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—Ah... —dijo él, asintiendo—. Completamente seguro.

Ella lo besó, suavemente al principio. Él se apoyó contra uno de los postes grises y cuadrados de la estructura de la torre, apretando las nalgas y paseando la lengua dentro de su boca, pensando, bueno, si el poste cede, qué demonios. Nunca habré sido más feliz. Hay peores formas de morir.

Ella lo apartó, con una sonrisa familiar y satisfecha en el rostro.

—Mira lo que has conseguido con tus dulces palabras, cabrón.

—Eres una guarra insaciable —dijo él, volviendo a apretarla contra su cuerpo.

—Siempre sacas lo mejor de mí. —Le sobó las pelotas a través de los pantalones y acarició su erección.

—Pensaba que te había venido el período.

—Venga, hombre, no tendrás miedo de un poco de sangre... ¿o sí?

—No, claro que no, pero no tengo pañuelos, ni...

—Joder, ¿por qué eres tan maniático? —rugió ella; le mordió el pecho y sacó un pañuelo blanco de su chaqueta, como un mago que extrae una paloma de su chistera—. Toma, por si tienes que limpiarte.

Silenció la boca de él con la suya. Sacó su camisa de los pantalones y miró el pañuelo que sostenía con la otra mano.

—Es de seda —dijo él.

—Será mejor que lo tengas claro, muchacho; me merezco lo mejor. —Le bajó la cremallera.

Después permanecieron tumbados, tiritando ligeramente por la brisa de un fresco día de julio que desaparecía lentamente entre la estructura de madera pintada. Él le dijo que sus areolas eran arandelas rosadas; sus pezones, tornillos dulces, y los diminutos cortes de las puntas, ranuras para un destornillador. Ella reía, divertida ante semejantes comparaciones. Lo miró a los ojos, con una expresión picara en la mirada.

—¿Me quieres de verdad? —preguntó, con una aparente incredulidad.

—Me temo que sí —respondió él, encogiéndose de hombros.

—Estás loco —lo riñó en broma, levantando una mano para jugar con un mechón de su pelo, sonriendo.

—¿Tú crees? —preguntó él, besándole la punta de la nariz.

—Sí —respondió ella—. Soy inconstante y egoísta.

—Eres generosa e independiente. —Le apartó el pelo que tapaba sus ojos por culpa del viento.

—Bueno, el amor es ciego —dijo ella, riendo.

—Eso dicen. —Suspiró—. Yo no lo veo.

Metamorfosis

Oligoceno

Cuando era joven, veía esas cosas flotar frente a mis ojos, pero sabía que en realidad estaban dentro de ellos y que se movían de la misma forma que esos falsos copos de nieve en las bolas de agua que emulan escenas invernales. Nunca conseguí averiguar qué demonios eran (una vez, se las describí al doctor como carreteras en un mapa (yo sé lo que quise decir, aunque sería más apropiado describirlas como diminutos tubos de cristal con pedacitos de materia oscura atascados en ellos), pero como nunca me habían causado problemas, no les presté atención. Al cabo de varios años, descubrí que eran algo normal; simplemente, células muertas del ojo que flotaban deslizándose en el líquido. Creo que una vez llegué a preocuparme por si formaban sedimento, pero supuse que existiría alguna reacción biológica dentro del ojo que impediría que aquello ocurriese. Qué lástima; con una imaginación como la mía, seguro que hubiera sido un gran hipocondríaco.

Alguien me habló una vez del cieno; me dijo que se sumergía, que habían absorbido tanta agua de los pozos artesianos, y tanto aceite y gas, que las pequeñas partículas de cieno se sumergían en el agua. Estaba muy preocupado por el asunto. Por supuesto que hay solución; introducir agua de mar con una bomba. Es más caro que aspirar los sedimentos, pero todo tiene un precio (aunque, evidentemente, hay márgenes y márgenes).

