El sitio es frío y oscuro. Enciendo algunas luces. Las olas grises rompen en blanco en el exterior, y el olor a salitre penetra en las frías estancias que ahora ocupo. Cierro las ventanas que he dejado abiertas por la mañana y me tumbo en la cama, solo un momento, pero caigo dormido. Regreso al páramo donde trenes imposibles me atrapan en túneles estrechos. Veo al bárbaro que recorre un infierno de dolor y tormento; yo no soy él, estoy encadenado a una de las paredes, gritándole... Él corre, arrastrando la espada. Vuelvo al puente de hierro macizo que gira hasta la eternidad en el círculo atravesado por el río. Corro y corro bajo la lluvia hasta que me duelen las piernas...
Me despierto de nuevo, empapado, pero en sudor, que no en agua de lluvia. Siento calambres en las piernas. Están tensas y agotadas. Suena un timbre, vuelve a sonar, y me doy cuenta de que llaman a la puerta.
—¿Señor Orr? ¿John?
Me levanto de la cama y me arreglo un poco el pelo. Abberlaine Arrol está en el umbral de la puerta, con un largo abrigo oscuro, sonriendo como una colegiala traviesa.
—Hola, Abberlaine. Pasa.
—¿Cómo estás, John? —Entra en el apartamento, mirando la estancia iluminada y volviendo la cabeza de nuevo hacia mí—. ¿Todo bien por aquí?
—Sí, muchas gracias. ¿Puedo ofrecerte una de vuestras sillas?
—Puedes ofrecerme una copa de nuestros vinos —responde riendo. Efectúa un grácil movimiento sobre un pie y hace volar su abrigo, enviándome un fuerte aroma de perfume almizclado y alcohol. Le brillan los ojos. Me señala un cofre medio cubierto por una sábana.
—Ahí. Yo iré por unas copas. —Se dirige a la cocina.
—Anoche te fuiste de repente —le comento mientras abro el cofre, que contiene botelleros con vinos y licores de todo tipo. Oigo un tintineo procedente de la cocina.
—¿Qué dices? —pregunta, acercándose con dos copas y un sacacorchos.
Escojo un vino más bien joven y de buen color.
—Estaba echando un vistazo a este lugar y, cuando volví aquí, te habías marchado. —Me alcanza el sacacorchos, con una expresión ciertamente sorprendida.
—¿Eso hice? —dice vagamente, levantando las cejas—, madre mía. —Sonríe, se encoge de hombros, se deja caer en un sofá. Todavía lleva el abrigo, pero deja entrever sus piernas envueltas en medias negras, sus tacones altos y un toque rojo en el cuello y en las piernas—. Vengo de una fiesta.
—¿En serio? —Abro el vino.
—Sí... ¿Quieres ver mi modelito?
—¿Por qué no?
Se pone de pie, extendiéndome las copas. Se desabrocha el largo abrigo negro y empieza a quitárselo lentamente desde los hombros, dejándolo caer con una pirueta en una silla.
Lleva un vestido de satén rojo brillante, que termina a la altura de las rodillas, pero con un corte que deja ver todo el muslo. Cuando se da una vuelta, veo un tramo de piel blanca entre el final de sus medias negras y el encaje negro de encima. El vestido va atado con un lazo, apenas visible, al cuello, y deja los hombros y los brazos descubiertos. El busto no lleva refuerzo.
Abberlaine Arrol está de pie frente a mí, con los brazos en jarras, mirándome. La oscuridad dibuja su silueta en la oscuridad de la tarde. Su rostro, impecablemente maquillado, me mira con aire divertido; estamos compartiendo algo. De pronto, se vuelve y escarba en los bolsillos de su abrigo, sacando lo que primero pienso que son otras medias, pero resultan ser unos guantes a juego. Se los pone lentamente; le llegan casi a los hombros. Sonríe profundamente y da otra vuelta sobre sí misma.
—¿Qué te parece?
—Que no era una fiesta formal —afirmo, mientras sirvo el vino.
—Era una especie de fiesta de disfraces, ¿sabes? Yo voy de mujer suelta, pero bien ceñida. —Se cubre la boca con la mano mientras ríe y hace una reverencia para coger su copa.
