Выбрать главу

Cuando se marchaban, en las puertas del cementerio, se encontraron con Andrea, que salía de un taxi del aeropuerto, vestida de negro y con una pequeña maleta. Él no pudo pronunciar palabra.

Ella lo abrazó, habló con su padre y luego se acercó a explicarle que había intentado devolverle la llamada cuando se cortó la comunicación. Lo había intentado durante dos días, había mandado telegramas, había pedido a varias personas que se acercasen a su casa a buscarlo. Finalmente, había decidido acudir personalmente; telefoneó a Morag a Dunfermline en cuanto bajó del avión, y averiguó lo que había ocurrido y dónde se celebraba el funeral.

Lo único que pudo decir él fue «gracias». Se volvió hacia su padre y lo abrazó, y entonces lloró, empapó el cuello de su padre con más lágrimas de las que jamás pensó que sus ojos podrían albergar; lloró por su madre, por su padre, por él mismo.

Ella solo podía quedarse una noche; debía regresar para estudiar para unos exámenes. Los tres años se habían convertido en cuatro. ¿Por qué no iba él a París? Durmieron en camas separadas en casa de su padre, que pasó la noche entre el sonambulismo y las pesadillas, por lo que él había decidido dormir en la misma habitación, para despertarlo o procurar que no se hiciese daño.

La llevó en coche hasta Edimburgo, comieron allí con sus padres y la acercó al aeropuerto.

—¿Quién era tu amigo, el que respondió al teléfono en París? — le preguntó, aunque deseó haberse mordido la lengua.

—Gustave —se limitó a responder ella—. Te caería bien.

Él le deseó un feliz vuelo.

Observó cómo el avión despegaba hacia el cielo aguamarina de una gélida tarde de invierno; e incluso lo siguió con la mirada mientras viraba hacia el sur; se inclinó hacia delante al volante de su Porsche, contemplando a través del parabrisas el avión que se elevaba por el azul inmaculado del cielo despejado, y condujo tras él como si quisiera alcanzarlo.

Empezaba a emanar una estela de vapor cuando lo perdió de vista, centelleando y desapareciendo más allá de las Pentland Hills.

Se sintió remolcado por la edad. Durante un tiempo, leyó The Times, alternando con Morning Star. Miraba el logotipo del primero y pensaba que apenas podía parar las páginas del tiempo presente mientras pasaban, casi oía el crujido de las hojas que giraban; el futuro se convertía en presente, el presente en pasado. Una verdad tan banal, tan obvia y tan asumida que, de alguna forma, había conseguido ignorar hasta aquel momento. Se empezó a peinar de forma que no se notasen las entradas de su cabeza, que eran del tamaño de una moneda de dos peniques. Cambió a The Guardian.

A partir de entonces, dedicó más tiempo a hacer compañía a su padre. Muchos fines de semana iba a su nueva casa, un apartamento más pequeño, y regalaba los oídos del hombre con historias sobre el maravilloso mundo de la ingeniería en los setenta: tuberías y fibras de carbono, el láser, la radiografía, los productos derivados de la investigación espacial. Le describía la fuerza furiosa, la energía increíble, de una planta eléctrica cuando se somete a una purga, cuando las calderas recién llenadas se encienden, el agua las alimenta, por las tuberías corre el vapor a temperaturas máximas, y cualquier pedacito de soldadura, tornillo, guante, corazón de manzana o lo que sea que se haya perdido en la inmensidad de la maquinaria, explota dentro de las enormes tuberías y vuela en el ambiente, y limpia todo el sistema de residuos antes de que las turbinas y las calderas se unan, con sus miles de hojas, delicadas y caras, y sutiles resistencias. Una vez, vio la cabeza de un martillo lanzada a cuatrocientos metros por una purga de vapor; fue a dar a una furgoneta aparcada. El ruido habría avergonzado al mismísimo Concorde; era el sonido del fin del mundo. Su padre sonreía y asentía atentamente en su silla.

