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El tren viajó durante varios días a través de unos montes y de una llanura alta revestida de hierba, donde distintas manadas de animales huyeron al verlo aparecer junto a un viento incesante. Después del prado verde, el convoy empezó a ascender por una cadena de montañas. Avanzaba entre ellas a través de largos viaductos y túneles, reduciendo la velocidad y deteniéndose siempre en pequeñas poblaciones a lo largo del camino, entre bosques verdes, lagos azules y peñascales escarpados. El vagón minúsculo donde me habían encerrado solo tenía una ventanilla de unos sesenta centímetros de largo y quince de alto, pero podía observar la escena con la claridad suficiente, mientras los aromas frescos y enrarecidos de las montañas y las mesetas se colaban por la gran puerta de equipajes situada en un extremo del vagón, y me envolvían con las fragancias que creía recordar, atormentado, de hacía mucho tiempo.

Tuve otros sueños, además de aquel recurrente del hombre; una noche soñé que me despertaba y me acercaba a la minúscula ventana, y veía una explanada cubierta de rocas, y entre ellas, dos juegos de faros débiles que se acercaban el uno al otro en el páramo iluminado por la luna. Justo cuando se detuvieron, frente a frente, el tren se adentró en un túnel. En otra ocasión, creí que estaba mirando al exterior durante el día, mientras el tren avanzaba sobre la cumbre de un gran acantilado frente a un mar azul y brillante, encordado con nubes esponjosas que el tren atravesaba una y otra vez. A veces, en los espacios claros y a lo lejos, sobre la superficie del mar bruñido por el sol, me parecía ver dos barcos que navegaban uno junto al otro, y grandes bocanadas de humo gris y ráfagas de llamas entre ambos. Pero estaba soñando despierto.

Finalmente, me dejaron aquí, tras las montañas y las colinas y los páramos y otra llanura fría. Aquí está la República, un lugar frío y concéntrico conocido tiempo atrás, dicen, como El Ojo de Dios. Una calzada elevada, que divide las aguas de un gran mar interior, permite el acceso desde la baldía llanura. El mar forma un círculo casi perfecto, y la gran isla que se encuentra en su centro también tiene la misma forma geométrica. Lo primero que vi fue el muro; el mar gris bordeado por una muralla coronada por torres bajas. Parecía desplegarse y curvarse hasta el infinito, mientras desaparecía en una bruma lejana de lluvia. El tren se adentró en un largo túnel, sobre un foso profundo, para encontrarse de nuevo con otra muralla. Al otro lado, se encontraban la isla y la República, con sus campos de trigo, su viento, sus colinas bajas y sus construcciones grises; tenía el aspecto de haber sido un lugar de gran actividad y lleno de energía tiempo atrás, y aquellos edificios grises daban paso, cada cierta distancia, a templos y palacios inmaculados de otras épocas, perfectamente restaurados, pero aparentemente inhabitados. Y también había un cementerio inmenso, plagado de millones de lápidas blancas idénticas emplazadas geométricamente sobre un verde mar de césped.

Vivo en un dormitorio con otros cien hombres. Soy el encargado de barrer las hojas secas de los amplios caminos de un parque. Me rodean edificios altos y grises, formas cuadradas y voluminosas que se alzan hacia un cielo granulado y borroso. Encima de ellos, descansan torres estrechas sobre las que ondean banderas que no identifico.

Barro las hojas incluso cuando no hay hojas que barrer; asilo ordena la ley. Cuando llegué, me dio la impresión de que esto era una prisión, pero en realidad no es así, al menos no en el sentido literal. Parecía que cualquier persona a la que conocía era un prisionero o un guarda, e incluso cuando me pesaron y me midieron y me examinaron y me entregaron mi uniforme y me condujeron en autobús a esta gran población, nada cambió realmente. Podía hablar con relativamente poca gente —lo cual no fue en absoluto una sorpresa—, pero las pocas personas con las que lo hacía parecían encantadas de que pudiera comunicarme con ellas en mi extraña lengua foránea, y a la vez cautelosas cuando en la conversación salían a colación sus propias circunstancias. Les pregunté si habían oído hablar del puente, y algunos respondieron que sí, pero cuando les decía que yo venía de allí pensaban que estaba bromeando o incluso que estaba loco.

