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—¿Sí? —respondo, tirando del picaporte.

—Vengo a echar un vistazo al televisor del señor Orr. ¿Es aquí?

Me peleo con la puerta. El picaporte gira, pero no sucede nada.

—¿Hola? ¿Vive aquí el señor J. Orr?

—Sí, sí. Aquí es. Espere un momento, no consigo abrir la maldita puerta.

—De acuerdo, no se preocupe, señor Orr.

Tiro con fuerza del picaporte, girándolo y moviéndolo. Nunca antes se había atascado ni había tenido un problema. A lo mejor todo lo que hay en este apartamento está diseñado para funcionar durante unos seis meses. Empiezo a cabrearme.

—¿Está seguro de que ha dado todas las vueltas a la llave, señor Orr?

—Sí —contesto, intentando mantener la calma.

—¿Y está seguro de que es la llave correcta?

—¡Completamente! —grito.

—Preguntaba por si acaso. —El hombre parece divertirse con la situación—. ¿Tiene alguna otra puerta, señor Orr?

—No. Solo tengo esta.

—Hagamos lo siguiente: tíreme la llave por la ranura del buzón de la puerta, intentaré abrir desde este lado.

Lo intenta, pero no funciona. Me acerco un momento a la ventana, respirando hondo, y observo de nuevo la masa de globos dirigibles del exterior. Entonces, oigo más voces al otro lado de la puerta.

—Soy el técnico del teléfono, señor Orr. ¿Tiene un problema con su puerta?

—No puede abrirla —le responde la primera voz.

—¿Ha girado bien la llave? —pregunta el hombre del teléfono. Suena un repiqueteo en la puerta. No respondo.

—¿Tiene alguna otra puerta por donde podamos entrar, señor Orr? —grita.

—Ya se lo he preguntado —le contesta el primer hombre. Vuelven a llamar a la puerta.

—¿Qué quieren? —pregunto.

—¿Tiene teléfono, señor Orr? —pregunta el técnico del televisor.

—¡Pues claro que tiene! —exclama indignado el del teléfono.

—¿Puede llamar a Edificios y Pasillos, señor Orr? Ellos sabrán qu...

—¿Cómo quiere que llame? —Se distingue perfectamente la indignación en la voz del técnico del teléfono—. Si estoy yo aquí será porque no funciona el teléfono, ¿no?

Me retiro al despacho justo antes de que me sugiera que mire un rato la televisión para matar el tiempo.

Pasa una hora. Un conserje retira el marco de la puerta. Al final, esta hace un clic y se abre sin más, descubriendo al hombre allí, de pie, con una expresión entre la incredulidad y la suspicacia, rodeado de madera rota y yeso. Los dos técnicos ya se han marchado a realizar otras reparaciones. Salgo del apartamento pisando tablillas de madera perforadas por clavos torcidos.

—Gracias —le digo al conserje. Se está rascando la cabeza con un martillo.

Echo la carta para el doctor Joyce al buzón de correos y después compro algo de fruta para desayunar. El incidente de la puerta me ha dejado el tiempo justo para reunirme puntualmente con la señorita Arrol.

Tomo un tranvía lleno de gente. Todos hablan sobre los dirigibles y la mayoría no sabe para qué sirven. Cuando el vehículo abandona la sección donde nos encontramos y se introduce en un tramo despejado, todos los pasajeros nos volvemos para mirar los globos.

Es increíble. Todos se encuentran a un solo lado del puente. Contra la corriente marina, nadie ha visto jamás tantos dirigibles juntos. Al otro lado, ni uno solo. Todos los pasajeros del tranvía señalan y admiran la masa de globos. Parece que soy el único que permanece atónito, sin poder apartar la vista del otro lado, donde los cielos que cubren las vigas del puente están completamente limpios y despejados.

No hay ni un solo globo en ellos.

—Buenos días.

—Sí, lo cierto es que lo son. Buenos días. ¿Cómo está su cabeza?

—Bien, gracias. ¿Qué tal su nariz?

