Repararon los daños y el tren siguió avanzando hacia unas colinas bajas coronadas por nubes oscuras. La nieve las cubría de forma parcial y, aunque el sol ya no se elevaba demasiado en el cielo, el aire empezó a volverse más cálido. Pensé que podría inspirar el aroma del océano; a veces llegaban ráfagas de olor a azufre. Los campamentos militares cada vez eran mayores. Las colinas empezaron a transformarse en montañas, y el primer volcán lo vi una noche mientras servía la cena; lo confundí con un terrible ataque nocturno en la lejanía. Los soldados se limitaron a echarle un rápido vistazo y me pidieron que no derramase la sopa.
Para entonces, se oían explosiones lejanas todo el tiempo, algunas provocadas por los volcanes y otras por el hombre. El tren marchaba sobre vías recién reparadas y rebasaba grandes filas de hombres de rostro gris equipados con mazos y palas.
Huimos de los ataques aéreos avanzando a toda velocidad en rectas y curvas, donde los vagones se inclinaban peligrosamente, ocultándonos en túneles; varios objetos se precipitaban y se rompían dentro del tren mientras las paredes del túnel reflejaban la luz de las chispas de los frenazos de emergencia.
Descargamos tanques y vagones inservibles, y subimos a muchos heridos al tren. Los escombros y las ruinas de la guerra se extendían sobre valles y colinas como frutas podridas en una huerta abandonada. Una noche, vi los restos de varios tanques atrapados en un torrente de color rojo rubí. La lava descendía por, el valle que se encontraba bajo nosotros como barro ardiendo, y los tanques destrozados (con las orugas deshechas y los cañones inclinados) se dejaban arrastrar por la marea incandescente como si fueran extraños productos de la propia tierra; anticuerpos infernales en aquel gran torrente rojo.
Yo continuaba sirviendo a los oficiales, aunque ya no quedaba vino y las reservas de comida habían menguado considerablemente, tanto en cantidad como en calidad. La mayoría de los militares que se habían subido al tren, tras introducirnos en la zona del conflicto bélico, miraba el plato durante varios minutos seguidos, contemplando con incredulidad lo que había en la mesa, tan confusos y molestos como si hubiésemos servido un tazón de tornillos para cenar.
Teníamos las luces siempre encendidas; las oscuras nubes, el sol bajo que no se dejaba ver en varios días y las cortinas inmensas de negro humo volcánico se habían puesto de acuerdo para convertir los valles y las montañas cubiertas de escombros en tierras de constante penumbra. Todo era incertidumbre. La oscuridad del horizonte podía traducirse en nubes de tormenta o en humo; una capa blanca sobre una colina podía convertirse en nieve o en cenizas; el fuego podía transformarse en un fuerte en llamas o en grietas en los volcanes. Viajábamos a través de la oscuridad, el polvo y la muerte. Pero al cabo del tiempo, te acostumbras.
Creo que, de haber seguido, el tren (salpicado de lava, rebozado de polvo, desconchado y remendado) hubiera acumulado tal cantidad de masa solidificada en el techo de los vagones que habría acabado por camuflarse de forma natural entre las rocas; con una piel regenerada, una capa protectora desarrollada en tan desabrido entorno, como si los metales del cuerpo articulado del tren volviesen de forma espontánea a sus formas originales.
El ataque sobrevino entre fuego y vapor.
El tren descendía por un desfiladero. A un lado, por un valle poco anguloso, descendía un rápido torrente de lava, casi a la misma velocidad que el tren. Cuando nos adentramos en un túnel a través de una formación rocosa, un inmenso velo de vapor se alzó frente a nosotros, y un sonido como el de una cascada gigantesca ahogó lentamente el ruido del tren. En el otro extremo del nebuloso túnel, vimos un glaciar que bloqueaba el flujo del torrente de lava; la formación de hielo se extendía desde un valle lateral, creando un gran lago con las aguas derretidas. La lava desembocaba en él, con el consecuente nacimiento de una ola inmensa de agua humeante cargada de escombros al frente.