Somos piedra, parte de la máquina (¿Qué máquina? Esta máquina; mirémosla, sostengámosla, agitémosla, veamos cómo se forman los patrones; contemplemos cómo nieva, o llueve, o sopla, o brilla), y vivimos la vida de las piedras; primero somos ígneos cuando somos niños, metamórficos en la flor de la vida, y sedimentarios en la sedentaria senilidad (¿regreso a la subducción?). De hecho, la realidad literal es aún más fantástica: que todos somos estrellas; que todos nuestros sistemas y el único sistema son el cieno sedimentado de antiguas explosiones, estrellas que mueren desde ese primer nacimiento; detonan entre el silencio y envían sus gases ametrallados en espiral, en tropel, en agrupaciones y formaciones (a ver quién supera esto).

Así, todos somos cieno, somos precipitados, excedentes (la nata y la espuma); nada más. Uno es lo que sucedió antes, solo otra recogida, un punto en una línea (recta), simplemente el frente de onda.

Traqueteo y zarandeo. Una máquina dentro de una máquina dentro de una máquina dentro de una máquina dentro de... ¿puedo parar ya?

Zarandeo, traqueteo. Sueños de algo lejano en el pasado, algo alojado en algún lugar del cerebro que por fin emerge a la superficie (otra metralla, más esquirlas).

Zarandeo traqueteo zarandeo traqueteo. Medio dormido, medio despierto.

Ciudades y Reinos y Puentes y Torres; estoy seguro de que los veré todos. Después de todo, en algún momento llegaré a algún sitio, supongo.

¿Dónde diablos estaba aquel puente oscuro? Sigo buscando.

En el silencio del tren, veo el puente pasar. A la velocidad a la que avanzamos, la arquitectura secundaria casi desaparece a la vista; lo único visible es el propio puente, la estructura original, un rojo resplandeciente en zigzag bajo sus propias luces o bajo los rayos del sol. Más allá, el río oscuro que brilla bajo el nuevo día.

Las vigas sesgadas pasan junto a mí como eternas cuchillas cortantes, atenuando las vistas, seccionándolas, dividiéndolas. Bajo la nueva luz, en la neblina del día, me parece vislumbrar otro puente río arriba; un eco gris, una sombra fantasma de mi puente, asomando entre la niebla que cae sobre las aguas. Fantasma. Un puente fantasma; un lugar que conocí hace tiempo, pero ya no. Un lugar de...

Al otro lado, río abajo, a través de las líneas cortantes de la gran estructura, veo los dirigibles flotando en el aire bajo el sol, como submarinos obesos, muertos y rellenos de un gas corrupto.

Entonces llegan los aviones, volando a mi misma altura, junto a mí, en la misma dirección que el tren, y lo adelantan lentamente. Los rodean nubes negras, oscuras ráfagas de humo que detonan en el cielo que los sigue. Sus propias señales rítmicas se mezclan con las manchas negras que forman las defensas antiaéreas reactivadas del puente y complican todavía más el mensaje ya ilegible que se arrastra tras los aparatos.

Invulnerables e indiferentes, los aviones plateados atraviesan en perfecta formación la metralla furiosa de los cartuchos que estallan, trazan una escritura en el cielo más impecable que nunca y sus lustrosos cuerpos bulbosos lanzan destellos al sol. Los tres, del primero al último, aparecen intactos; sus líneas remachadas no se rompen ni con las manchas de aceite y hollín.

Entonces, cuando están demasiado lejos como para verlos claramente a través del ángulo de la estructura creciente, cuando ya he decidido que deben de ser realmente invulnerables, o que tal vez las armas del puente disparan cargas de fogueo y no metralla, uno de los aviones recibe un impacto. En la cola. Es el avión del centro. Inmediatamente, empieza a aminorar la velocidad, se queda atrás respecto a los otros dos, vomita humo negro por la parte posterior, pero sin interrumpir las ráfagas de su mensaje, que se van debilitando a medida que el aparato pierde distancia con los otros, hasta volar a la misma velocidad que el tren. No se desmarca ni emprende ninguna otra acción evasiva; mantiene un ritmo regular, pero más lento.