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Ella también había formado una especie de sociedad; había invertido en una librería feminista que habían creado dos antiguas amigas suyas. Otras mujeres se habían unido al proyecto y ya eran siete en el colectivo.

«Locura económica» era la expresión que su hermano empleaba para definir el negocio. Ella ayudaba en la tienda ocasionalmente y él siempre acudía allí en primer lugar cuando buscaba un libro en concreto, pero se sentía ligeramente incómodo, y raras veces hallaba lo que quería. En una reunión, una de las mujeres reprochó a Andrea el haberle dado un beso de despedida tras haber comprado unos libros. De entrada, Andrea se limitó a reírse de ella, pero luego se sintió poco respaldada. Pidió disculpas por la risa, pero no por el beso. Cuando ella se lo contó, él se cuidó de no besarla o tocarla cuando visitaba la librería.

—Oooh, mierda —dijo él mientras veían los resultados de las elecciones en televisión, sentados en la cama. Andrea negó con la cabeza, decepcionada, y alargó el brazo hacia el Black Label, que estaba en la mesita de noche.

—No pasa nada, muchacho; tómate un whisky e intenta no pensar en ello. Piensa mejor en el tipo de gravamen.

—A la mierda con eso. Prefiero cuidar más mi conciencia que mi saldo bancario.

—Tu asesor se va a marear con tus archivos.

Un nuevo informe oficial anunció otra victoria tory, ovacionada por sus seguidores. El también negó con la cabeza.

—Este país se va a la mierda —murmuró.

—Pues sí —coincidió Andrea, haciendo rodar el vaso de whisky entre sus manos y mirando el televisor a través de él, con las cejas levantadas.

—Bueno... al menos es una mujer —dijo él, abatido.

—Será una mujer, pero vaya mujer.

Escocia votó a los laboristas, que vencieron sobre el SNP. La honorable Margaret Thatcher entró en el Parlamento.

Él volvió a negar efusivamente con la cabeza.

—Ooooh, mierda.

El negocio marchaba bien, incluso tuvieron que rechazar varias solicitudes. Al cabo de un año, su asesor contable ya le recomendaba que adquiriese una casa mayor y un coche nuevo. «Pero a mí me gusta mi apartamento», se quejó a Andrea. «Mantenlo y cómprate otra casa», resolvió ella. «¡Pero solo puedo vivir en un sitio! En cualquier caso, siempre he pensado que es inmoral tener dos casas cuando hay gente que vive sin un techo bajo el que cobijarse». Andrea se desesperaba con él. «Pues deja que alguien viva en el apartamento, o en la casa que vas a comprar, pero recuerda la cantidad de impuestos extraordinarios que tendrás que pagar si no haces caso a tu asesor contable».

«Ah», asintió él.

Vendió el apartamento y compró una casa en Leith, con vistas al estuario del río Forth. Tenía cinco dormitorios y un gran garaje de dos plazas: compró un nuevo GTIy un Range Rover, para tener contento a su asesor y para llenar el garaje. En realidad, el coche grande le resultaba muy útil en las visitas de obras. Aquel año, habían trabajado mucho con empresas de Aberdeen, con lo que se reunió en varias ocasiones con la familia de Stewart. En una de sus visitas, terminó en la cama con una hermana de Stewart, una profesora divorciada. Nunca se lo contó a su amigo, aun sin la certeza absoluta de que le hubiese importado. Pero sí se lo dijo a Andrea.

—¡Una profesora! —exclamó ella con una sonrisa—. ¿Ha sido una experiencia educativa? —Él le sugirió no comentarle nada a Stewart—. Muchacho... —respondió ella sujetándole el mentón con una mano y mirándolo muy seria—, eres tonto.

Andrea lo ayudó a decorar la casa y le aportó en esquemas completamente nuevos.