Seguía viendo a los Cramond; el abogado y él se sentaban a veces hasta las tantas, como dos viejos, a arreglar el mundo. El señor Cramond creía que las leyes, la religión y el miedo eran necesarios, y que un gobierno fuerte, aunque fuese malo, era mejor que ninguno. Discutían, pero siempre de forma amigable; él nunca pudo explicarse por qué, o cómo, se llevaban tan bien. Tal vez porque, en el fondo, ninguno de los dos se tomaba en serio nada de lo que decían, o tal vez porque ninguno de los dos se tomaba en serio nada en absoluto. Coincidían en que todo era un juego.

Elvis Presley murió, pero a él le sentó peor que Groucho Marx muriese la misma semana. Compró álbumes de los Clash y los Sex Pistols; menos mal que por fin había muestras de algo anárquico, aunque escuchase más a Jam, Elvis Costello y Bruce Springsteen. Todavía se veía con gente de la universidad, además de Stewart, incluidos algunos militantes de pequeños partidos revolucionarios. Dejaron de intentar convencerlo de unirse a ellos cuando él les confesó que era totalmente incapaz de seguir una línea política. Cuando China invadió Vietnam y tuvieron que intentar demostrar que al menos uno de ellos no era socialista, encontró que las contorsiones teológicas resultantes fueron la mar de divertidas. Conoció a gente más joven que él en un grupo de escritura de poesía de la universidad con el que se reunía esporádicamente, también conoció a una minoría selecta del antiguo grupo de Andrea, y salía de vez en cuando con un par de compañeros de la nueva empresa para la que trabajaba. Era joven, se ganaba bien la vida y aunque le hubiera gustado ser más alto y no tener el pelo de un tono castaño vulgar (con entradas del tamaño de una moneda de cincuenta peniques: la inflación), era bastante atractivo; había perdido la cuenta del número de mujeres con las que se había acostado. Cada dos o tres días compraba una botella de Laphroaig o Macallan; compraba hachís cada dos meses y se fumaba un porro antes de irse a dormir. Dejó el whisky durante algunas semanas, solo para asegurarse de que no se estaba convirtiendo en un alcohólico, y cuando se hubo cerciorado, se racionó la dosis a una botella semanal.

Los dos compañeros de trabajo intentaron convencerlo de unirse a ellos para montar su propio negocio, pero él no estaba seguro. Habló sobre el tema con el señor Cramond y con Stewart. El abogado le dijo que, en principio, era una buena idea, pero implicaba trabajar duro; la gente siempre pensaba que las cosas eran más fáciles de lo que eran. Stewart se limitó a reír y a decir: «Bien, ¿por qué no?» Si otros lo habían hecho, bien podía hacerlo él, si pagaba los impuestos y contrataba a un buen asesor contable si los tories se entrometían. Pero Stewart tenía sus propios problemas, y más graves; llevaba años encontrándose mal y finalmente le habían diagnosticado una diabetes. Bebía botellines de Pils cuando se reunían y miraba con envidia las pintas de los demás.

Él no tenía claro lo de asociarse con sus compañeros. Escribió una carta a Andrea, que le animó a hacerlo sin dudarlo. También le dijo que regresaría pronto, ya que le faltaba poco para tener al ruso dominado hasta su entera satisfacción. Él pensó: lo creeré cuando la vea aquí.

Empezó a jugar al golf, convencido por Stewart. También se unió a Amnistía Internacional, tras años de dar vueltas al asunto y de enviar un generoso cheque al ANCdespués de que su empresa firmase un contrato con Sudáfrica. Vendió el Porsche y compró un Saab Turbo nuevo. Conducía hacia Gullane un soleado sábado de junio para jugar al golf con el abogado, escuchando una cinta cuyas dos únicas canciones eran Because the Nighty Shot by Both Sides, grabadas seguidas en las dos caras del casete, cuando se cruzó con el Bristol 409 azul del abogado, remolcado por una grúa. Pasó de largo, intentando convencerse de que el coche con el frontal destrozado y el parabrisas roto no era el del señor Cramond, pero dio la vuelta y regresó donde dos jóvenes policías tomaban medidas de la carretera, del arcén lleno de cristales y del muro destrozado.