—Intenté descubrir cosas, sí —respondo, apoyándome en el respaldo de nuevo—, pero...
—Pero se rindió. —El doctor asiente y apunta.
—Lo intenté. Mandé cartas a todos los despachos, oficinas, departamentos, bibliotecas y universidades que encontré. Me pasaba las noches en vela, escribiendo a toda esa gente, y estuve semanas esperando en antesalas, recepciones, pasillos y salas de espera. Terminé con calambres de tanto escribir, un resfriado terrible y una citación para comparecer ante el Comité de Subvención (Abuso) de Pacientes Externos del hospital. Les parecía enorme la cantidad de dinero que había gastado en sellos.
—¿Y qué descubrió? —El doctor parece divertirse con esto.
—Que es imposible intentar averiguar algo interesante sobre el puente.
—¿A qué llama «algo interesante»?
—Dónde está, qué hay a cada extremo, cuál es su antigüedad... Ese tipo de cosas.
—¿Y no ha habido suerte?
—No creo que la suerte tenga nada que ver con todo eso. Creo que nadie lo sabe y a nadie le importa. Todas mis cartas desaparecieron o me fueron devueltas sin abrir, o con respuestas anexas en idiomas que no pude entender y que ningún conocido llegó a descifrar.
—Bien —el doctor parece sopesar la situación—, tiene un problema con los idiomas, ¿verdad?
En realidad, sí lo tengo. En uno solo de los sectores del puente se hablan hasta doce idiomas distintos, jergas especializadas originadas por las diferentes profesiones y los grupos de trabajadores que conviven desde hace años en el puente. Con el tiempo, estas lenguas se han refinado, alterado y completado, hasta alcanzar un punto de incomprensión mutua. Y ahora nadie puede explicar cómo se desarrolló el proceso ni recordar la época en la que aún no se había iniciado. Cuando salí del coma, se descubrió que yo hablaba el idioma del Personal y la Administración: la lengua oficial y ceremonial del puente. Sin embargo, todos los demás hablan al menos un idioma más, normalmente relacionado con su posición social o con su oficio. Pero yo no. Cuando me encuentro en medio del bullicio de una de las calles del puente, más de la mitad de las conversaciones me resultan ininteligibles. Lo cierto es que la profusión de idiomas me fastidia un poco, pero supongo que para los pacientes más paranoicos del doctor, la plétora de idiomas debe deparecer casi conspirativa.
—Pero no es solo eso. Busqué información sobre la construcción del puente y su propósito original. Intenté encontrar libros, revistas, periódicos, documentales..., cualquier documento que hiciese referencia a cualquier lugar fuera del puente, o anterior a él, o ajeno a él. Y no hay nada. Todo se ha perdido, ha sido robado, destruido o traspapelado. ¿Sabía que solamente en este sector del puente han perdido (¡perdido!) una biblioteca entera? ¡Una biblioteca! ¿Cómo demonios se pierde una biblioteca?
—Bueno, los lectores suelen perder libros. —El doctor Joyce se encoge de hombros.
—¡Venga!, ¿y qué más? ¿Una biblioteca entera? Había decenas de miles de libros en ella. Lo comprobé. Libros, periódicos, documentos, mapas y...
Soy consciente de que mi tono empieza a sonar afectado.
—La Biblioteca de Archivos y Material Histórico de la Tercera Ciudad, desaparecida para siempre, está registrada en este sector delpuente. Hay numerosas noticias que aluden a ella, y referencias cruzadas a los libros y documentos que albergaba, e incluso recuerdos de eruditos que acudían allí a estudiar. Pero nadie sabe dónde está y nadie conoce otra cosa de ella que no sean referencias. Y ni siquiera la buscan. Dios mío, es como si hubiesen enviado a algunaespecie de pelotón de búsqueda de bibliotecarios o bibliófilos o algo así. No olvide su nombre, doctor, y me llama si por casualidad la encuentra. —Me acomodo en la butaca y cruzo los brazos. El doctor toma algunos apuntes más.
—¿Cree que toda esa información que busca se le ha ocultado a usted a propósito?
—Bueno, al menos eso me daría una razón para continuar la búsqueda. No, pero no creo que exista malicia detrás de todo esto; debe de ser una combinación de embrollo, incompetencia, apatía e ineficacia. Y no se puede luchar contra eso. Sería como dar palos de ciego.
