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La actividad volcánica también disminuyó; solamente quedaban humaredas y algún géiser, y pequeños lagos de lodo hirviente bajo aquellas glaciales tierras.

La vanidad del mariscal de campo era alojar a la docena de cerdos que transportaba en vagones oficiales, mientras mantenía cautivos a los presos humanos en un par de coches para ganado de la parte posterior del tren. Cada semana, los cerdos se bañaban en la bañera de hidromasaje del mariscal de campo, que ocupaba una buena parte de su propio vagón. Dos soldados se encargaban de atender a los cerdos permanentemente, mantenían limpio el lecho de sábanas y mantas donde dormían los animales, les llevaban los alimentos (comían exactamente lo mismo que nosotros) y velaban por su bienestar.

Lanzar a los soldados capturados a charcas de barro hirviendo era un evento bastante habitual, realizado únicamente con fines lúdicos y de entretenimiento. El mariscal de campo pudo constatar que, para mí, dicha actividad resultaba cuando menos angustiosa.

—Or —decía (así pronunciaba mi apellido)—, Or, ¿no te gustan nuestros juegos?

Y yo me limitaba a esbozar una sonrisa hipócrita.

Los días cada vez eran más claros, y los volcanes dormidos dieron paso a colinas bajas y extensas llanuras. Privado de su barro burbujeante, el mariscal de campo ideó un nuevo deporte: atar una cuerda corta al cuello de un hombre y ponerlo a correr frente al tren. El mariscal de campo tomaba los mandos y reía estúpidamente mientras abría el estrangulador y perseguía a su presa. Normalmente, las víctimas aguantaban poco menos de un kilómetro antes de tropezar y caer contra las traviesas, o intentaban saltar a un lado, en cuyo caso el mariscal de campo se limitaba a abrir la válvula del estrangulador y a arrastrarlos por el borde de las vías.

Lanzó a un hombre atado a una cuerda en la última charca de barro y, una vez hervido, lo extrajo, lo cubrió con una capa de lodo cocido, ordenó a sus hombres que le dieran forma con una pala y, cuando se secó, colocó la estatua retorcida en la que se había convertido en la orilla cenicienta de un mar interior apestoso y salado.

Cruzábamos el fondo de un mar seco, en dirección a una ciudad emplazada sobre un gran acantilado circular, cuando aparecieron los bombarderos. El tren aumentó la velocidad para adentrarse en un túnel situado bajo la ciudad en ruinas. Teníamos pocas ametralladoras antiaéreas y todas eran manuales.

Tres bombarderos medianos volaban en línea recta hacia nosotros, a poco menos de treinta metros de las vías. Empezaron a lanzar las bombas a la zaga cuando estaban a poco más de cuatrocientos metros de distancia. Yo observaba la escena a través del metacrilato del techo del vagón observatorio del mariscal de campo, donde había abierto una botella de eiswein. El maquinista frenó bruscamente, lanzándonos a todos hacia delante. El mariscal de campo se precipitó sobre mí, abrió una salida de emergencia y se lanzó al exterior. Yo lo seguí, cayendo sobre un terraplén polvoriento, justo cuando la serie de bombas impactó contra los vagones, abatiéndolos como las botas de un soldado aplastarían una maqueta ferroviaria. Aquello parecía una cama elástica, con una ducha de fragmentos de tren y pedruscos rebotando desde el cielo. Me quedé tumbado, hecho un ovillo, tapándome los oídos.

Ahora nos encontramos en una ciudad abandonada, el mariscal de campo, otros diez hombres y yo; los únicos supervivientes. Tenemos algunas armas y un cerdo. La ciudad en ruinas está llena de grandes edificios con banderas colgadas y altos obeliscos de piedra. Acampamos en una biblioteca porque es el único lugar donde encontramos objetos que se puedan quemar. La ciudad está construida a base de piedra o de una madera oscura que se limita a enrojecer levemente, aun prendiéndola con dinamita extraída de los cartuchos de un rifle. Conseguimos agua de una cisterna oxidada en el tejado de la biblioteca, y atrapamos y engullimos algunos de los pálidos animales nocturnos de la ciudad, que revolotean como fantasmas entre las ruinas, como buscando algo que parecen no encontrar nunca. Los hombres protestan por la escasez de las raciones alimenticias. Terminamos de comer y se limpian los dientes con sus cuchillos bayoneta; uno de ellos se cerca a una estantería llena de libros y golpea algunos antiguos tomos, haciéndolos caer con propósitos productivos. Los lanza a la hoguera, doblándolos por el lomo y arrugando las páginas para que ardan mejor.