Una tarde, él se había subido a una escalera para pintar el techo de color rosa, cuando experimentó un repentino déjà vu. Dejó de dar brochazos. Andrea se encontraba en la habitación de al lado, silbando distraídamente. Él reconoció la melodía: The River. Permaneció en la cima de la escalera, en la estancia vacía y resonante, y se recordó a sí mismo de pie, en una amplia habitación llena de muebles cubiertos con sábanas en la casa de Moray Place un año antes, ataviado con la misma ropa manchada de pintura, escuchándola silbar desde el dormitorio contiguo, y sintiendo una enorme y simple felicidad. Tengo la mayor de las suertes, pensó. Tengo tantas cosas buenas... pero todavía quiero más, probablemente más de lo que puedo abarcar; en realidad, anhelo cosas que seguramente no me harían feliz aunque las consiguiera. Pero, aun así, las quiero. Forma parte de la satisfacción.

Si mi vida fuese una película, pensó, ahora saldrían los títulos de crédito, con un fundido de esta sonrisa beatífica en una habitación vacía, el hombre encaramado en la escalera improvisando, renovando, mejorando. Corten. Fin.

Bueno, se dijo a sí mismo, pero no es una película. En aquellos momentos, se encontraba inmerso en una oleada de pura alegría, el simple placer de estar donde quería estar y de ser quien quería ser, y de conocer a quien quería conocer. Lanzó la brocha a una esquina de la habitación, saltó de la escalera y fue en busca de Andrea, que trabajaba con el rodillo sobre una pared.

—¡Dios mío! Creía que te habías caído... ¿Se puede saber qué significa esa sonrisa?

—Me acabo de acordar —respondió él, quitándole el rodillo de las manos y tirándolo tras él— de que no hemos estrenado esta habitación.

—Ya no me acordaba del efecto que te produce el olor a pintura.

Follaron contra la pared, por cambiar un poco. La camisa de Andrea se quedó pegada a la pintura húmeda; no pudo parar de reír hasta que le cayeron las lágrimas.

Él se había aficionado al cine. Durante el último festival, ambos habían asistido a más proyecciones que a obras o conciertos, y de repente, se dio cuenta de que se había perdido cientos de películas que deseaba ver. Se unió a una sociedad cinéfila, se compró un vídeo y rastreó diversas tiendas en busca de buenos largometrajes. Si por casualidad tenía que viajar a Londres por trabajo, intentaba empaparse de cine todo lo que podía. Le gustaba casi todo; en realidad, le gustaba ir al cine.

Un grupo musical escocés, llamado The Tourists, triunfó notablemente en las listas de éxitos. Su cantante terminó convirtiéndose en la voz femenina solista de Eurythmics. La gente le preguntaba si tenían algún parentesco. «Desgraciadamente, no», suspiraba él.

Andrea tuvo varias aventuras amorosas y él intentó no sentir celos. En realidad, no son celos, se decía a sí mismo; es algo más parecido a la envidia. Y al miedo. Alguno podría ser mejor hombre y mejor amante que yo.

En una ocasión, ella estuvo fuera de circulación durante casi dos semanas seguidas, intervalo de tiempo durante el que mantuvo una relación con un joven profesor de la universidad Heriot-Watt, que empezó con un flechazo y terminó con portazos, lanzamiento de objetos y cristales rotos en un lapso de doce días. Él la echaba mucho de menos. Se tomó la segunda semana libre y salió a pasar unos días fuera. El Range Rover y el GTIse habían complementado con una Ducati; tenía una tienda de campaña individual, un saco de dormir y el mejor equipamiento de excursionismo. La moto salió rugiendo hacia el oeste y lo llevó a varios días de caminatas solitarias por las colinas.

Cuando regresó, ella ya había terminado con el profesor. Hablaron por teléfono, pero ella se mostraba extrañamente reticente a verlo. Él se quedó preocupado y le costó dormir durante unos días. Cuando finalmente se reunieron una semana más tarde, él vio restos de una marca amarillenta en el ojo izquierdo de ella. Se dio cuenta porque ella olvidó no quitarse las gafas oscuras en el pub.

—¿Por eso no querías verme? —preguntó él.

—No hagas nada —respondió ella—. Por favor. Ya se ha terminado todo. Podría haberlo estrangulado, pero ahora ya está. Si le pones un dedo encima, no te vuelvo a hablar en la vida.