Es una vieja biblioteca, con las estanterías desnudas. En una esquina, hay un monitor de televisión encendido. El corazón me da un vuelco, pero me doy cuenta de que la imagen no es la de siempre. La pantalla está en blanco, es un vacío texturizado; me dispongo a apagarla pero, antes de poder hacerlo, algo negro oscurece la imagen, y luego se aleja. Es una mano. La imagen se mueve y después se centra en el hombre postrado en la cama. Una mujer se aparta de la cámara y se sienta en el borde de la pantalla. Saca un cepillo y se lo pasa lentamente por el pelo, mirándose en un punto invisible, que debe de ser un espejo en la pared. La visión del hombre de la cama se ha alterado ligeramente; una silla está colocada en otro lugar, y la cama no está tan impecable como antes.
Al cabo de un rato, la mujer deja el cepillo, se inclina hacia delante, con una mano en la frente, y vuelve a echarse hacia atrás. Coge el cepillo y se marcha, pasa por delante de la cámara y oscurece toda la imagen. No puedo verle bien la cara.
Tengo la boca seca. La mujer reaparece a un lado de la cama, con un abrigo largo y oscuro puesto. Mira durante unos segundos al hombre, se inclina y lo besa en la frente, a la vez que se aparta el cabello de la cara. Coge un bolso del suelo y se marcha. Apago el televisor.
Hay un teléfono colgado en la pared de la cocina. Emite los mismos tonos irregulares, tal vez algo más rápidos que antes.
Salgo del apartamento y tomo un ascensor a la plataforma del tren.
Hay mucha niebla; las luces forman conos amarillos y anaranjados entre el espeso vapor. Pasan trenes y tranvías con sus silbidos y traqueteos. Deambulo por la pasarela del lado exterior del puente, con la mano apoyada en la barandilla. La niebla flota entre las vigas y las sirenas de los barcos aúllan desde el mar escondido.
Me cruzo con varias personas, la mayoría trabajadores ferroviarios. Huelo el vapor entre la niebla, el humo del carbón y las bocanadas de gasóleo. En una nave de operarios, varios hombres uniformados están sentados en torno a unas mesas redondas, leen periódicos, juegan a las cartas y beben de grandes jarras. Sigo caminando. El puente se estremece bajo mis pies y un ruido metálico estrepitoso suena en algún lugar frente a mí. El fuerte sonido resuena por el puente y rebota desde la arquitectura secundaria a través del aire cargado de niebla. Camino entre un silencio denso y oigo las sirenas sonar, una tras otra. Los trenes cercanos aminoran la marcha y se detienen. Arriba, las sirenas y las bocinas luchan por hacerse notar.
Avanzo por el eje del puente, a través de la niebla. Vuelven a dolerme las piernas y mi pecho palpita sin muchas ganas, como por simpatía. Pienso en Abberlaine; su recuerdo debería hacer que me sintiera mejor, pero no es así. Estaba en un lugar embrujado; los fantasmas de aquel ruido mecánico y la imagen casi inalterable estuvieron allí todo el tiempo, a pocos pasos de distancia, a un interruptor de distancia, posiblemente desde el momento en que la besé por primera vez, e incluso cuando sus cuatro extremidades me apresaron y grité de terror.
Ahora los trenes permanecen en silencio. No ha pasado ninguno en ninguna dirección en varios minutos. Las bocinas y los silbatos siguen compitiendo con las sirenas de los barcos.
Sí, muy dulce y agradable en realidad, y me encantaría entretenerme en ese recuerdo reciente, pero algo en mí no me lo permite. Intento recrear su olor y sentir su calor en mi cuerpo, pero lo único que viene a mi cabeza es esa mujer mientras se cepilla el pelo lentamente, se mira en un espejo invisible, cepillando, cepillando. Intento recordar el aspecto de la habitación, pero solo la veo en blanco y negro, desde un rincón; una cama y un hombre tumbado sobre ella.
Un tren se acerca a través de la niebla, emitiendo destellos, y se acerca hacia el sonido de las sirenas.