—Igual de horrible que siempre, pero ya no sangra. Ah, sí, su pañuelo. —Abberlaine Arrol busca en su bolsillo y extrae el pañuelo limpio, fresco y planchado.

La señorita Arrol acaba de llegar en un tren de trabajadores.

Nos encontramos en una estación de maniobras, hasta ahora el lugar más grande que he visto en el puente. Algunas vías muertas se extienden más allá de la estructura principal, sobre amplias plataformas voladizas. Grandes máquinas, largos trenes de mercancías de toda clase, inmensas grúas y vehículos de mantenimiento de vías circulan por doquier, turnan sus movimientos entre la complejidad de líneas, puntos y vías muertas, como piezas colosales de un juego de construcción, lento y enorme. El vapor humea a través de la luz del día y las nubes de humo juegan con las farolas, aún encendidas en lo alto de las vigas. Los operarios con sus uniformes de trabajo corren de un lado al otro, gritan y agitan banderas de distintos colores, hacen sonar sus silbatos y hablan precipitadamente por sus teléfonos móviles.

Abberlaine Arrol, ataviada con una larga falda gris y una chaqueta corta a juego, y el cabello recogido en una gorra de aspecto oficial, ha venido para dibujar esta escena caótica. Sus acuarelas y sus dibujos sobre temas ferroviarios ya adornan diversas salas de reuniones y vestíbulos de despachos; se la considera una artista realmente prometedora.

Me acerca el pañuelo. Sus ojos expresan una especie de curiosidad. Echo un vistazo al pañuelo y lo guardo en mi bolsillo. La señorita Arrol sonríe, pero no a mí, sino a ella misma. Me da la impresión de que me he perdido algo.

—Gracias —le digo.

—Podría llevarme el caballete, señor Orr. Lo dejé por aquí la semana pasada. —Cruzamos varias vías hasta llegar a un pequeño cobertizo cercano al centro de la gran plataforma de raíles. A nuestro alrededor, varios vagones ensamblados y sueltos se desplazan lentamente hacia delante y hacia atrás. En otras zonas, trenes enteros se hunden en la plataforma de rodaje mediante inmensas poleas que los conducen a los talleres situados bajo las vías.

—¿Qué opina sobre los extraños globos, señor Orr? —me pregunta, mientras nos dirigimos a buscar el caballete.

—Supongo que están ahí para impedir el paso de aviones, aunque solo están a un lado del puente. No sé, la verdad.

—Parece que nadie lo sabe —apunta la señorita Arrol, pensativa—. Posiblemente se trate de otro follón administrativo — suspira—. Ni siquiera mi padre tiene noticias y, por regla general, suele estar bien informado.

Una vez en el pequeño cobertizo, toma el caballete que transporto y lo saca acto seguido hasta el lugar que ha elegido para bosquejar su obra de arte. Se coloca con decisión sobre uno de los pesados montacargas, instala el caballete, abre su taburete plegable y extrae de su cartera unas botellas pequeñas de pintura y una selección de pinceles, carboncillos y lápices. Observa la escena con ojo crítico y elige un carboncillo largo.

—¿Alguna secuela de nuestro pequeño accidente del otro día, señor Orr? —inquiere mientras traza una línea sobre el papel.

—Solo cierto nerviosismo condicionado a las bocinas de los talones de los taxistas, nada más.

—Un síntoma temporal, estoy segura —afirma, mirándome con una sonrisa extrañamente encantadora, antes de volver a su obra—. Estábamos hablando de viajes antes de la precipitada interrupción, ¿no es así?

—Sí. Iba a preguntarle cuál es la mayor distancia que ha recorrido desde esta zona.

Abberlaine Arrol añade unos círculos pequeños y varios arcos a su cuadro.

—Hasta la Universidad, supongo—responde, pintando rápidamente unas líneas de intersección sobre el papel—. Estaba a unas... ciento cincuenta... o doscientas secciones de aquí, en dirección hacia la Ciudad.