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—El pañuelo —digo señalando la prenda de encima del montón de ropa — está bordado con mis iniciales. ¿Puedo quedármelo?

El calvo le hace un gesto a uno de sus hombres, para indicarle que se lleve la ropa. Con un lápiz, comprueba una lista de entre sus papeles.

—Efectivamente, aquí está el pañuelo, pero... no dice nada de ninguna letra bordada en él. —Abre el pañuelo y estudia con detalle la letra «O» bordada en azul. Me pregunto si llevará una aguja para descoserlo y dejarme solo el hilo—. De acuerdo, quédeselo —dice ásperamente—, pero se le descontará su valor de su nueva subvención.

—Gracias. —Es curiosamente fácil ser amable.

—Bien, eso es todo —concluye, con profesionalidad mientras guarda el lápiz. Con este gesto, me recuerda al doctor Joyce. Me señala la puerta—. Usted primero.

Guardo el pañuelo en un bolsillo del uniforme verde chillón y salgo del apartamento. Todos los hombres vestidos de gris se han marchado, excepto uno. El último trabajador sostiene un gran trozo de papel enrollado y un marco vacío. Espera a que su superior haya cerrado la puerta con un candado y le susurra algo al oído. El jefe desenrolla el papeclass="underline" es el cuadro de Abberlaine Arrol.

—¿Es suyo esto?

—Sí —asiento—, es un regalo de una amig...

—Tenga. —Me lo planta en las manos y se da la vuelta.

Los dos hombres se alejan pasillo abajo. Me dirijo hacia el ascensor, con el cuadro apretado contra mi pecho. No he avanzado más que unos pasos cuando oigo un grito. El calvo corre hacia mí, haciéndome señas. Me acerco hacia él.

El hombre agita el sujetapapeles en mi cara.

—No tan deprisa, amigo —dice—. Tenemos un pequeño problema con un sombrero de ala ancha.

—Está hablando con la consulta del doctor F. Joyce, muy buenas tardes tenga usted.

—Soy el señor Orr; quisiera hablar con el doctor, es muy urgente.

—¡Señor Orr, qué alegría oírlo! ¿Cómo está usted?

—Me... me siento fatal en estos momentos, en realidad. Me acaban de echar de mi apartamento. Por favor, ¿puedo hablar con el doctor Joy...?

—Pero eso es terrible. Absolutamente terrible.

—Totalmente de acuerdo. Me gustaría hablarlo con el doctor.

—No, usted debe hablar con la policía, no con un doctor..., a menos que..., bien, obviamente, no lo han echado por el balcón, de lo contrario, no estaría hablando con...

—Mire, le agradezco mucho su preocupación, pero no tengo demasiado dinero para pagar esta llamada, y...

—Cómo... No le habrán robado también, ¿no?

—No. Oiga, ¿quiere hacerme el favor de pasarme con el doctor Joyce?

—Me temo que eso no será posible, señor Orr. El doctor está reunido en estos momentos. Mmm... Déjeme ver... Sí... El Comité de Elecciones de Nuevos Miembros del Subcomité del Comité de Trámites de Compras, creo.

—Bueno, ¿y no puede...?

—¡No! No, qué tonto soy. Miento; eso fue ayer. Ya decía yo que no me sonaba. Es el Subcomité de Planificación e Integración de Nuevos Edifi...

—¡Maldita sea! ¡Me importa un carajo en qué comité está! ¿Cuándo puedo hablar con él?

—Ah, pues debería importarle, señor Orr, los comités trabajan para los ciudadanos, ¿sabe?

—¿Cuándo demonios puedo hablar con el doctor?

—No lo sé, señor Orr. ¿Le digo que lo llame?

—¿Cuándo? No voy a estar pegado a esta cabina todo el día.

—Bien, pues le digo que lo llame a su casa.

—¡Le acabo de decir que me han echado!

—¿Y no puede volver a entrar? Estoy seguro de que si llama usted a la policía...

—Me han cerrado la puerta con un candado. Y todo bajo autorización oficial y firmado por el doctor Joyce; por eso mismo quiero habí...

—Aaaah, acabáramos. Ha sido usted trasladado, señor Orr. Pensaba que...

