Su cabello es suave y huele a ese perfume almizclado, su cintura es aún más estrecha de lo que parecía, y sus pechos se mueven bajo el vestido rojo, cubiertos, pero no prisioneros, por algo que lleva bajo el satén. Sus medias son suaves al tacto, sus muslos están calientes; me abraza, me aprieta y me aparta, toma mi cabeza con sus manos y me mira a los ojos, con destellos en los suyos. Sus pezones forman pequeñas protuberancias bajo el vestido. Su boca está húmeda, manchada de rojo. Sonríe, traga, respira fuerte.
—No pensaba que serías tan... apasionado, John —dice, con la respiración entrecortada.
—No pensaba que podría engañarte tan fácilmente.
—Aquí, aquí. En la cama no, hará frío. Aquí.
—¿Hay algo que tengas que hacer primero?
—¿Qué? Ah, no, no. Solo... Oh, vamos, Orr, quítate la chaqueta... ¿o me tengo que dejar esto puesto?
—Bueno, ¿y por qué no?
El cuerpo de Abberlaine Arrol está envuelto en negro, tallado y dibujado por sedas de obsidiana. Sus medias se unen a una especie de corsé con unas ligas; otro patrón de letras «X» forma una franja voladiza desde el pubis hasta donde un sujetador negro de seda fina, casi tan transparente como las medias, abraza sus pechos firmes y perfectos; me enseña cómo desabrocharlo por la parte frontal. Sus braguitas short —gasa negra sobre vello negro— siguen en su sitio, pero son lo suficientemente anchas. Nos sentamos juntos y nos besamos suavemente, sin movernos todavía después de haberla penetrado; ella está a horcajadas sobre mí, rodea mi cuerpo con sus piernas y con las manos me sujeta los hombros. Sigue llevando las medias y los guantes.
—Tus heridas... —susurra (yo apenas llevo ropa) acariciando la zona donde me pegaron con una suavidad adormecedora que me pone el vello de punta.
—No te preocupes —respondo, besándole los pechos (sus pezones son de un color muy oscuro, gruesos y con pequeñas hendiduras y arrugas en las cimas; las areolas son suaves y redondas)—. Olvídalas.
Me inclino hacia atrás, tumbándome sobre mi ropa apilada y su vestido rojo.
Bajo ella, me muevo lentamente, sin dejar de mirar su silueta dibujada al contraluz de las llamas de la estufa. Abberlaine está suspendida en el aire encima de mí, cabalgando, con sus manos en mi pecho, la cabeza gacha, y el sujetador desabrochado balanceándose al compás de su melena negra.
Todo su cuerpo está encerrado en la lencería, una trampa absurda que no podría hacerla más deseable. Una fuerza estremecedora emana desde dentro de su cuerpo, sus huesos, su carne y su mente, que forman todo lo que ella es. Pienso en las mujeres de la torre del bárbaro.
«X», un patrón dentro de otro, que cubren sus piernas, como nosotros, uno dentro de otro. El lazo en zigzag de sus braguitas, la cinta de seda enlazada que cruza su cuerpo; las tiras y las líneas, los brazos envainados como las propias piernas... todo un lenguaje, una arquitectura. Voladizos y tubos, lazos de suspensión, las líneas oscuras del liguero que cruzan sus muslos curvados hacia la cima más oscura de su cuerpo. Una obra de ingeniería en seda negra, que oculta y realza la mayor de las suavidades desde su propio interior.
Abberlaine grita, arquea la espalda, con la cabeza gacha y el cabello cayéndole por los hombros, se mueve hacia atrás, con los brazos extendidos en «V» detrás de ella. La levanto, consciente de pronto de mi presencia dentro de ella, una estructura de materiales oscuros, y mientras estoy sosteniendo su cuerpo, tomo conciencia del puente que tenemos encima, que se alza en la oscuridad del crepúsculo con sus patrones de «X» entrelazadas, sus piernas y sus pies, sus articulaciones, su carácter y su presencia, y su vida; encima de nosotros, encima de mí, y presiona hacia abajo. Lucho por sostener todo ese peso (ella se arquea más, grita más), se agarra a mis tobillos con las manos, y luego se corre, gimiendo como una estructura que se desmorona, con mi propia invasión dentro de su cuerpo (un miembro estructural, en realidad) que se mueve a su propio ritmo.