Le cuento al mariscal de campo la historia del bárbaro y la torre encantada, el familiar y el brujo, y la reina y las mujeres mutiladas; esta última le gusta.

Más tarde, el mariscal de campo se retira a su habitación privada con dos de sus hombres y el último cerdo. Yo limpio los platos y escucho a los hombres quejarse por la dieta monótona y el aburrimiento. Tal vez se amotinen pronto, porque el mariscal de campo no ha tenido ni una sola idea sobre qué hacer a partir de ahora.

Me llaman en las dependencias del mariscal de campo, un antiguo despacho, creo. Contiene muchas mesas y una cama. Los dos hombres se retiran, no sin antes dedicarme una amplia sonrisa. Cierran la puerta. «Ponte esto», me dice el mariscal de campo.

Es un vestido; un vestido negro. Lo sostiene ante mí, mientras se suena la nariz con el pañuelo que me quitó cuando me capturaron. «Póntelo», repite.

El cerdo está tumbado boca abajo en su cama, resoplando y chillando, con las patas atadas con cuerdas a los postes del lecho. Un perfume flota en el aire. «Póntelo», insiste el mariscal de campo. Observo cómo guarda mi pañuelo. Me pongo el vestido. El cerdo gruñe.

El mariscal de campo se desviste; guarda su uniforme en un viejo baúl. Coge una gran ametralladora que hay sobre una mesa cubierta de libros y me la pone en las manos. Sostiene la serie de cartuchos como si fuera un gran collar de oro a conjunto con mi largo vestido negro. «Mira estas balas». (Miro las balas). «No son de fogueo, ¿lo ves? Mira lo mucho que confío en ti, Or. Haz lo que te digo», me ordena el mariscal de campo. Su cara enorme está empapada en sudor; su aliento apesta.

Tengo que meter la ametralladora entre sus nalgas mientras él monta al cerdo; eso es lo que quiere. Ya está excitado solo ante la idea. Empapa una mano en aceite y sube a la cama, sobre el cerdo inquieto, dándole palmadas entre las piernas con la mano impregnada. Yo estoy listo, a los pies de la cama, con el arma a punto.

Detesto a este hombre. Pero ni él ni yo somos estúpidos. Había pequeñas marcas en los cartuchos; posiblemente se habían sometido a las mandíbulas de alguna herramienta o llave y habían sido despojados de la dinamita. Y posiblemente, las puntas de las balas incluso se habían disparado anteriormente.

El cerdo tiene la cabeza apoyada sobre una almohada. El mariscal de campo se recuesta sobre el animal, y gruñen juntos. Una de sus manos reposa cerca del lateral de la almohada. Me parece que hay otra pistola debajo.

—Ahora—dice, gruñendo. Agarro el cañón del arma con ambas manos, lo levanto y, en un solo movimiento, lo dejo caer como un martillo sobre la cabeza del mariscal de campo. Mis manos, mis brazos y mis oídos me aseguran que está muerto incluso antes de que lo hagan mis ojos. Nunca antes he sentido u oído reventar un cráneo, pero la señal me llega claramente a través del metal de la ametralladora y del aire perfumado de la estancia.

El cuerpo del mariscal de campo sigue moviéndose, pero solo porque el cerdo sigue sacudiéndolo. Miro bajo la almohada, donde se mezclan la sangre humana y la baba animal, y encuentro un cuchillo largo y muy afilado. Lo utilizo para abrir el baúl donde el mariscal de campo había guardado su uniforme; cojo el revólver y algo de munición, compruebo que la puerta está cerrada con llave y vuelvo a ataviarme con mi atuendo de camarero. También cojo uno de los abrigos del mariscal de campo y me dirijo a la ventana.