Él se perdió el día de su graduación, ingresado en el Royal Infirmary, donde se recuperaba de una operación de apendicitis. Aun así, su padre y su madre fueron a la ceremonia, solo para escuchar cómo decían su nombre. Andrea los conoció y se llevaron bien enseguida. Incluso cuando sus padres y los de ella coincidieron, a él le sorprendió que charlasen como viejos amigos; entonces se avergonzó de haberse avergonzado de su propia familia.
Stewart Mackie conoció a Shona, la prima de Inverness, y se casaron durante el primer año de posgrado de Stewart. Él fue el padrino de la boda y Andrea la dama de honor. Ambos leyeron discursos en la fiesta de la boda; el de él era el mejor escrito, pero el de ella, el mejor pronunciado. Mientras hablaba, él se sentó a mirarla y fue cuando se dio cuenta de lo mucho que la quería y la admiraba. Incluso se sintió vagamente orgulloso de ella, aunque sentía que aquello no era correcto. Entre aplausos entusiasmados, ella tomó asiento. Él levantó su vaso y brindaron.
Unas semanas después, ella le dijo que estaba pensando en marcharse a París para estudiar ruso. De entrada, él pensó que era una broma. Él seguía buscando trabajo mientras jugaba con la idea de irse con ella (podría hacer un curso intensivo de francés y buscar trabajo por allí), pero justo entonces le ofrecieron un buen puesto en una empresa que diseñaba centrales eléctricas y no pudo rechazarlo. Tres años, le había dicho ella. Solo serán tres años. ¿Solo? Ella intentó contentarlo con la idea de pasar las vacaciones juntos en París, pero a él le resultaba difícil apoyarla en todo aquello.
De todas formas, él no tenía poder y ella estaba decidida.
Él no iría a despedirla al aeropuerto. En lugar de eso, salieron la noche anterior a cenar en Fife, cruzando el puente, en un pequeño restaurante costero de Culross. Fueron en el coche nuevo que él había comprado a crédito, un BMWpequeño que pagaba con su recién adquirida nueva fortuna de empleado. Fue una cena un tanto incómoda y él bebió demasiado vino; ella no lo probó porque volaba al día siguiente (le encantaba volar, siempre viajaba en ventanilla) y condujo de vuelta a casa. Él se quedó dormido en el coche.
Cuando se despertó, pensó que se encontraban de nuevo en el apartamento de Canonmills, o en su antiguo piso de Comely Bank, pero las luces rielaban a lo lejos, cruzando el agua oscura, frente a ellos. Antes de apagar ella los faros, él vio de refilón algo inmenso que se cernía sobre ellos, algo sólido, pero al aire libre.
—¿Qué demonios es esto? —preguntó, frotándose los ojos y mirando a su alrededor. Ella salió del coche.
—North Queensferry. Ven a ver el puente —le pidió, abrigándose con su chaqueta. Él la miró con cierta suspicacia; la noche era fría y lloviznaba—. Vamos —insistió—, te despejará la cabeza.
—Y una puta pistola también lo haría —refunfuñó mientras salía del coche.
Caminaron entre varios letreros de advertencia sobre objetos que caían del puente, y de información sobre la propiedad privada de más adelante, hasta que llegaron a un círculo de grava para dar la vuelta, unas viejas construcciones, una pequeña pendiente, rocas cubiertas de hierbas y musgo, y los soportes de granito del puente ferroviario. El contacto de la lluvia helada y el viento lo hizo estremecer. Alzó la mirada para contemplar las enormes vigas de la estructura que tenía encima. Las aguas del Firth of Forth se lanzaban contra las rocas, y las luces de las boyas parpadeaban sobre el gran río oscuro. Ella le tomó la mano. Siguiendo el río hacia arriba, estaba el puente-carretera, una gran telaraña de luces, un murmullo distante del tráfico que lo cruzaba.
—Me gusta este sitio —confesó ella abrazándolo, con el cuerpo tembloroso por el frío. Él no dejó de mirar la gran masa de acero que tenía encima, perdido en su oscura fuerza.
