a los temas musicales que casaban palabras como «corazón» y «pasión» y que hablaban de estupideces tales como los amores dulces y eternos y más fuertes que las montañas y los océanos (amar/luchar/mar, piel/hiel/miel)...
Los versos que ya tenía, pero no pudo completar en la niebla, eran:
Metamorfeo
Uno
Hay sonidos que resuenan más que otros. En ocasiones, escucho el último de todos, que nunca regresa porque no rebota contra nada; es el sonido final, el que viene retumbando a través de los tubos que forman los huesos sin tuétano del puente, como un huracán, como un pedo celestial, como todos los gritos de dolor del mundo reunidos y lanzados al unísono. Entonces lo oigo; un ruido que revienta los tímpanos, que parte los cráneos, que resquebraja paredes y rompe almas. Esos tubos de órgano son oscuros túneles de acero hacia el cielo, inmensos y fuertes; ¿qué otro tipo de sonido podrían emitir?
Un sonido idóneo para el fin del mundo, para el término de la vida, para el final de todo.
¿El descanso?
Solo imágenes nebulosas. Patrones de sombra. Una pantalla oscura. Deja todo lo frágil y superficial en la entrada si quieres ver el auténtico significado de todo. Aquí. Observa los colores bellos como si todo lo estático se moviese de nuevo; se cuece, se quema, hierve, se descompone y se descascarilla como unos labios cortados, una imagen apartada por la fuerza de la presión de una luz blanca y pura (¿ves lo que hago por ti, muchacho?).
No. Yo no soy él. Solo lo miro. Es solo un hombre que conocí, alguien a quien conocía hace tiempo.
Creo que lo volví a ver después. Eso, fue después. Cada cosa, a su tiempo.
Ahora estoy dormido, pero... bueno, ahora estoy dormido. Suficiente.
No, no sé dónde estoy.
No, no sé quién soy.
Sí, por supuesto, sé que esto es un sueño.
¿Acaso no todo es un sueño?
El viento de primera hora de la mañana se lleva la niebla de un bandazo. Me visto, aturdido, e intento recordar mis sueños. Ni siquiera estoy seguro de haber soñado algo esta noche.
En el cielo, sobre el agua, empiezan a revelarse unas grandes formas grises a medida que la niebla se va disipando; un aluvión de inmensos globos dirigibles, como colosales bombas neumáticas, se elevan por todo el largo del puente.
Debe de haber cientos de ellos, unos flotando en el aire a la altura de los picos, o tal vez más arriba, y otros anclados a las pequeñas islas, a los pesqueros de arrastre y a las otras embarcaciones.
El último ápice de niebla se eleva y se disipa. Parece que hará buen día. Los dirigibles giran juntos en el cielo, evocando la imagen de una manada de ballenas grises moviendo sus morros bulbosos hacia la corriente suave de la atmósfera. Aprieto la cara contra el frío cristal de la ventana, para distinguir el ángulo más agudo posible de la brumosa longitud del puente. Los globos están por todas partes, invadiendo el cielo, unos a pocos metros del puente y otros a cientos de metros hacia arriba.
Deduzco que su función es evitar el paso de más formaciones aéreas no autorizadas, aunque me parece una medida algo exagerada.
Oigo el buzón de la puerta, una carta se desliza y cae sobre la alfombra. Es una nota de Abberlaine Arrol; tiene que ir a hacer unos dibujos a una estación de maniobras a pocas secciones de distancia, y se pregunta si me gustaría acompañarla.
Sí, parece que hoy será un buen día.
No olvido llevarme la carta que le escribí anoche al doctor Joyce. Después de haberme deshecho del sombrero, decidí solicitar al doctor que retrasásemos nuestras sesiones de hipnosis. En mi misiva, le pido educadamente cierta dosis de indulgencia y le aseguro que me siento más que ansioso por reunirnos y comentar mis sueños; le cuento que últimamente han sido más profundos y, en consecuencia, resultarán mucho más útiles para el tipo de análisis que tenía intención de realizar inicialmente.
Guardo en mi bolsillo las dos cartas, la de la señorita Arrol y la mía, y me detengo a observar los globos durante un rato más. Se mecen lentamente en la luz de la mañana, como enormes boyas de amarre flotando sobre una superficie invisible encima del puente.
Alguien llama a la puerta. Con un poco de suerte, será algún técnico que viene a reparar la televisión o el teléfono, o incluso ambos. Doy una vuelta a la llave e intento abrir la puerta, pero no puedo. Vuelven a llamar.