—Bien, pues cuando usted quiera.
Echo un rápido vistazo a la nota. Es de Abberlaine Arrol; confiesa que ha utilizado descaradamente una cita ficticia conmigo para librarse de un compromiso potencialmente tedioso, y pregunta si me gustaría ser su cómplice en el advenimiento. Adjunta el número de teléfono del apartamento de sus padres para que la llame. Compruebo la dirección y observo que la nota ha sido reenviada desde mi antiguo domicilio.
—Vale... —contesta el señor Lynch, con las manos tan hundidas en los bolsillos que parece que lleve el dobladillo del pantalón lleno de piedras—. ¿Ha pasado algo malo?
—No, no, señor Lynch. En realidad, una joven quiere que la invite a cenar... y ahora tengo que llamarla. Pero no olvide que, tras esto, usted será el primero en deleitarse con mis exiguas cualidades de anfitrión.
—Lo que tú digas, tío.
Viva mi suerte. La señorita Arrol está en casa. Una persona, probablemente un sirviente, va a buscarla, lo que me cuesta unas cuantas monedas porque las dependencias de los Arrol son de un tamaño considerable.
—¡Señor Orr! ¡Hola! —Parece cansada.
—Buenos días, señorita Arrol. He recibido su nota.
—Ah, genial. ¿Está libre esta noche?
—Sí, pero...
—¿Qué le pasa, señor Orr? Suena como si estuviera usted resfriado...
—No, es la boca. Resulta que... —Me detengo—. Señorita Arrol, me encantaría cenar con usted esta noche, pero me temo que... he sufrido un revés. Me han trasladado, o tal vez debería decir «degradado». El doctor Joyce me ha desterrado. Al nivel B7, para ser exactos.
—Ah. —El tono con que pronuncia una sola sílaba me dice más, en mi febril estado, que una hora entera de explicaciones políticamente correctas sobre el decoro, la extracción social, la discreción y el tacto. Tal vez se supone que debo decir algo más, pero no puedo. ¿Cuánto rato debo esperar, entonces, a que ella hable? ¿Dos segundos, quizá? ¿Tres? Nada para el paso del tiempo en el puente, pero sí lo suficiente como para pasar de un instante de desesperación a un estado de ira. ¿Debo colgar el teléfono y terminar con esto lo antes posible? Tal vez sí, para apaciguar mi propia amargura... y para ahorrarle el apuro a la señorita.
—Lo siento, señor Orr. Estaba cerrando la puerta. Mi hermano anda por aquí. Bien, dígame, ¿dónde dice que lo han trasladado? ¿Puedo ayudarlo? ¿Quiere que vaya ahora?
Orr, eres tonto.
Me visto con la ropa del hermano de Abberlaine Arrol. Ha llegado una hora antes de la que teníamos prevista, con una maleta llena de ropa, la mayor parte de su hermano, dado que cree recordar que tenemos la misma talla. Me cambio mientras ella espera fuera. He sentido cierta reticencia a dejarla sola en una zona tan vulgar, pero era difícil que se quedase dentro.
En el pasillo, está apoyada contra la pared, con una rodilla levantada, de forma que una de sus nalgas reposa contra su pie. Tiene los brazos cruzados y habla con el señor Lynch, que la mira con una especie de desconfianza cautelosa.
—Oh, no, querido —le dice la señorita Arrol—, siempre cambiamos de campo en la media parte. —Se ríe. El señor Lynch parece quedarse atónito y, acto seguido, empieza a reír a carcajadas. La señorita Arrol me ve.
—Ah, señor Orr.
—El mismo —respondo, haciendo una reverencia—. O no...
Abberlaine Arrol, resplandeciente con unos holgados pantalones de seda negra, la chaqueta a juego, una blusa de algodón, unos tacones altísimos y un extravagante sombrero, se dirige a mí:
—Qué porte más elegante, señor Orr.
—Mejorando lo presente.
Me alarga un bastón negro.
—Muchas gracias —le digo. Ella alarga el brazo para tomarme del mío, y yo se lo ofrezco sin dudar. Estamos frente al señor Lynch, agarrados del brazo, y puedo sentir su calor a través de la chaqueta de su hermano.
