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Permanecí quieto durante un momento, sin intenciones de convencerme a mí mismo de que el temblor que invadía todo mi cuerpo era una especie de reacción a la temperatura ambiente. Temblaba, no tiritaba. Con las piernas flaqueándome, me senté rápidamente, para intentar llevar a cabo lo que se me acababa de ocurrir. Sin mirar directamente a mi oponente (ya lo veía como un adversario, porque parecía claramente empeñado en impedirme el paso) agarré la fusta y azucé a las yeguas, dirigiéndolas hacia la izquierda. No escuché el sonido de otra fusta, pero los dos caballos blancos del otro carruaje se encabritaron como los míos y se movieron como los míos, precipitándose a toda velocidad contra ellos antes de erguirse sobre las patas traseras, tirar de los arreos, y casi colisionar. Volví a gritar, me levanté y volví a golpear a las yeguas con la fusta para incitarlas a recular. Había intentado pasar por un lado del carruaje, pero mis planes volvieron a verse frustrados. El otro parecía reflejar todas mis acciones.

Conseguí dominar a las nerviosas yeguas, que no dejaban de agitar la cabeza, lo mismo que los otros dos animales del otro lado del espacio ovalado. Mis manos temblaban y un sudor frío resbalaba por mi frente. Entorné de nuevo los ojos, en un intento desesperado de poder ver a mi extraño adversario, pero por encima del resplandor de las luces solo se distinguía una silueta imprecisa de rostro invisible.

No había ningún espejo, eso estaba claro (aunque, en aquellos momentos, tan absurda posibilidad parecía lo más aceptable) y, además, los otros caballos eran blancos, no oscuros como los de mi carruaje. Intenté decidir qué hacer a continuación. No había camino alternativo, ya que las rocas que se habían limpiado para dar forma al camino estaban apiladas y creaban una pared de más de un metro de altura a cada lado del sendero. Incluso aunque encontrase un orificio, el terreno contiguo sería tan abrupto que seguiría siendo infranqueable.

Dejé la fusta en su sitio y me apeé del carruaje. El otro hombre hizo exactamente lo mismo. Vacilé cuando lo vi. Aquella sensación de terror infundado pero intenso volvió a adueñarse de mí. Casi de forma involuntaria, me volví y miré hacia atrás, más allá del carruaje cerrado, siguiendo con la vista el camino que había recorrido. Volver de nuevo sobre mis pasos y recorrer todo el sendero era inviable. Incluso en otras circunstancias más corrientes, si hubiera sido un viajero en busca de una posada o una aldea al otro lado del camino, me hubiera negado a volver atrás. De hecho, no había visto ningún sendero alternativo desde que inicié mi ruta en la estación, ahora tan lejana en el valle. Estaba claro que mi única opción, dada la carga que llevaba y la urgencia de mi misión, era continuar por el camino que había elegido. Fingí ceñirme el abrigo y sujeté el revólver que ocultaba en él contra mi pecho. Me armé de valor e intenté aferrarme a cualquier posible reserva de racionalidad y coraje que me quedase, pero no pude sino reparar en que la silueta que se dibujaba entre las luces del otro carruaje imitaba mis movimientos y colocaba las solapas de su abrigo antes de dar un paso hacia delante.

El tipo llevaba una ropa similar a la mía. En realidad, cualquier otro atuendo en ambiente tan gélido hubiera significado un rápido desenlace. Tal vez su abrigo fuera algo más largo, y su cuerpo algo más grueso que el mío. Los dos avanzamos hasta las cabezas de los caballos. Mi corazón latía a una velocidad y con una fuerza desconocidas para mí hasta aquel momento. Una sensación extraña se apoderó de mí y me obligó a avanzar hacia aquella silueta aún invisible. Era como si una especie de repulsión magnética, la misma que antes había impedido que nuestros carruajes pudieran cruzarse, se hubiese invertido y me atrajese de forma inexorable hacia algo que, sin duda, me hacía sentir pánico —o me haría sentir pánico más tarde—, de la misma forma en que algunas personas se sienten atraídas hacia un abismo cuando se encuentran en su frontera.