—Estás impresionante, Abberlaine —le digo, muy serio (otra reverencia). Ella suspira y se pasa una mano por el pelo, se vuelve y empieza a caminar lentamente, con pasos calculados, dando golpecitos a un armario alto, de madera oscura, acariciando su superficie con los guantes. Bebe un trago de vino. La miro mientras se mueve entre los muebles tapados y destapados de la estancia, abriendo puertas, mirando en cajones, levantando esquinas de sábanas, dibujando líneas con los dedos sobre cristales polvorientos, sin dejar de tomarse el vino a pequeños sorbos. Por un momento, me siento olvidado, pero no insultado.
—Espero que no te importe que haya venido —me dice, mientras sopla para quitar el polvo a la pantalla de una lámpara.
—Por supuesto que no. Me he alegrado mucho de verte.
Se vuelve hacia mí, de nuevo con esa sonrisa. Entonces mira hacia el mar grisáceo y las nubes de tormenta del exterior, y se estremece, sin soltar la copa en ningún momento. Toma otro sorbo, con su curioso estilo, como si fuera una niña haciendo algo malo a escondidas.
—Tengo frío. —Se vuelve a mirarme, con unos ojos casi afligidos—. ¿Puedes cerrar los postigos? Parece que hace frío fuera. Encenderé el fuego, ¿te parece?
—Claro. —Dejo mi copa y me dirijo a los postigos para cerrar los grandes paneles de madera al exterior oscuro. Abberlaine convence a una vieja estufa de gas para encenderse, tras lo que se agacha para acercar sus manos a la fuente de calor. Me siento en una silla, cerca de ella, y observo cómo mira las llamas del fuego que silba.
Al cabo de un rato, parece despertarse de un sueño, y pregunta, sin dejar de mirar el fuego:
—¿Has dormido bien?
—Sí, gracias. He estado muy cómodo. —Ella ha dejado la copa sobre la estufa; la levanta, bebe. Sus medias son de rejilla, con «X» pequeñas dentro de «X» grandes, letras intrincadas en tela transparente, amoldada a sus piernas en patrones de tensión curvada; tensos e iluminados por la blanca piel que aparece debajo, relajados y más oscuros en las curvas de las piernas, formando un conjunto de gramática entramada con las «X» mayúsculas y minúsculas sobre su pálida tez femenina.
—Me alegro —responde suavemente. Asiente lentamente, fascinada por el fuego, con las llamas anaranjadas reflejándose en su vestido de color rubí—. Me alegro —repite.
El calor calienta su piel; el aroma de su perfume se adueña despacio del aire que hay entre nosotros. Respira profundamente y espira, sin dejar de contemplar el fuego.
Termino mi copa, cojo la botella y me siento junto a ella, para llenar de nuevo su copa y la mía. Su perfume es dulce y fuerte. Ella se desliza para sentarse en el suelo, con las piernas a un lado, apoyada sobre un brazo detrás de su cuerpo. Me mira mientras lleno las copas. Dejo la botella, la miro a la cara; tiene una pequeña mancha de carmín en la comisura de sus labios. Me mira mientras la miro, y arquea ligeramente una ceja. Le digo:
—Tu pintalabios...
Saco el pañuelo que me había bordado de un bolsillo. Ella se inclina hacia mí para permitirme limpiarle la mancha roja de carmín. Siento su respiración sobre mis dedos mientras toco su boca con el trozo de tela.
—Aquí.
—Lo siento —dice—. He dejado huella en algunos cuellos. —Su voz es suave y débil, casi un susurro.
—Vaya —respondo, fingiendo desaprobación y negando con la cabeza—. Yo no iría por ahí besando cuellos.
—¿No? —pregunta, negando con la cabeza.
—No. —Me acerco para rozar su copa llena con la mía.
—¿Y entonces? —Su voz no se apaga, sino que adopta un nuevo tono, conspirativo, seguro, casi irónico. Es una invitación suficiente; no me he lanzado sobre ella.
La beso, lentamente, mirando sus ojos (y ella me devuelve el beso, lentamente, mirando los míos). El sabor de su boca es una mezcla de vino, de algo salado, y con una nota de cigarrillo. La aprieto ligeramente contra mi cuerpo, y pongo una mano en su cintura, sintiendo su calor a través del suave satén rojo; el fuego crepita detrás de mí y calienta mi espalda. Muevo mi boca lentamente sobre la suya, probando sus labios y sus dientes; su lengua se encuentra con la mía. Se mueve, inclinándose por un momento hacia un lado; pienso que va a apartarse, pero solo está buscando un lugar donde dejar su copa; entonces apoya sus manos sobre mis hombros y cierra los ojos. Su respiración se acelera levemente contra mi mejilla, y yo la beso con más fuerza, abandonando mi copa sobre el brazo de una silla.