—¡Eh! ¡Usted! —me grita uno de los hombres. Está arrodillado junto a una camilla y sostiene el brazo ensangrentado de una mujer mientras otro hombre le practica un torniquete—. ¡Échenos una mano! ¡Ayude a transportar una camilla!
Hay diez o doce camillas a un lado de la vía. Los hombres se las van llevando a toda prisa, pero aún hay personas que esperan su turno. Paso por encima de los raíles, desde la pasarela al andén, me acerco a la hilera de camillas y ayudo a un trabajador ferroviario a transportar una. La llevamos al tren de emergencias, donde los camilleros se encargan de ella.
Se oye otra explosión, procedente del convoy de mercancías. Cuando regresamos con el siguiente herido, el tren de emergencias ha retrocedido sobre la vía para alejarse del peligro de las explosiones. Debemos transportar la camilla, con un hombre herido y lleno de sangre, a doscientos metros del convoy de mercancías, donde los camilleros nos relevan. Corremos de nuevo hacia el tren de pasajeros.
El siguiente herido podría estar muerto. En cuanto lo levantamos, vierte un gran chorro de sangre. Nos dirigimos a un oficial ferroviario, que nos ordena llevarlo a otro tren, que no es el de emergencias, sino uno que se encuentra algo más lejos, en la dirección opuesta.
Es un expreso, que viaja con retraso debido al choque de los otros dos trenes, y se encarga de transportar a algunas de las víctimas al hospital más cercano. Subimos la camilla a bordo. En lo que parece el vagón comedor de un tren de primera clase, un médico examina a las víctimas una a una. Dejamos a nuestro herido sobre el mantel blanco de una mesa, que queda salpicado de sangre, y el médico se acerca a nosotros. Presiona el cuello del hombre, sin soltarlo; ni siquiera me había percatado de que la sangre brotaba de ahí. El médico, un hombre joven, me mira. Parece asustado.
—Aguante aquí —me pide, y tengo que poner la mano en el cuello del hombre mientras el doctor se marcha unos minutos. Mi compañero de transporte de camillas sale corriendo. Me quedo solo, mientras sostengo el pulso débil del herido tumbado sobre el mantel blanco y su sangre fluye entre mis dedos. Intento relajarme y hacer la tarea encomendada lo mejor que puedo. Sujeto, presiono y miro el rostro del hombre, pálido por la pérdida de sangre, inconsciente pero sufriendo, libre de cualquier máscara con la que hubiera decidido presentarse al mundo, reducido a alguien patético y animal en su agonía.
—Bien, muchas gracias. —El doctor regresa con una enfermera; traen vendajes, un gotero, sueros y agujas. Se encargan del herido.
Me marcho, caminando entre los quejidos de los supervivientes. Voy a parar a un vagón de pasajeros, desierto y oscuro. Me mareo y decido sentarme un momento, pero, cuando me levanto, solo puedo llegar dando tumbos al aseo del final del vagón. Me siento allí, con un terrible martilleo en la cabeza y dolor en los ojos. Me lavo las manos mientras espero que mi corazón se adapte a las exigencias que mi cuerpo le impone. Cuando me siento preparado para levantarme de nuevo, el tren empieza a moverse.
Regreso al vagón comedor mientras el vehículo aminora la marcha; enfermeras y auxiliares del hospital se agolpan en torno a las camillas. Me piden que salga de en medio; tres enfermeras y dos auxiliares se llevan una camilla hacia la puerta más cercana; es una mujer herida que se ha puesto de parto. Tengo que volver rápidamente al aseo.
Y allí tomo asiento y me pongo a pensar.
Nadie viene a molestarme. En todo el tren reina la tranquilidad. Hay un par de sacudidas, y se oyen gritos a través de las ventanillas traslúcidas, pero el interior está en absoluto silencio. Vuelvo al vagón comedor, pero es totalmente distinto; fresco, limpio y con un agradable olor. Se van las luces. Las mesas blancas adoptan un aspecto fantasmagórico bajo la luz que desprende el puente desde fuera, aún envuelta en niebla.