Abberlaine se desploma sobre mí, jadeando, relajada. Siento su respiración fuerte y el aroma almizclado de su cabello.
Me duele todo. Estoy exhausto. Me siento como si me acabase de follar al puente.
Me quedo dentro de ella, quieto, pero sin retirarme. Al cabo de un rato, ella me aprieta con fuerza desde su interior. Suficiente. Empezamos a movernos de nuevo, lentamente, suavemente.
Más tarde, en la cama, que estaba fría pero se calentó rápido, recojo con cuidado todas las prendas de seda negra (parte de su efecto, decidimos, es delinear líneas exactas para un programa concentrado de caricias). Este último acto es el más largo y contiene, como en las mejores obras, muchos movimientos distintos y cambios de tempo. En el clímax me estremezco, pero por ser más aterrador que placentero.
Ella está debajo de mí. Sus brazos me rodean los costados y la espalda, y sus piernas me aprisionan.
Mi orgasmo no es nada; un pormenor glandular, una señal irrelevante. Grito, pero no de placer, ni siquiera de dolor. El cautiverio físico, la presión, la acción de ser contenido como si fuera un cuerpo que hay que vestir, tapar, atar y envolver, tumbado y estático, me produce una sensación angustiosa: un recuerdo. Antiguo y nuevo, lívido y podrido a la vez; la esperanza y el temor de liberación y captura de animal y máquina, y estructuras entramadas; un principio y un fin.
Atrapado. Molido. Como una muerte fingida y una liberación. Esta mujer me tiene enjaulado.
—Tengo que irme —dice mientras me extiende la mano cuando vuelve con su ropa. Se la tomo, la aprieto—. Ojalá pudiera quedarme —añade con expresión triste mientras sostiene sus prendas contra su pálido cuerpo.
—No pasa nada.
Su familia la espera. Se viste, silbando, despreocupada. Una sirena de barco suena a lo lejos. Tras los postigos cerrados, reina la oscuridad de la tarde.
Un viaje rápido al baño; encuentra un peine que me muestra con expresión triunfante. Su cabello está terriblemente enredado, y se sienta pacientemente en el borde de la cama, con el abrigo puesto, mientras la peino con cuidado para deshacer los enredos. Busca en un bolsillo y saca una caja de cerillas y una cajetilla de cigarrillos finos. Arruga la nariz.
—Huele a sexo por todas partes —anuncia, mientras extrae un cigarrillo.
—No es verdad, ¿no?
Se vuelve para mirarme, extendiéndome el paquete de tabaco. Niego con la cabeza.
—Mmm... mala conducta —sentencia, encendiendo un cigarrillo.
La peino lentamente mientras ella espira aros de humo, letras «O» de color gris que ascienden hasta el techo. Apoya su mano contra la mía y la mueve conmigo mientras desenmaraño su melena. Suspira.
Me da un beso antes de marcharse, con la cara lavada, y el aliento fresco de humo gris.
—Me quedaría si pudiese —afirma.
—No te preocupes. Ya has estado un rato. —Me gustaría decir más, pero no puedo. Aún me acompaña el terror de estar atrapado y molido, como un profundo eco en mi interior que sigue resonando. Me besa.
Cuando se ha marchado, me tumbo durante un rato en la gran cama, que se enfría por momentos, escuchando las sirenas de los barcos. Una de ellas suena muy cerca; tal vez no me deje dormir en toda la noche, a menos que la niebla se disipe. Queda una ínfima nota de humo en el aire. En el techo, los descoloridos anillos del yeso parecen aros de humo que Abberlaine Arrol ha impreso con su cigarrillo. Respiro profundamente, intentando captar la última huella de su perfume. Tiene razón; la habitación huele a sexo. Tengo hambre y sed. Aún no es hora de cenar. Me levanto y tomo un baño, y me visto lentamente, con una agradable sensación de cansancio. Estoy apagando las luces, con la puerta delantera ya abierta, cuando veo un resplandor procedente de una entrada que hay al otro lado de la desordenada estancia. Cierro la puerta y voy a investigar.