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Durante semanas, seguí teniendo sueños similares; siempre parecidos, pero nunca iguales. De alguna forma, no me sorprendió descubrir que todo el mundo soñaba esas mismas cosas. En realidad, ellos fueron los sorprendidos de que yo nunca antes hubiera tenido aquella clase de sueños. «No puedo comprender», les dije, «por qué parecen asustarse de los sueños. Forman parte del pasado, ahora estamos en el presente, y el futuro que vendrá será mucho mejor».

Ellos creen que se encuentran bajo alguna amenaza. Yo les digo que no. Hay personas que han empezado a evitarme. Les digo a los que todavía me escuchan que están en una prisión; una prisión que está dentro de sus cabezas.

Anoche me reuní con mis compañeros de trabajo y bebí más de la cuenta. Les conté todo sobre el puente y les dije que no había visto ninguna amenaza potencial que pudiera cernirse sobre ellos en mi largo viaje hasta aquí. Muchos afirmaron que yo estaba loco y se fueron a dormir. Permanecí despierto hasta tarde y bebí demasiado.

Ahora tengo resaca, la semana acaba de empezar. Saco la escoba del almacén y me dirijo a los espacios fríos del parque donde yacen las hojas, mojadas o heladas sobre el suelo, en función del lugar de la puesta de sol. Me están esperando en el parque; cuatro hombres y un gran coche negro.

Dos de ellos me golpean mientras los otros dos hablan sobre las mujeres que se tiraron el fin de semana. La paliza es dolorosa, pero no entusiasta; los dos hombres que me golpean parecen casi aburridos. Uno de ellos se hace un corte en el nudillo con mis dientes y, por un momento, parece que se enfada; saca un puño de hierro, pero uno de los otros le dice algo; lo vuelve a guardar y se sienta, chupándose la herida. El coche aúlla y emprende la marcha por las amplias calles.

El hombre delgado y canoso que se encuentra detrás del mostrador se disculpa; no había razón para pegarme, pero era el procedimiento habitual. Me dice que soy un hombre con mucha suerte. Mientras me doy pequeños toques con mi pañuelo bordado (que, milagrosamente, no me han robado) en la nariz y en los ojos, intento no discrepar con él. Niega con la cabeza y asegura que si fuera uno de ellos... Da golpecitos con una llave sobre la superficie de su gran mostrador gris metálico.

Estoy en algún lugar bajo tierra. Me vendaron los ojos en el coche de camino a esta gran ciudad, cualquiera que sea. Sé que es una ciudad porque oí sus sonidos durante más de una hora, antes de que el coche se sumergiese en este espacio subterráneo donde los ruidos resuenan, descendiendo en espiral hacia lo más hondo de la tierra. Cuando se detuvo, me sacaron del vehículo y me condujeron, a través de innumerables pasillos curvados, hasta esta habitación, donde el hombre delgado y canoso esperaba; daba golpecitos en su mostrador gris con una llave y tomaba té.

Le pregunto qué van a hacer conmigo. En lugar de responderme, me habla sobre la combinación entre prisión y cuartel de policía donde me encuentro ahora mismo. Su mayor parte se halla bajo tierra, como supone habré imaginado. Me explica, con legítimo entusiasmo, los principios sobre los que fue diseñada y construida, enardeciéndose más a cada minuto de conversación. La prisión-cuartel está formada por varios cilindros de gran altura; rascacielos circulares invertidos, inhumados en conjunto bajo la superficie de la gran ciudad. Se muestra deliberadamente ambiguo en lo referente a su número exacto, pero por sus palabras me da la impresión de que debe de haber entre tres y seis cilindros. Cada uno de los tambores inmensos contiene cientos de habitaciones; celdas, despachos, retretes, cantinas, dormitorios y demás, y puede rotar de forma individual, de forma que la orientación de los pasillos y las puertas que entran y salen de ellos cambia de manera casi continua. Una puerta que un día se abre ante un ascensor o un aparcamiento subterráneo o una estación de tren o un lugar determinado de uno de los demás cilindros, al día siguiente, puede conducir a un cilindro completamente distinto, o directamente a un muro de roca sólida. De un día para el otro, e incluso (bajo condiciones de seguridad extrema) de una hora a la siguiente, este motor colosal de tambores giratorios puede moverse, bien de forma aleatoria, bien siguiendo un complejo patrón codificado, y así frustrar cualquier posible tentativa de fuga. La información necesaria para descodificar transformaciones tan erráticas es proporcionada a la policía y al personal estrictamente indispensable de la prisión-cuartel, de manera que nadie conozca las nuevas configuraciones del complejo subterráneo; solo los altos cargos y los funcionarios de mayor confianza tienen acceso a las máquinas que programan las rotaciones, y la maquinaria y los elementos electrónicos que conforman su musculatura y su sistema nervioso están diseñados para que cualquier ingeniero o electricista no tenga una visión de conjunto al reparar un posible fallo del sistema.

