Quitó el seguro al mismo tiempo que yo. Se escucharon dos pequeños clics, nada más.
Los dos alineamos las cámaras. A la luz del carruaje, observé que el percutor había golpeado justo en la base del cartucho y había producido una minúscula abolladura en el metal de color cobre. La bala se había humedecido o era defectuosa. Estas cosas pasan, de vez en cuando.
Me miró de nuevo y nos dedicamos una triste sonrisa. Guardamos las armas en los abrigos, dimos la vuelta completa a los carruajes y, confirmando mis temores, y también los suyos, nos fuimos por donde habíamos llegado, de regreso hacia los valles y las nubes de niebla.
—... Entonces disparamos los dos al mismo tiempo. Bueno, al menos los dos apretamos el gatillo a la vez, pero no ocurre nada. Los cartuchos son inservibles. Nos sonreímos con cierta resignación, creo, y terminamos dando la vuelta a los carruajes y marchándonos por donde vinimos. —Dejo de hablar.
El doctor Joyce me mira por encima de sus gafas redondas.
—¿Eso es todo? —pregunta.
Asiento.
—Entonces, me despierto.
—Así, ¿sin más? —El doctor Joyce parece preocupado—. ¿Nada más?
—Fin del sueño —respondo con un énfasis tajante.
No parece muy convencido (tampoco lo culpo porque todo es una sarta de mentiras) y agita la cabeza en un gesto que bien podría denotar exasperación.
Nos encontramos de pie, en el centro de una estancia con seis paredes negras, sin muebles. Es una pista de frontón doble y estamos llegando al final del partido. El doctor Joyce (cincuentón, con una aceptable forma física, pero algo fofo) es un gran aficionado a compartir las tribulaciones de sus pacientes en cualquier parte. Si los dos jugamos al frontón doble, en lugar de sentarnos en su consulta, venimos aquí a echar un partido. Entre punto y punto, le he ido contando mi sueño.
El doctor Joyce es todo él de color rosa y gris: tiene el pelo encrespado y gris, el rostro rosa y los brazos moteados de ambos colores, lo mismo que las piernas, que se descubren bajo sus pantalones cortos grises, del mismo color que su camiseta. Sin embargo, sus ojos, escondidos tras las gafas doradas con cadena dorada, son azules. De un azul intenso y penetrante, colocados en su rostro rosa como fragmentos de cristal emplastados en un plato de carne cruda. Su respiración es pesada (la mía no), transpira abundantemente (yo no suelto gota hasta el último punto) y tiene una expresión de recelo (como he dicho, con toda la razón).
—¿Se despierta? —pregunta.
Intento parecer todo lo preocupado posible:
—Maldita sea, no puedo controlar lo que sueño. —(Una burda mentira).
El doctor emite un suspiro muy profesional y usa su raqueta para recoger la pelota que ha perdido al final del último punto. Mira con insistencia la pared de saque.
—Usted sirve, Orr —dice en un tono avinagrado.
El frontón doble es un deporte para dos jugadores. Cada uno tiene dos raquetas, una para lanzar y otra para parar. Se juega en una pista hexagonal pintada de negro, con dos pelotas de color rosa. Este último detalle, reflejo del claro alótropo de humor que desfila por el puente, ha llevado a que este deporte sea conocido popularmente como «el juego de los hombres». El doctor Joyce lo conoce más que yo, pero es más bajito, más gordo y coordina peor los movimientos. Hace solo seis meses que lo práctico (por recomendación del fisioterapeuta), pero gano los puntos y los partidos con relativa facilidad, y paro una pelota mientras el doctor se pelea con la otra. Se queda de pie, jadeando, mirándome con rabia, de color rosa.
—¿Está seguro de que no hay nada más? —pregunta.
—Completamente —respondo.
