—¡Dios mío! —exclamó Stewart, sacando una funda azul y gris, y mirándola algo atónito—. ¿En serio compré Deep Purple in Rock?
—Debías de estar colocado —repuso él. Stewart se volvió y le guiñó el ojo mientras sacaba el disco.
—Vaya, ¿me ha parecido captar una pizca de ingenio?
—Una mera chispa. Anda, pon la maldita música.
—Espera, hace tiempo que no se usa, déjame que lo limpie un poco... —Stewart pasó un paño por el vinilo y lo puso. Can't stand the Rezillos.
Dios mío, pensó, era de 1978; una verdadera vuelta al pasado. Stewart movía la cabeza al ritmo de la música mientras se acomodaba en un sillón.
—Me encantan estas canciones melódicas —gritó. Había puesto la aguja sobre Somebody's Gonna Get their Head Kicked In Tonight.
—Madre de Dios, ¡siete años! —Levantó la lata para brindar con Stewart.
Stewart se inclinó hacia delante, señalándose la oreja. Él volvió la mirada hacia el giradiscos y gritó:
—He dicho «siete años»... —asintió hacia el equipo de música—. Del setenta y ocho.
Stewart se recostó de nuevo, moviendo enfáticamente la cabeza.
—¡Oh, no! ¡Treinta y tres y un tercio! —gritó.
Me veo reducido a contar historias para vivir. Asalto a mis propios sueños para extraerles sabrosos pedazos y alimentar así a mi mariscal de campo celoso y a su variopinta banda de insípidos ayudantes homicidas. Nos sentamos ante una fogata de banderas caídas y libros preciados, con las llamas reflejándose en sus bandoleras y sus bayonetas; comemos cerdo asado y bebemos whisky fuerte; el mariscal de campo se jacta de las grandes batallas que ha ganado, de las mujeres a las que se ha follado y, entonces, cuando ya no se nos ocurren más mentiras, me pide que cuente una historia. Empiezo a narrar la del niño cuyo padre tenía un nido de palomas, y que, siendo ya un hombre, nunca se sintió más feliz que cuando rechazaron su petición de matrimonio, en la cima de un nido de palomas de proporciones monumentales.
El mariscal de campo no parece impresionado, por lo que vuelvo al principio.
Cuando me recuperé del desvanecimiento melodramático en la oficina del hombre canoso que golpeaba su mostrador gris con una llave, el tren en el que me habían subido había cruzado el resto de la República, humeando sobre la calzada elevada en dirección a la costa lejana del mar circular, y luego a través de una llanura baldía.
Me habían puesto otro atuendo; el uniforme del tren. Me encontraba en una litera pequeña y me había mojado los pantalones. Me sentía fatal; con un fuerte martilleo en la cabeza y molestias en varios puntos del cuerpo; el dolor circular en el pecho había regresado. El traqueteo del tren resonaba dentro de mí.
Yo tenía que ser camarero. El tren transportaba a varios directivos ancianos de la República que marchaban a una misión de paz —nunca descubrí exactamente quiénes eran ni qué clase de paz perseguían—, y yo, con ayuda del jefe de camareros, debía esperarlos en el vagón comedor, servirles bebidas, tomarles nota y llevarles la comida. Afortunadamente, los viejos burócratas estaban borrachos la mayor parte del tiempo, y casi todas mis pifias iniciales pasaron desapercibidas durante mi fase de aprendizaje. En ocasiones también debía hacer las camas, o barrer y limpiar el polvo de los vagones.
Pensé que, si aquello era un castigo, era bastante suave. Más tarde, descubrí que lo que me había salvado de un destino peor era el hecho de ser (para aquella gente) un analfabeto mudo y sordo. Como no entendía ninguna conversación ni sabía leer ningún informe o anotación olvidados en algún vagón, podían fiarse de mí y utilizarme. Obviamente, llegué a aprender algo de aquel lenguaje, pero mi vocabulario se limitaba básicamente a cuatro elementos de vajilla y cubertería, y a interpretar los carteles de «no molestar» y similares. Hice mi trabajo. El tren atravesó la llanura baldía golpeada por el viento, pasó por pequeños pueblos y campamentos y puestos militares.