Entonces mis sueños cambiaron, fueron absorbidos, invadidos.

Me desperté una noche en el dormitorio; el aire estaba impregnado de olor a muerte y saturado del sonido de personas gimiendo y llorando. Miré a través de una ventana rota y vi destellos de explosiones lejanas y luces de grandes hogueras, y oí detonaciones de bombas y proyectiles. Yo estaba solo en el dormitorio, los sonidos y los olores procedían de fuera.

Me sentí débil y desesperadamente hambriento, tenía más hambre de la que había pasado en el tren que me alejó del puente. Descubrí que había perdido casi la mitad de mi peso durante la noche. Me pellizqué y me mordí la lengua, pero no me desperté. Eché un vistazo por el dormitorio vacío; las ventanas estaban selladas con cintas blancas y negras que formaban «X» sobre los cristales rectangulares. Fuera, todo estaba ardiendo.

Encontré unos zapatos que no eran de mi número y un traje viejo en lugar de mi uniforme. Salí. El parque que se supone debía barrer se encontraba en el mismo sitio, pero plagado de tiendas de campaña y rodeado de edificios derrumbados.

Sobre mi cabeza zumbaban aviones, o planeaban rugiendo en el cielo nocturno. Las explosiones inundaban el aire y el suelo, y las llamas se elevaban hacia el cielo. Por todas partes había escombros y olor a muerte. Vi el cadáver de un caballo escuálido, tirado en el suelo, con el carro que arrastraba tras él medio cubierto por fragmentos de un edificio caído. Un grupo de hombres y mujeres flacos y de ojos grandes estaban haciendo una carnicería con él.

Las nubes eran islas anaranjadas en el cielo negro azabache; el fuego se reflejaba en el vapor suspendido y enviaba enormes columnas hacia arriba para reunirse con ellas. Los aviones revoloteaban como aves carroñeras sobre la ciudad en llamas. En ocasiones, un reflector los interceptaba y algunas bocanadas de humo negro oscurecían aún más el cielo que los envolvía, pero aparte de aquello, parecía que la población se encontraba totalmente indefensa. Algunas veces, los cartuchos estallaban encima de mí y dos explosiones cercanas me obligaron a refugiarme porque los escombros —ladrillos y fragmentos de piedras— llovían a mi alrededor.

Deambulé durante varias horas. Cuando empezaba a amanecer, mientras regresaba al dormitorio a través de aquella pesadilla sin fin, me encontré caminando detrás de dos ancianos, un hombre y una mujer. Andaban por la calle, apoyados el uno en el otro, cuando de pronto el hombre tropezó y cayó, arrastrando con él a la mujer. Me dispuse a ayudarlos, pero él ya había muerto. Hacía varios minutos que no había explosiones ni disparos, y aunque me pareció escuchar el crepitar de armas de fuego en la distancia, ninguna de ellas se encontraba cerca de nosotros. La mujer, casi tan delgada y canosa como el anciano muerto, rompió a llorar con desesperación; sollozaba y se lamentaba contra el cuello del traje gastado del hombre, le movía la cabeza lentamente y repetía una y otra vez palabras que yo no entendía.

Nunca pensé que una anciana tan marchita albergara tantas lágrimas.

El dormitorio estaba lleno de soldados uniformados muertos cuando regresé. Había una cama vacía. Me tumbé sobre ella y desperté.

Era el mismo lugar, intacto y pacífico, con los mismos árboles y caminos y edificios grises. Todo seguía en su sitio. Las construcciones que había visto en llamas o derruidas eran las que rodeaban el parque donde yo trabajaba. Cuando miré con mayor atención, observé que algunas piedras no habían sido restauradas, y formaban parte de los edificios originales. Algunos de aquellos bloques estaban desconchados y marcados por señales de balas y artillería evidentes, aunque muy antiguas.