—Bien, entonces. —El doctor esboza una sonrisa glacial, con los ojos de un azul helado alimentado por los años—. ¿Y qué ha descubierto? ¿En qué momento decidió dejarlo?
—He descubierto que el puente es muy grande, doctor — respondo.
Grande y muy largo; se pierde en el horizonte en ambas direcciones. Me he puesto de pie sobre una torre de radio, situada en una de las cumbres más altas del puente, y he llegado a contar unos doce picos más, pintados de rojo, que sobresalen entre la bruma azul que separa la Ciudad y el Reino (ambos invisibles, no he visto tierra firme desde que aterricé aquí, exceptuando las islitas que hay cada tres secciones del puente). También es muy alto, como poco, más de cuatrocientos metros. En cada uno de los sectores habrá unos seis o siete mil habitantes, aunque hay espacio (y fuerza de resistencia) para una densidad de población mucho mayor.
En cuanto a la forma, podría describirse con letras. La sección transversal, en la parte más gruesa, es similar a una «A», cuya barra horizontal conforma la plataforma. En alzado, la parte central de cada sección es una «H» superpuesta a una «X». De ahí, hacia los lados, salen seis «X» más, cuyo tamaño va menguando progresivamente hasta llegar a los arcos de unión (que tienen otras nueve «X» pequeñas cada uno). Al visualizar todas las «X» unidas por los laterales, aparece una silueta más que razonable de la estructura general. ¡Presto! ¡El puente!
—¿Eso es todo? —pregunta perplejo el doctor Joyce—, ¿«es muy grande» y nada más?
—Es lo único que necesitaba saber.
—Pero, aun así, lo dejó.
—Continuar me hubiera convertido en una persona obsesiva. Ahora solo busco divertirme. Tengo un apartamento muy agradable y una pensión razonable para gastarme en cosas que me gustan. Visito museos, voy al teatro y al cine, asisto a conciertos, disfruto de la lectura, he hecho algunos amigos (la mayoría pertenecientes al grupo de los ingenieros), practico deportes, como bien sabe usted, espero poder ingresar en un club náutico... Me busco ocupaciones. Yo no llamaría «dejarlo» a todo eso. Sigo aquí, y me lo paso bien.
El doctor Joyce se levanta, con una rapidez casi sorprendente, lanza el bloc de notas sobre su mesa y empieza a pasearse de un lado al otro, desde los estantes repletos de libros hasta los estores de las ventanas. Se golpea los nudillos. Yo me miro las uñas. Él niega con la cabeza.
—Me parece que no se está tomando demasiado en serio todo esto, Orr —afirma. Se acerca a la ventana y sube los estores, que dejan entrever un día soleado, con un cielo azul intenso—. Acérquese —me ordena.
Con un suspiro y una leve sonrisa de «bien, si le hace ilusión», me aproximo al doctor.
Justo delante, a poco más de trescientos metros más abajo, está el mar, azul grisáceo, algo revuelto. Algunos yates y botes pesqueros forman pequeñas motas sobre él, que las gaviotas sobrevuelan en círculos. El doctor señala hacia un lado (su consulta se encuentra ligeramente en voladizo, lo que permite observar uno de los lados del puente).
La clínica donde se encuentra la consulta del doctor se alza con majestuosidad sobre la estructura principal, prominente como un tumor en pleno desarrollo. Desde donde estamos, la elegancia del puente parece inexistente, desordenada, incluso excesivamente sólida.
Sus laterales inclinados, rojizos y corrugados, se elevan desde el pedestal de granito que nace del mar, a unos trescientos metros hacia abajo. La estructura entramada da lugar a diversas plataformas, huecos de ascensor, chimeneas, vigas, pasarelas, tuberías, antenas y banderas de todos los tamaños, formas y colores. Hay edificios pequeños y grandes, despachos, talleres, viviendas y tiendas, todos ellos fijados como lapas angulosas de metal, vidrio y madera, a los grandiosos tubos y listones entretejidos del propio puente, revueltos y apiñados entre los miembros de la estructura original, pintados de rojo, como si fueran hernias quebradizas nacientes de inmensos grupos musculares.