Volví donde Cabronte y su barco, y el hombre todavía estaba con los brazos cruzados con esa cara de cabreo y eso.
—Qué pasa, Cabronte. Oye, que no había ningún perro y le he cortado la cabeza a esta mujer. ¿Te vale?
Le enseñé la cabeza de la tía fea y el tío parecía que se asustaba y eso. ¡Y lo más fuerte es que el tío se hizo de piedra delante de mis propios ojos! El tío-estatua se cargó el suelo del barco y se fue para abajo, y el barco se hundió en el agua. Joder, qué susto. Enseguida tire la cabeza de la mujer aquella al agua. Menuda mala suerte. ¿Y a mí por qué no me habrá pasado lo mismo? Me senté en la orilla y pensé que no era mi día de suerte. Qué va.
Entonces me pareció que escuchaba un ruido que venía de mi bolsillo y saqué la estatua pequeña de oro que parecía una rana, pero tenía como unas alas en la espalda. La miré y miré el agua y pensé que podía nadar con ella tranquilamente. Tuve que dejar la armadura mágica y eso, me puse la espada en la espalda atada en el cinturón, y el cinturón alrededor de la estatua dorada, y me metí en el agua y empecé a nadar. Llevaba los calcetines puestos y la daga mágica metida en uno. Está complicado lo de nadar tan cargado de cosas, pero nadaré como un chucho y ya está. Al final llegué a la otra orilla del río. El agua no estaba mala y además yo tenía sed. Me senté en el borde, al lado de la roca del tío encadenado, pero el pajarraco muerto ya no estaba. Pero el tío de la roca estaba muerto porque parecía que algo le había salido de dentro y había explotado y estaba por todas partes. Un poco asqueroso. La estatua dorada hacía otro ruido diferente muy raro. No sabía si me estaba diciendo algo o si el golpe de la cabeza que me había hecho antes me hacía escuchar voces y eso. Pero la estatua pequeña dorada hacía como un ruido y me la acerqué a la oreja a ver qué. Menuda cagada.
—Bien, bien. Lo honra, y mucho, el haberse dignado a venir a rescatarme de las entrañas del Infierno. No pensé que el sueño telepático acerca de la Bella Durmiente fuera a funcionar entre ambos mundos, y tampoco creí que lo fuera a lograr. Aunque debería de haber supuesto que pasaría perfectamente por una sombra; nunca fue usted brillante ni en sus mejores momentos, ¿me equivoco? Por otro lado, juraría que estas rocas son metamórficas y no ígneas... Bien, pequeño Orfeo, salgamos de aquí antes de que consiga que lo conviertan en algo. Sugiero que...
(Y yo pienso: Oh, no...)
—Madre de Dios. Un arma como las de los bardos. ¿Cómo demonios es posible que esto haya llegado a sus toscas manos? ¿Acaso la encontró usted, o fue al contrario? En fin, sea como fuere, si hay algo que no soporto es a los objetos que hablan. ¡¡Silencio!!
Y se calló la boca. La daga no dijo una puñetera palabra más. Pero la estatua pequeña de la rana que tenía en la oreja ya no era de oro y se había sentado encima de mi hombro y parecía como un gato o un mono y hablaba con una voz que me sonaba un poco...
—¿Familiar? —dijo—. Eso es total y absolutamente cierto.
—¡Oh, no! ¡Menuda mierda!
Una búsqueda abandonada... el olor de la sal y el óxido. Aquí reina la oscuridad, estoy enterrado bajo la estructura como un desecho, deambulando entre la luz y las sombras junto al sonido del mar...
Despierto lentamente, todavía inmerso en los toscos pensamientos del bárbaro, con mis propios pensamientos enredados. Una luz tenue se cuela por los bordes de los postigos y penetra en este espacio amplio y revuelto, dibujando los muebles cubiertos y alimentando mi conciencia, que lucha, como un brote naciente pelea por abrirse paso entre el barro.