El doctor Joyce es mi médico del sueño. Su especialidad es analizar los sueños y cree que, a través de los míos, podrá descubrir más sobre mí mismo de lo que yo soy capaz de contarle mediante un esfuerzo consciente (soy amnésico). Al utilizar todo el material que encuentra con este sistema, espera que, de alguna forma, mi mente delictiva vuelva al trabajo. ¡Hop! Un gran salto de mi imaginación me hará libre. Sinceramente, llevo más de medio año haciendo todo lo posible por cooperar con él en su noble propósito, pero mis sueños siempre han sido demasiado imprecisos como para recordarlos al detalle, o demasiado banales como para que su análisis merezca la pena. Total, que para no decepcionar al doctor, cuya frustración crece por momentos, he decidido inventarme un sueño. Esperaba que el sueño de los carruajes proporcionara un rato de reflexión al doctor Joyce, pero por su expresión, entre molesta y agresiva, me da la impresión de que no lo he conseguido. Me dice:
—Gracias por el partido.
—El placer ha sido mío —sonrío.
En las duchas, el doctor Joyce me lanza un golpe bajo.
—Y su... libido, Orr, ¿es normal? —Se enjabona la panza mientras yo dibujo círculos de espuma sobre mi pecho.
—Sí, doctor. ¿Y qué tal la suya? —El médico mira hacia otro lado.
—Era una pregunta profesional —aclara—. Habíamos pensado que tal vez tuviera algún problema, pero si no lo hay... —Su voz se aleja mientras se planta bajo el chorro de agua para aclararse el jabón.
¿Qué es lo que quiere este hombre? ¿Referencias?
Duchados y cambiados, tras tomar algo rápido en el bar, entramos en un ascensor que lleva a la planta donde el doctor Joyce tiene su consulta. Parece más cómodo con su traje gris y su corbata rosa, pero todavía está sudando. Yo estoy fresco y elegante con mis pantalones, mi camisa de seda, mi chaleco y mi levita (que ahora llevo sobre un brazo). El ascensor, moderno, con asientos de cuero y tiestos con plantas, emite un suave zumbido al subir. El doctor se sienta en un banco cercano al ascensorista, que lee el periódico. Saca un pañuelo para secarse el sudor de la frente.
—Entonces, ¿qué cree que significa su sueño, Orr?
Echo un vistazo al ascensorista del periódico. Estamos los tres solos en el ascensor, pero yo pensaba que cualquier presencia, incluso la de un botones, es suficiente como para reprimir una conversación presuntamente confidencial. Precisamente por eso nos dirigimos a la consulta del doctor. Empiezo a mirar distraídamente los paneles de madera del ascensor, los asientos de cuero y las poco originales láminas de paisajes marinos (y decido que me gustan más los ascensores con vistas al exterior).
—No tengo ni idea —respondo.
Creo recordar que una vez pensé que el significado de mis sueños era exactamente lo que el doctor debía aclararme, pero descarté la opción hace algún tiempo, mientras todavía luchaba por soñar cosas lo suficientemente reveladoras como para que el médico pudiese desempeñar su labor.
—Pero ahí no acaba todo —dice el doctor con aire cansino—. Posiblemente sí tiene alguna idea.
—¿Y no quiero decírsela? —sugiero.
El doctor Joyce niega con la cabeza:
—No. Posiblemente, no puede.
—Entonces, ¿para qué pregunta?
El ascensor está a punto de detenerse. La consulta del doctor se encuentra aproximadamente a media altura del puente, equidistante entre el siempre nebuloso andén de la estación y la cumbre de la construcción colosal, también envuelta en nubes. El médico es un hombre influyente, dado que su consulta se encuentraen la parte exterior de la estructura principal, en una de las zonas codiciadas con vistas al mar. Esperamos a que se abra la puerta.
—Lo que debe preguntarse a usted mismo, Orr —afirma el doctor Joyce—, es qué significa este tipo de sueño con relación al puente.
—¿El puente? —lo miro inquisitivamente.
—Sí —asiente.
—Ahora me he perdido —prosigo—. No veo ninguna conexión posible entre el puente y mi sueño.
Otro gesto cansino, al más puro estilo del doctor.