Me detuve. Él se detuvo. Sentí una repentina sensación de alivio cuando vi que el hombre no tenía mi mismo rostro. Su cara era más cuadrada que la mía, tenía los ojos más juntos y saltones, y lucía un oscuro bigote. Me miró, de pie frente a las luces de mi carruaje, mientras yo me encontraba de pie frente a las del suyo. Estudió mi rostro con la misma intensidad y la misma expresión, supuse, con las que yo escrutaba el suyo. Empecé a hablar, pero no había pronunciado ni media palabra y ya me había detenido. El hombre había empezado a hablar al mismo tiempo que yo, aparentemente una palabra o una mínima frase dirigida a mí, exactamente igual que había hecho yo. Entonces tuve claro que hablaba una lengua extranjera que no supe identificar. Esperé a que volviese a hablar, pero no dijo nada.

Sacudimos la cabeza al mismo tiempo.

—Esto es un sueño— dije con voz pausada mientras él hablaba calmosamente en su idioma—. No puede estar sucediendo de verdad. Esto no es posible. Estoy soñando y todo está en mi cabeza. —Nos callamos al unísono.

Miré su carruaje mientras él miraba el mío. Parecían del mismo estilo, pero no podría decir si aquel estaba cerrado con el mismo celo por contener mercancías tan terribles e importantes como las de mi vehículo.

Di un paso rápido hacia un lado. Él hizo lo mismo en el mismo instante, como si quisiera cerrarme el paso. Ambos retrocedimos. Pude apreciar su olor, un extraño aroma a perfume almizclado combinado con notas rancias de alguna especia o planta foránea. Él arrugó ligeramente la expresión, como si estuviera oliendo mi propia fragancia, que pareció encontrar inquietante o desagradable. Movió una ceja de forma extraña, justo en el momento en que recordé mi pistola. Por un momento, visualicé de forma efímera una imagen de los dos sacando los revólveres y disparando dos proyectiles que impactaban en el aire, formando una perfecta esfera metálica. Mi doble imperfecto sonrió, lo mismo que yo. Sacudimos la cabeza. Al menos ese movimiento no necesitaba traducción, aunque supongo que con un ligero asentimiento hubiéramos resuelto airosamente la situación. Dimos un paso atrás y observamos el silencioso e inhóspito paisaje que ofrecía aquella cima, como si entre tal desolación fuésemos a encontrar algún elemento inspirador, para uno o para ambos.

No se me ocurrió nada.

Nos volvimos, caminamos hacia nuestros carruajes y ocupamos de nuevo nuestros asientos.

Como una silueta imprecisa tras la luz irregular del carruaje (lo mismo que él veía en mí, sin duda), se sentó, permaneció inmóvil durante un momento y tomó las riendas —igual que hice yo— con una especie de gesto de resignación, mientras arqueaba la espalda y soltaba una mano. Sus movimientos eran lentos, como los de un anciano. Yo lo imité, sintiendo aquella especie de amargura rancia, de pesadez y de fragilidad, que se adueñó de mí con más intensidad que la del frío de las montañas.

Tiró suavemente de las riendas de sus caballos. Yo di la misma orden a los míos, de la misma forma. Empezamos a hacer volver nuestros carruajes y a ocupar nuestra parte de la zona de paso, mientras maniobrábamos adelante y atrás y silbábamos a los animales al unísono.

Cuando estemos a la misma altura, decidí, como los barcos en guerra cuando se alinean, sacaré el revólver y dispararé. No hay vuelta atrás. Lo mismo da si me cierra el paso, lo mismo dan sus intenciones. Debo hacerlo. No tengo alternativa.

Maniobramos lentamente con nuestros pesados vehículos hasta situarlos en paralelo. Su carruaje, al igual que el mío, estaba cerrado y bien asegurado con las correas de cuero. Me miró y metió la mano en su abrigo, con una lentitud casi satisfecha, al tiempo que yo recorría el mío en busca del bolsillo interior para coger la pistola con sumo cuidado. ¿Se quitaría el guante? Los dos dudamos un segundo, y luego él se desabrochó el guante, lo mismo que yo. Lo dejó sobre el asiento contiguo, alzó el arma y me apuntó.