Solo podía pensar en los tres años que pasaría ella en otra ciudad.
—El puente de Tallahatchie se ha caído —dijo finalmente él, dirigiéndose más al viento gélido que a ella.
Ella lo miró y refugió su nariz en el presentable vestigio de fina barba que él se dejaba crecer desde hacía dos años.
—¿Cómo?
—El puente de Tallahatchie, de la canción Ode to Billy Joe, de Bobby Gentry, ¿recuerdas? Pues se ha caído —respondió él con una carcajada amarga.
—¿Ha habido heridos? —preguntó ella, rozando con sus labios la nuez de él.
—No lo sé —contestó él, repentinamente triste—. Ni siquiera se me ocurrió leerlo, solo he visto el titular.
Un tren pasó a toda velocidad sobre el puente y llenó la atmósfera nocturna de cientos de voces de otras personas que se dirigían a otros lugares. Él se preguntó si los pasajeros seguirían la vieja tradición de lanzar monedas desde los vagones para pedir fútiles deseos a las sordas aguas del gélido río Firth.
No se lo dijo, pero recordaba haber estado en ese mismo lugar hacía años, un verano. Un tío suyo que tenía coche los llevó a él y a sus padres a dar una vuelta por los Trossachs y luego hasta Perth. Y regresaron por ese camino. Fue antes de que inaugurasen el puente-carretera en 1964 (antes incluso de que empezasen a construirlo, creía), en un día festivo en que las colas del ferry eran kilométricas. Su tío bajó a aquel lugar con el coche, para enseñarles «uno de los monumentos más majestuosos de Escocia».
¿Qué edad tendría él? No lo sabía. Posiblemente unos cinco o seis años. Su padre lo llevaba sentado sobre los hombros; él había tocado con las manos el frío granito de los soportes del puente, y había extendido los brazos con todas sus fuerzas para tocar las vigas pintadas de rojo...
La cola de coches no había menguado cuando regresaron. Así, decidieron cruzar por el puente de Kincardine.
Andrea lo besó y lo despertó de sus recuerdos, lo abrazó muy fuerte, más fuerte de lo que él pensaba que ella podría hacerlo jamás, tan fuerte que casi respiraba con dificultad. Cuando lo soltó, volvieron al coche.
Ella condujo sobre el puente-carretera. Él miró por la ventanilla, contempló sobre las aguas oscuras el puente ferroviario bajo el que estaban unos minutos antes y observó la larga fila punteada de luces de un tren de pasajeros que cruzaba sobre el río, en dirección sur. Parecían series de puntos al final de una frase o al principio de otra; tres años. Puntos como un código Morse sin sentido, una señal compuesta por letras E, H, I y S. Las luces parpadeaban entre las vigas del puente; los cables del puente-carretera pasaban demasiado rápido como para interferir en la imagen.
Nada romántico, pensaba mientras contemplaba el tren. Recuerdo cuando los trenes eran máquinas de vapor. Yo solía acudir a la estación local y quedarme en el puente peatonal que cruzaba las vías para ver los trenes que llegaban, escupiendo humo y vapor. Cuando pasaban bajo el puente de madera, el humo explotaba contra las planchas de metal que protegían las vigas; una bocanada repentina que te cubría, durante lo que parecían unos segundos eternos, con una incertidumbre deliciosa, un mundo de misterio espiral que distorsionaba el ambiente.
Pero cerraron la línea, desmontaron las máquinas, derruyeron el puente peatonal y convirtieron la estación en una atractiva residencia con un agradable aire sureño y mucho terreno. Muy exclusiva. Eso lo decía prácticamente todo. Aunque lo hubieran hecho bien, se habían equivocado.
El tren se deslizó sobre el largo viaducto y desapareció para seguir su camino. Tal cual. Nada romántico. Nada de fuegos artificiales al esparcirse las cenizas, nada de colas de cometa anaranjadas que salían de la chimenea, ni tan siquiera una nube de vapor (intentaría escribir un poema a este respecto al día siguiente, pero no saldría nada satisfactorio y lo tiraría a la basura).