Los ojos del hombre brillan con fuerza mientras me describe todo eso. Me duele la cabeza, se me nublan los ojos y necesito ir al baño, pero coincido honestamente con él en que se trata de un gran trabajo de ingeniería. «¿Pero no lo ve?», me pregunta. «¿No ve la imagen de lo que es esto?» Lo cierto es que me zumban los oídos, y debo confesar que no; no lo veo.

«¡Una cerradura!», dice con voz triunfal y la mirada centelleante. Es un poema, una canción de piedra y metal. Una imagen real y perfecta de su propósito; una cerradura, una caja fuerte, una serie de cilindros; un lugar seguro para guardar el mal.

Comprendo lo que quiere decir. Siento un martilleo en la cabeza y me desvanezco.

Cuando despierto, estoy en otro tren. Me he meado en los pantalones.

Mioceno

—Versiones diseminadas de la verdad; al rebaño cual metralla plastificada; en las entrañas de la mayoría; en los nervios de unos pocos. Otro fragmento del antiguo blastoma; otro síntoma del sistema; la flor y el continente de tu materialismo diabético.

—Expón aquí tus excusas; explica por qué hiciste lo que debías; cuéntanos tu dolor. Hablas de domingos sangrientos, septiembres negros; y de todo el tiempo que estás desperdiciando.

—Sonreiremos; nos segregaremos; cuidaremos las trincheras; contaremos armas; calcularemos maniobras; y murmuraremos entretanto: «Creo que así sucedió todo. Estoy seguro de que tal como fue dicho, ocurrió».

—...Ah, bien, muy radical. Buena dosis de credibilidad barata. —Stewart asintió—. Siempre he dicho que un buen poema vale por diez kalashnikovs —asintió de nuevo y bebió un sorbo de su vaso.

—Mira, gilipollas, solo dime si te importa la parte del «materialismo diabético».

Stewart se encogió de hombros y alargó el brazo hacia otra botella de Pils.

—Me da igual, tío. Tú ponlo. ¿Es un poema nuevo?

—No, es antiguo. Pero estoy pensando en publicarlos y me ha parecido que quizá te ofendería.

—¿Sabes que a veces pareces idiota? —exclamó Stewart entre risas.

—Lo sé.

Estaban en casa de Stewart y Shona, en Dunfermline. Shona se había llevado a los niños a pasar el fin de semana a Inverness, y él se había acercado hasta allí para dejar sus regalos de Navidad y hablar con Stewart. Necesitaba hablar con alguien. Abrió otra lata de cerveza y contribuyó a ampliar la colección de colillas del cenicero.

Stewart vertió el contenido de la lata en el vaso y se lo llevó hasta el equipo de música. El último disco había finalizado minutos antes.

—¿Qué te parece una vuelta al pasado? —preguntó.

—Venga, vamos a regodearnos en la nostalgia. Por qué no. — Se apoyó en el respaldo de la butaca, contemplando cómo Stewart buscaba entre la colección de discos y deseando que fuese lo bastante imaginativo en su elección. Recordó que había comprado el primer sencillo el día en que cumplió dieciséis años. Todos los jóvenes de su edad ya tenían sus colecciones de álbumes.