La contextura del tren fue cambiando gradualmente. A medida que nos alejábamos de la República, la actitud de los directivos pasó de la ebriedad relajada a la tensión borracha. Grandes columnas de humo negro ascendían lentamente en el horizonte y, de vez en cuando, una flota de aviones de guerra planeaba y rugía junto al tren. Los directivos se escondían instintivamente bajo las mesas cuando los aviones nos sobrevolaban, y luego se reían, se aflojaban las corbatas y asentían de forma apreciativa ante la rápida retirada de los aeroplanos. Me buscaban con la mirada y chasqueaban los dedos para pedir otra copa.
Al principio teníamos un par de vagones planos con dos ametralladoras antiaéreas de cuatro cañones, una delante de la locomotora y la otra en la parte posterior del furgón del guarda, y más tarde, un vagón para transportar el pelotón de armas y otro blindado lleno de munición extra. Los militares solían limitarse a sus propios vagones, y nunca me llamaban para servirles nada.
Más tarde, un par de vagones de pasajeros fueron desensamblados en una pequeña población donde aullaban lejanas sirenas y una hoguera ardía junto a la estación. Fueron remplazados por vagones blindados que transportaban tropas cuyos oficiales ocuparon parte de los coches cama. Pero la mayor parte de los pasajeros seguían siendo burócratas. Los oficiales eran educados.
El aire cambió. Empezó a nevar. Pasamos junto a una carretera de grava con grandes orificios en la superficie, donde varios camiones inutilizados se alineaban en la cuneta. Empezaron a aparecer hileras de militares y civiles de aspecto desvalido, que empujaban cochecitos de bebé cargados con utensilios del hogar. Los soldados caminaban en ambas direcciones, y los civiles solamente en una, la opuesta a la nuestra. El tren se detuvo en varias ocasiones sin motivo aparente, y a menudo, en la vía lateral, nos cruzábamos con trenes con vagones cargados de piedras, grúas y tramos de vía. Normalmente, los puentes que se alzaban sobre la llanura cubierta de nieve estaban construidos sobre las ruinas de otros puentes más antiguos, y controlados por ingenieros militares. El tren los cruzaba muy despacio; y yo me apeaba y caminaba junto a él para estirar las piernas, tiritando con mi chaqueta fina de camarero.
Casi antes de darme cuenta de lo que estaba sucediendo, ya no quedaban civiles en el tren; solo oficiales militares y el personal de a bordo. Todos los vagones estaban blindados; teníamos tres locomotoras diesel al frente y otras dos detrás, vagones planos con ametralladoras antiaéreas, coches cubiertos que transportaban artillería ligera y obuses, una radio con su propio generador, otros vagones con tanques y lanzagranadas, y otros que hacían la función de barracones, hasta arriba de reclutas.
Ya solo servía a oficiales. Bebían más y solían cuidar menos las cosas, pero no tiraban la cubertería si al camarero se le caían los platos sucios.
La luz del sol cada vez era más escasa, los vientos más fríos, las nubes más espesas y oscuras. Ya no vimos a más refugiados; solo ruinas de pueblos y ciudades que parecían bosquejos de carboncillo, con las piedras recubiertas de hollín y el blanco vacío de la nieve posándose sobre ellas. Había campamentos militares, vías muertas plagadas de trenes como el nuestro, o trenes con cientos de tanques viajando sobre vagones planos, o artillería pesada en vagones articulados de varios ejes, tan largos como seis o siete de los normales.
Sufrimos el ataque de un grupo de aviones; la plataforma antiaérea crujía con fuerza y enviaba nubes de humo acre que se elevaban junto al convoy, mientras los aeroplanos lanzaban proyectiles que impactaban contra las ventanillas. Las bombas erraron su blanco por unos cien metros. Yo estaba tumbado en el suelo del vagón cocina, junto al jefe de camareros, abrazado a una caja de copas de cristalería fina mientras las ventanillas estallaban a nuestro alrededor. Los dos observamos horrorizados cómo una ola de líquido rojo entraba por la puerta del vagón, y pensamos que alguno de los oficiales había sido herido. Pero solo era vino.