—¿Qué ha sido ese ruido?

—Los tonos, señor Orr. Tiene que echar más monedas.

—Ya no tengo más dinero.

—Vaya. En fin, ha sido un placer hablar con usted, señor Orr. Hasta pronto. Que pase un buen d...

—¿Oiga? ¿Oiga...?

El nivel B7 se encuentra a siete pisos por debajo de la plataforma del tren, a una distancia lo suficientemente corta como para poder distinguir un tren local, un tren expreso y un tren rápido de mercancías solo por el tipo de vibración, incluso sin el concomitante ruido/chirrido/zumbido de confirmación. El nivel es amplio, oscuro, tétrico y está plagado de gente. Justo en el piso de abajo, hay un taller de metales y los seis pisos superiores son de viviendas. Un olor a sudor y a humo rancio invade la atmósfera cargada. La habitación 306 es toda para mí. Solo contiene una cama estrecha, una silla vieja de plástico, una mesita y una cómoda pequeña con cajones. Y aun así, es una estancia algo recargada de muebles. El olor del baño comunitario asalta todo el pasillo, en cuyo extremo se encuentra mi nueva vivienda. La habitación tiene vistas a un patio de luces, que ni siquiera hace honor a su propio nombre.

Cierro la puerta y me dirijo a la consulta del doctor Joyce como un autómata: ciego, sordo y sin cerebro. Cuando llego, es demasiado tarde. Está cerrada. El doctor y el recepcionista se han marchado a casa. Un guarda jurado me mira con recelo y me sugiere que regrese al nivel al que pertenezco.

Me siento en mi cama diminuta, con el estómago revuelto. Apoyo la cabeza en las manos y miro al suelo; oigo los chirridos del metal que están cortando en el taller del piso inferior. Me duele el pecho.

Llaman a la puerta.

—Adelante.

Entra un hombre bajito y mugriento con un abrigo largo de color azul oscuro, arrastrando los pies de lado. Parpadea repetidas veces, mirando por toda la habitación, y su mirada se detiene brevemente en el cuadro enrollado que está encima de la cómoda. Por fin me mira, aunque sus ojos no se cruzan con los míos.

—¿Qué hay? Eres nuevo por aquí, ¿verdad? —Se queda de pie en el umbral de la puerta, como si estuviera preparado para salir corriendo en cualquier momento. Mete las manos en los bolsillos de su abrigo.

—Sí, lo soy —contesto, poniéndome en pie—. Mi nombre es John Orr. —Le tiendo la mano, que me estrecha durante un segundo, para volver a su posición anterior—. ¿Qué tal está? — digo a toda prisa.

—Me llamo Lynch —dice, sin mirarme a los ojos—. Pero puedes llamarme Lynchy.

—¿Qué puedo hacer por usted, Lynchy?

—Nada. —Se encoge de hombros—. Soy tu vecino y venía a ver si querías algo.

—Es usted muy amable. De hecho, me gustaría saber qué debo hacer para obtener mi nueva subvención.

Por fin, el señor Lynch me mira a los ojos. Parece que un resplandor emana de su cara, no precisamente recién lavada, aunque su expresión denota cierto aburrimiento.

—Ah, sí. Puedo ayudarte con eso, no hay problema.

Sonrío. En todo el tiempo que pasé en los niveles más elevados y refinados del puente, ni uno solo de mis vecinos me dio los buenos días y mucho menos me ofreció ayuda de ninguna clase.

El señor Lynch me acompaña a una cantina y me invita a una salchicha de sucedáneo de pescado y a un plato de puré de algas. Ambos son horribles, pero tengo hambre. Bebemos té en jarras. Me cuenta que es barrendero de vagones y que ocupa la habitación 308. Parece bastante impresionado cuando le muestro mi brazalete de plástico y le cuento que soy un paciente psiquiátrico. Me explica los pasos que debo seguir para solicitar mi subvención a la mañana siguiente. Se lo agradezco. Incluso me ofrece un pequeño préstamo hasta entonces, pero ya me siento muy en deuda con él y lo rechazo, no sin antes darle las gracias.

El ambiente de la cantina es ruidoso, cargado, saturado y cerrado. Los olores no favorecen en nada mi proceso digestivo.