Las sábanas, blancas y frías, se enredan en mi cuerpo como cuerdas, que intento acomodar lentamente para sentirme más cómodo. Pero no puedo. Estoy atrapado, atado; el pánico me invade en un instante y, de pronto, estoy despierto, frío, empapado en sudor y sentado en la cama, frotándome la cara y mirando a mi alrededor en esta estancia lóbrega y callada.
Abro los postigos. Unos diez metros más abajo, el mar emerge de entre las rocas. Dejo la puerta del baño abierta, para poder escuchar su suave murmullo mientras estoy en la bañera.
Desayuno en un bar modesto que hay cerca de aquí. Los camareros caminan a trompicones entre mesas muy juntas con largos manteles blancos. Las gaviotas graznan y vuelan en círculo alrededor del edificio, donde están tirando sobras desde la cocina. Las alas de los pájaros brillan a la luz del día, y los delantales de los camareros chocan contra las mesas y las golpean. Llego al bar desde la habitación 306, donde he acudido para comprobar si tenía correo. Nada. Las láminas de metal de los talleres inferiores chirriaban debajo de mí.
Alargo al máximo mi última taza de café.
Me paseo de un lado al otro del puente. Muchos de los pesqueros ahora tienen dos dirigibles. Algunos de los globos deben de estar anclados directamente en el fondo del mar; unas boyas de color anaranjado marcan el lugar donde sus cables se encuentran con las olas.
Me tomo un bocadillo y una taza de té aguado para comer, sentado en un banco al aire libre. El tiempo cambia y empieza a hacer frío mientras el cielo se cubre de un gris espeso. Cuando llegué aquí, empezaba la primavera y ahora el verano casi ha terminado. Me lavo las manos en un baño público de una estación y tomo un tranvía (para obreros) hasta la sección donde debería estar la biblioteca perdida. Busco y sigo buscando, me subo en todos los ascensores y recorro todos los pasillos, pero no encuentro el dichoso ascensor en forma de «L» que estoy buscando, ni al viejo ascensorista. Mis pesquisas encuentran respuestas vacías.
La superficie del mar es ahora gris como el cielo. Los dirigibles tiran de los cables, impulsados por el viento. Me duelen las piernas de tantas escaleras que he subido. La lluvia golpea los cristales sucios de los altos pasillos. Me siento, intentando recobrar fuerzas.
Bajo la cumbre del puente, en un pasillo oscuro y con goteras, me encuentro con un gran charco lleno de bolas blancas pequeñas, justo bajo una claraboya rota. Las bolas no son lisas, tienen la superficie cubierta de pequeños hoyos y parecen muy duras. Mientras estoy mirando, otra bola cae volando desde la claraboya al suelo del pasillo. Arrastro una vieja silla cuya tapicería ha sido devorada por las polillas, la coloco bajo la claraboya y me subo encima, sacando la cabeza por el cristal roto.
A lo lejos, veo a un anciano alto de pelo blanco. Lleva unos pantalones de cuadros, un suéter y una gorra. Balancea un palo frente a un objeto pequeño que tiene delante de los pies. Una pelota blanca sale volando por los aires, directa hacia mí.
—¡Bola! —grita el hombre (a mí, creo). La bola rebota cerca de la claraboya. El anciano se quita la gorra y, con los brazos en jarras, me mira. Me bajo de la silla y veo una escalera en un hueco, que lleva arriba. Cuando subo, no hay ni rastro del anciano. Aunque sí hay un pesquero de arrastre, rodeado de operarios y patrones. Está bajo una torre de radio estropeada, con los dirigibles desinflados colgando de las vigas más cercanas, como unas alas rotas. Está lloviendo con fuerza y las gotas aporrean furiosamente los chubasqueros de los trabajadores.
A media tarde, tengo los pies tremendamente cansados y el estómago me ruge con furia. Compro otro bocadillo y me lo como en el tranvía. Hay un monótono trecho de escaleras en espiral hasta la vieja vivienda de los Arrol. Cuando por fin llego, me duelen las piernas. Me siento como un ladrón en el desértico pasillo. Sostengo la llave del apartamento frente a mí como si fuera una pequeña daga.