¿Debería apearme ahora? El buen doctor así lo querría, lo mismo que Brooke, y también (espero) Abberlaine Arrol.
Pero ¿para qué? Lo único que hago es jugar. Juego con el doctor, juego con Brooke, con el puente, con Abberlaine. Son buenos juegos, especialmente con ella, excepto por ese resuello de terror...
Entonces, ¿me marcho? Podría hacerlo, ¿por qué no?
Aquí estoy, en algo convertido en lugar, en un enlace convertido en ubicación, en unos medios convertidos en fin, y en un recorrido convertido en destino... y dentro de este largo símbolo fálico articulado y a medio camino entre las extremidades de nuestro gran icono de acero. Qué tentación la de quedarme aquí y marcharme, viajar como un hombre valiente que deja a la mujer en casa. El lugar y la cosa, y la cosa y el lugar. ¿Realmente es tan sencillo? ¿Una mujer es un lugar y un hombre es solo una cosa?
Dios mío, joven caballero, ¡por supuesto que no! Qué idea tan absurda. Todo es mucho más civilizado...
De todas formas, solo por parecerme algo tan ofensivo, sospecho que tiene que haber algo más. Así que, ¿qué represento yo aquí, sentado dentro del tren, dentro de este gran símbolo? Buena pregunta, me digo a mí mismo. Buena pregunta. Entonces, el tren empieza a moverse de nuevo.
Me siento en una mesa, contemplando la fila de vagones a un lado; vamos aumentando progresivamente la velocidad, dejando atrás al tren contiguo. Reducimos la marcha de nuevo, y observo la escena donde tuvo lugar el accidente. Restos de vagones del convoy de mercancías se extienden a uno de los lados de la vía, raíles retorcidos sobresalen de la plataforma rayada como alambres doblados, y escombros carbonizados humean entre los arcos de luz que iluminan el puente. El tren de emergencias está detenido algo más lejos, con las luces encendidas. El vagón traquetea suavemente mientras el tren va ganando velocidad.
Las luces se cuelan a través de la niebla; salimos de la estación principal de la sección, sobrepasando otros trenes y tranvías locales, y las luces de las calles y sus edificios. Seguimos ganando velocidad. Rápidamente, el entorno se oscurece cuando nos acercamos al final de la sección. Contemplo las luces durante un momento más, y después me acerco al final del vagón, donde está la puerta. Abro la ventanilla y miro hacia fuera, en la niebla, que se rasga en la ventana formando un patrón marcado por la estructura del puente que ahora no se ve, representando el veloz avance del tren en función del grosor de las barras de las vigas y de los edificios voladizos que hay junto a las vías. Las luces de los últimos edificios desaparecen; y yo aflojo mi brazalete identificador de la clínica, tiro suavemente de él, lo lamo para despegarlo y finalmente lo arranco sin piedad, provocándome un corte.
Atravesamos el enlace a la sección siguiente. Todavía bien, dentro de lo que me permite el alcance de mi brazalete, claro. Un pequeño círculo de plástico con mi nombre plasmado. Mi muñeca se ve rara sin él, después de todo este tiempo. Desnuda.
Lo lanzo por la ventanilla, entre la niebla; se pierde en el mismo instante en que abandona mi mano.
Cierro la ventanilla y vuelvo a sentarme para descansar. A ver hasta dónde llego.
Eoceno
¿... Está conectado el micrófono?
Ah, sí, aquí. Bien, bueno..., nada que temer, no me siento confuso en absoluto, en serio. Todo está bien, maravilloso, todo bajo control. Cojonudo, de verdad, en todos los sentidos. Sabía que todo estaba bien. Solo citaba al inmortal (¿cómo? vale, vale) perdón, al mortal Jimi Hendrix. De verdad. Bueno, ¿dónde estaba? Ah, sí.