El tren avanzaba dudoso hacia otro banco de niebla espesa. Yo estaba trabajando en el coche cama. Cuando las primeras piedras empezaron a rodar por la ladera de la montaña, abandoné aquel lado del vagón y observé, a través de una puerta abierta, cómo iba aumentando gradualmente el tamaño de las rocas que se estrellaban contra el tren, rompiendo ventanillas o apaleando los laterales del convoy. Una roca inmensa se acercaba directamente hacia mí, y salí corriendo por el pasillo. De todas partes llegaban fuertes sonidos de impactos, golpes y un lejano ruido de artillería, confuso y de objetivo incierto. El tren dio una gran sacudida y luego un fuerte estruendo borró todos los demás sonidos; la lava vaporizando el agua, los disparos, y las rocas chocando contra el tren. Todo el vagón se inclinó hacia un lado, salí despedido contra una ventanilla y caí de espaldas al suelo, justo en el momento en que las luces parpadearon y se desvanecieron. El sonido de la destrucción parecía proceder de todas partes, y el techo y las paredes jugaron conmigo a la pelota durante un buen rato.
Más tarde, me di cuenta de que una parte del asolado tren se había soltado del resto y bajaba sin control por la pendiente pedregosa hacia las hirvientes aguas del improvisado lago. El grupo del mariscal de campo corría ciegamente en mi dirección, gritaba e intentaba recolocar la cabeza del jefe de camareros sobre lo que quedaba de sus hombros. Solo le faltaba la manzana en la boca.
El idioma volvió a salvarme. Los hombres hablaban mi misma lengua; me llevaron hasta el mariscal de campo, que se encontraba en un pequeño tren de la misma línea.
El mariscal de campo es muy alto y corpulento, con unas piernas desproporcionadamente largas y un inmenso trasero. Tiene la cara ancha y el pelo lacio, teñido de negro. Parece que le gustan los uniformes de colores chillones. Estaba sentado en un escritorio de su vagón, escuchando música en la radio y comiendo membrillo cristalizado de un platito cuando me condujeron hasta él, todavía medio inconsciente. Me preguntó sobre mi procedencia, y creo recordar que le conté la verdad, que encontró extremadamente divertida. «Serás mi ayuda de cámara», me dijo, «me gusta escuchar buenas historias durante la cena». Me encerraron en una celda minúscula de uno de los vagones mientras los hombres del mariscal de campo terminaban de saquear y matar. Cuando fueron a buscarme, me quitaron el pañuelo. Vi al mariscal de campo sonarse la nariz con él al cabo de unos días.
Los hombres del mariscal de campo volvieron de mi antiguo tren, llenos de salpicaduras de sangre y cargados con armas y objetos de valor. De pronto, se desató un fuerte viento que agitó los vapores de la caldera natural formada en el valle. El lago estaba prácticamente seco; finalmente, el torrente de lava y el glaciar se habían encontrado en una serie de explosiones tremendas que lanzaron fragmentos de hielo y rocas a cientos de metros por los aires. Nuestro pequeño tren escapó, traqueteando y chirriando, huyendo de los escombros de la vía que habíamos dejado atrás y del cataclismo de elementos que tenía lugar en el valle.
El tren del mariscal de campo era más corto y menos equipado que el que sus hombres habían saqueado. Solamente nos movíamos de noche, a menos que el cielo estuviera cubierto por nubes muy espesas, ocultándonos en túneles durante el día o cubriendo el tren con redes de camuflaje. Durante los primeros días, se respiraba una atmósfera de tensión en el tren, pero, pese a una huida por los pelos de un bombardero y al estremecedor cruce de un inmenso viaducto curvado y deteriorado bajo un ataque continuo de artillería pesada, el ambiente entre el grupo variopinto se distendía perceptiblemente a medida que nos alejábamos del escenario de la emboscada.