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—Tal vez el sueño es un puente —musita mientras se cierran las puertas automáticas y enseña su pase al vigilante—. Tal vez el puente es un sueño.

(Vaya, menuda ayuda). Le enseño al vigilante el brazalete que me identifica como paciente de la clínica, y sigo al doctor a través de un amplio pasillo enmoquetado hasta su consulta.

El brazalete identificador que llevo en la muñeca derecha es una tira de plástico que contiene una especie de aparatito metálico que revela mi nombre y mi domicilio. También detalla la naturaleza de mi afección, el tratamiento al que me estoy sometiendo y la identidad de mi médico. Impreso en la propia tira está mi nombre: John Orr. En realidad no me llamo así: es como me bautizaron las autoridades de la clínica del puente cuando llegué. John, por ser un nombre común e inofensivo, y Orr, porque cuando me rescataron de las aguas que cubría el gran puente de granito, tenía un gran hematoma circular en el pecho, un círculo casi perfecto estampado en mi carne (y más adentro, tenía seis costillas rotas). Parecía una O. Y las enfermeras que me cuidaban decidieron añadirle un par de erres para hacerlo fácil de recordar. Normalmente, son ellas quienes se encargan de identificar a los pacientes, y como a mí me encontraron sin documentación, así decidieron llamarme.

Debo añadir que el pecho todavía me duele en ocasiones, como si aquella curiosa e inexplicable marca esférica siguiera en el mismo sitio, con todo su esplendor. Y también sufrí lesiones en la cabeza, que son las presuntas culpables de mi amnesia. El doctor Joyce se inclina a atribuir el dolor del pecho al mismo trauma que produjo mi pérdida de memoria. Cree que mi incapacidad para recordar mi vida anterior no viene provocada tanto por las lesiones de la cabeza como por algún otro trauma, pero de tipo psicológico, tal vez relacionado con el accidente. Y que la respuesta a la amnesia se esconde en mis sueños. Por eso ha decidido tratarme: soy un Caso Interesante. Un desafío. Descubrirá mi pasado y se tomará todo el tiempo que necesite.

En la antesala de la consulta del doctor se encuentra el terrible recepcionista. Es un joven despreocupado y feliz, siempre con un chiste o una broma a punto, ansioso por traer café o té y por ayudar a los pacientes a quitarse y ponerse los abrigos. Nunca está de mal humor, ni resulta maleducado o grosero. Y siempre se muestra interesado por lo que dicen los pacientes del doctor Joyce. Es de complexión delgada, viste de forma impecable, luce una perfecta manicura y lleva una colonia discreta, poco abundante pero eficaz, y su peinado es limpio y elegante, pero sin parecer artificial. ¿Cabe añadir que todos los pacientes del doctor Joyce con los que he hablado lo desprecian con toda su alma?

—¡Doctor! —exclama—. Cómo me alegro de verlo. ¿Ha ido bien el partido?

—Oh, sí—responde el médico sin excesivo entusiasmo, echando un vistazo por la sala de espera.

Solo hay dos personas más en la estancia, un policía y un hombre delgado y casposo, de aspecto preocupado. Está sentado, con los ojos cerrados, en uno de los seis o siete asientos de la sala. El policía está sentado encima de él, tomando una taza de café. Al doctor no parece llamarle la atención semejante estampa.

—¿Me ha llamado alguien? —pregunta al Terrible Recepcionista, que se encuentra de pie ligeramente inclinado, con las manos extendidas en perfecta simetría.

—Ninguna urgente, doctor. Le he dejado una lista cronológica sobre la mesa, con posibles prioridades de respuesta, en orden ascendente, en el margen izquierdo. ¿Quiere un café, doctor? ¿Tal vez un té?

—No, gracias. —El doctor saluda con la mano al Terrible Recepcionista y huye a su consulta.

Le entrego la chaqueta al TR mientras dice:

—¡Buenos días, señor Orr! ¿Me permite su... ¡oh, gracias! ¿Ha disfrutado del partido, señor Orr?

—No.