—¿No estamos elegantes, señor Lynch? —pregunta, con la cabeza erguida.
—Sí, sí..., muy... muy... —el señor Lynch busca la expresión idónea—. Una pareja muy... guapa.
Me encantaría pensar que somos precisamente eso. La señorita Arrol también parece complacida.
—Gracias, señor Lynch. —Se vuelve hacia mí—. No sé usted, pero yo me muero de hambre.
—Bien, entonces, ¿cuáles son sus prioridades en estos momentos, señor Orr? —Abberlaine Arrol hace rodar su vaso de whisky entre las manos, mirando la llama de una vela a través del cristal diáfano y del licor de color ámbar. Yo miro sus labios húmedos bajo la misma luz tenue.
La señorita Arrol ha insistido en invitarme a cenar. Nos sentamos en una mesa con vistas al exterior, en el restaurante de Las Vigas Altas. Hemos disfrutado de una comida exquisita, de un servicio eficiente y de unas vistas excelentes (las luces titilan sobre el mar, donde los pesqueros tienen anclados los dirigibles; los propios globos apenas pueden apreciarse, dado que se encuentran casi a nuestra altura, y son como presencias oscuras en la noche, que reflejan las luces del puente como nubes. También pueden verse algunas estrellas en el cielo).
—¿Mis prioridades? —pregunto.
—Sí. ¿Qué es más importante, recuperar su posición como paciente aventajado del doctor Joyce, o redescubrir sus recuerdos perdidos?
—Bien —prosigo, pensando realmente en ello por primera vez—, lo cierto es que ha sido muy doloroso e incómodo bajar tantos niveles en el puente, pero imagino que podría llegar a aprender a vivir así, en el peor de los casos. —Bebo un sorbo de whisky. La señorita Arrol mantiene un semblante neutro—. No obstante, mi incapacidad de recordar no es algo... —suelto una risilla irónica— que se pueda olvidar. Siempre sabré que hubo otras cosas en mi vida antes de esto, con lo que imagino que no dejaré de buscarlas. Es como si hubiera una cámara sellada y olvidada en mi interior. No me sentiré completo hasta que haya descubierto su entrada.
—Suena a tumba. ¿Tiene miedo de lo que pueda encontrar dentro?
—Es una biblioteca. Solo los tontos y los villanos tienen miedo de eso.
—Así, ¿prefiere encontrar su biblioteca a recuperar su apartamento? —Abberlaine Arrol sonríe. Yo asiento, mirándola fijamente. Se quitó el sombrero cuando entramos en el restaurante y dejó ver un peinado recogido, con el precioso cuello descubierto. Sus arruguitas bajo los ojos siguen fascinándome. Son como una protección, como una línea de sacos de arena que velan por sus ojos verdes, seguros, confiables, serenos.
Abberlaine Arrol mira dentro de su vaso. Estoy a punto de hacer un comentario acerca de una minúscula línea que se ha formado en su frente cuando se va la luz.
Nos quedamos con la única claridad de nuestra vela. Las otras mesas también parpadean gracias a sus pequeñas llamas. Se encienden las tétricas lámparas de emergencia. Se oyen murmullos de los demás comensales. Afuera, las luces de los pesqueros empiezan a extinguirse. Ya no se ven los globos con el reflejo de la iluminación del puente. La estructura al completo debe de estar a oscuras.
Los aviones: llegan sin luces, resonando en la noche, desde la dirección de la Ciudad. La señorita Arrol y yo nos ponemos en pie para mirar por la ventana. Otros comensales se agolpan a nuestro alrededor, tratando de ver algo y haciendo sombra a la escasa luz de las velas y de las lámparas de emergencia con las manos, y con las narices pegadas al gélido cristal como niños al escaparate de una tienda de dulces. Alguien abre una ventana. Los aviones suenan casi a nuestro lado.
—¿Puede verlos? —pregunta Abberlaine Arrol.
—No—admito. Los motores rugen muy cercanos. Es imposible ver los aviones, pues no tienen luces de navegación, no hay luna, y las estrellas no brillan lo suficiente como para mostrarlos.