Y a partir de ahora, ¿qué? Pues más, mucho más, de lo mismo, me dice la parte recién saciada de mi mente; días y noches de lo mismo, semanas y meses de lo mismo. Por favor. Pero, en realidad, ¿qué? ¿Qué otra distracción, además de las bibliotecas perdidas, las misiones aéreas incomprensibles y los sueños inventados?
Sea como fuere, no veo que nada bueno pueda salir de todo esto.
Sigo caminando entre vapores, hacia sonidos de sirenas y gritos, hacia el crepitar de unas hogueras de una plataforma.
Primero veo las llamas, que se yerguen entre la niebla como mástiles temblorosos. El humo se alza como una sombra sólida entre las nubes de vapor. La gente grita, las luces parpadean. Algunos trabajadores ferroviarios pasan por delante de mí, corriendo hacia el lugar de los hechos. Entonces veo la parte trasera del tren que ha pasado hace unos minutos; es un convoy de emergencias, cargado de grúas y mangueras y ambulancias. Avanza lentamente sobre la vía, desaparece tras otro tren, este de mercancías, que se encuentra dos vías más cerca de donde yo estoy; los primeros vagones siguen sobre los raíles, pero los tres siguientes han descarrilado, y sus ruedas se apoyan sobre los canales metálicos del eje de los raíles, bien aprisionados, como los diseñadores del puente tenían bien previsto. El vagón posterior a estos tres está en posición diagonal sobre la vía, con los ejes a horcajadas sobre los raíles. Tras él, cada uno de los siguientes vagones se encuentra en peor estado que el anterior. Las llamas siguen levantándose; me encuentro cerca de su origen, siento el calor que me golpea la cara a través de la niebla. Me pregunto si debería retroceder sobre mis pasos; posiblemente no sea bienvenido aquí. No podría asegurarlo por la niebla, pero creo que estoy cerca del final de esta sección, donde el puente se estrecha como un reloj de arena en uno de sus lados, hacia el puente dentro del puente que une una sección con la siguiente.
Aquí, los vagones están desparramados donde la red central que interconecta las vías se dirige hacia el cuello del enlace con la siguiente sección, a la que acceden muy pocas líneas. El calor de este lado del tren descarrilado es terrible; grandes chorros de agua propulsados desde el tren de emergencias forman un arco sobre los vagones de mercancías que están ardiendo, siseando sobre sus maderas chamuscadas y sus armazones metálicos. Bomberos y trabajadores ferroviarios corren de un sitio a otro, mientras otros desenrollan mangueras y las conectan a las bocas de incendios. Las llamas se enroscan y tiemblan, el fuego se queja cuando el agua lo golpea. Sigo caminando, pero acelero el ritmo para escapar del calor de las llamas. El agua corre por los canales de drenaje de la plataforma y se evapora al reunirse con el sofocante calor del fuego; su vapor se añade a la niebla y a la cortina ascendente de humo negro. Algo ha prendido cerca del tren que arde y empieza a lanzar chispas a la caldera de vagones en llamas.
No puedo evitar taparme los oídos cuando paso junto a una de las sirenas que ululan entre la niebla desde uno de los laterales de la vía. Más trabajadores ferroviarios se dispersan a mi alrededor, gritando. El fuego se encuentra ahora a mi espalda, ruge entre las vigas. Al frente, el tren estrellado está tumbado, destrozado y volcado, tirado sobre las vías como si hubiera caído del cielo, como una serpiente muerta, con el armazón de sus vagones quemados a modo de costillas.
Más allá hay otro tren, más largo y con vagones de ventanillas mucho mayores que las del tren de mercancías, de las que emerge un enjambre de hombres. El morro del tren está enterrado en la locomotora aún sólida del convoy. Veo cómo ayudan a la gente a salir de entre los escombros. Hay camillas junto a la vía y el sonido de las sirenas de emergencias borra el de las sirenas de los barcos que hay más abajo. La energía colosal de esta escena desesperada me obliga a detenerme a contemplar el operativo de rescate. Del tren de pasajeros no dejan de sacar a gente ensangrentada y asustada. Se oye una explosión en los escombros que tengo detrás; los hombres corren hacia esta nueva catástrofe. Los heridos son evacuados en camillas.