El policía sigue sentado encima del delgado casposo. Su mirada es ausente, con una expresión entre el mal humor y la vergüenza.

—Dios mío —exclama el recepcionista con aire desconsolado—. Cuánto lo siento, señor Orr. ¿Quiere tomar algo para animarse?

—No, gracias. —Me apresuro hacia la consulta. El doctor Joyce está examinando la lista de prioridades de respuesta que está bajo el pisapapeles de su enorme escritorio.

—Doctor Joyce —pregunto—, ¿qué hace un policía sentado encima de un hombre en la sala de espera?

El médico dirige la mirada hacia la puerta que acabo de cerrar.

—Ah —dice volviendo a la lista mecanografiada—, es el señor Berkeley. Sufre un trastorno no específico. Piensa que es parte del mobiliario. —Frunce el ceño y pone un dedo sobre un elemento de la lista. Yo me siento en una butaca vacía.

—¿En serio?

—Sí. El tipo de mueble en cuestión varía según el día. Pedimos a sus vigilantes que le sigan la corriente para que esté de buen humor, en la medida de lo posible.

—Ah, pensaba que tal vez formasen alguna especie de grupo radical de teatro minimalista. Veo que en este momento el señor Berkeley piensa que es una silla.

—No sea estúpido, Orr. —El doctor frunce el ceño de nuevo—. ¿Para qué poner una silla encima de otra? Debe de pensar que es un cojín.

—Ah, claro —asiento—. ¿Por qué necesita vigilancia?

—Bueno, puede ponerse algo difícil. De vez en cuando cree que es el bidé del baño de señoras. Normalmente no es violento, pero en ocasiones resulta algo... —El doctor Joyce mira distraídamente al techo de color rosa pastel de su consulta, en busca de la palabra adecuada. —... Persistente. —Vuelve a la lista.

La consulta del doctor Joyce tiene el suelo de teca en el que se ven varias alfombras de tonos suaves y diseños abstractos banales. A juego con el imponente escritorio hay un archivador y una estantería repleta de tomos. Junto a ellos, está la mesa baja y la cómoda butaca sobre la que estoy sentado. La mitad de una pared de la consulta está ocupada por una gran ventana, pero la vista queda oculta por unos estores traslúcidos, que dejan pasar la brillante luz del día.

El doctor arruga el folio escrito a máquina y lo lanza a la papelera. Arrastra su butaca hasta situarla frente a la mía, coge su libreta, la pone sobre su regazo y saca un portaminas plateado del bolsillo frontal de su americana.

—Bien, Orr, ¿por dónde íbamos?

—Creo que la última cosa supuestamente constructiva que dijo es que el puente podría ser un sueño.

El doctor Joyce emite una mueca de disconformidad.

—¿Cómo saber que no es así?

—¿Cómo saber que sí es así?

El doctor me mira con aire inquisitivo.

—¿Cómo sabe usted que no es un sueño, doctor? —pregunto con una sonrisa.

—Esa pregunta no tendría sentido —responde, encogiendo los hombros—. Porque, entonces, yo sería parte de ese sueño.

Se inclina hacia delante en su butaca y yo hago lo mismo, de forma que nuestras narices casi se tocan.

—¿Qué significan los carruajes cerrados? —pregunta.

—Creo que son una señal de que algo me asusta —musito.

—De acuerdo, pero, ¿qué es? —dice casi susurrando.

—Me rindo. Dígamelo usted.

Nos miramos fijamente a los ojos durante unos segundos. Entonces, el doctor vuelve a echarse hacia atrás y suspira con un sonido similar al del aire que se escapa del asiento de un sillón de cuero falso. Toma algunos apuntes.

—¿Cómo siguen sus investigaciones? —pregunta con aparente interés.

Presiento una trampa. Lo miro a los ojos.

—¿Qué investigaciones? —pregunto.

—Antes de dejar el hospital, y hasta hace relativamente poco, siempre me contaba las investigaciones que estaba llevando a cabo. Me decía que intentaba averiguar cosas sobre el puente. En aquel momento, parecía algo muy importante para usted.