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—Una perspectiva más responsable que esa cuadrilla de mierdosos alucinados.

—Vale, suficiente. Pon otra ronda.

La casa de Moray Place, residencia de la señora y la señorita Cramond, ya era de sobra conocida, especialmente en épocas de fiesta. No se podía entrar en el lugar sin tropezar con algún artista o alguna nueva autoridad en ficción escocesa, o algún cabreado adolescente con acné arrastrando sintetizadores y amplificadores de un lado al otro.

«El Club de las Últimas Oportunidades», llamaba él a la casa. Andrea se había encauzado en una vida que le parecía notablemente agradable; seguía trabajando en la librería, traduciendo libros rusos, escribiendo artículos, tocando el piano, dibujando y pintando, socializándose, visitando a amigos, viajando a París, acudiendo a conciertos, obras y estrenos de películas con él, y también a la ópera y al ballet con su madre.

Un día, fue a buscarla al aeropuerto. Volvía de París. La miró; caminaba segura de sí misma, con la cabeza bien alta, saliendo de aduanas; lucía un gran sombrero rojo, una chaqueta azul, una falda roja, medias azules y unas botas rojizas de piel. Sus ojos brillaban, su tez estaba resplandeciente; su rostro se transformó en una amplia sonrisa cuando lo vio. Tenía treinta y tres años y nunca había estado tan hermosa. En aquel instante, él sintió una extraña amalgama de emociones. Envidió su felicidad, su seguridad, su proceder tranquilo ante los problemas y los traumas de la vida, la forma en que lo trataba todo, como se trata a un niño que se ilusiona con una historia; sin condescendencia, con esa graciosa seriedad, la misma mezcla irónica de indiferencia y afecto, incluso amor. Él recordó sus conversaciones con el abogado, y pudo ver parte del carácter de aquel hombre en su hija Andrea.

Eres una mujer afortunada, Andrea Cramond, pensó mientras ella le tomaba el brazo, en el vestíbulo del aeropuerto. No por mí, y no tan afortunada como yo de alguna forma, porque disfruto de más tiempo contigo que cualquier otra persona, porque si no...

Dejemos que fluya, pensó. No hay que permitir que los idiotas vuelen el mundo, ni que ocurra nada terrible. Tranquilo, muchacho. ¿Con quién estamos hablando en realidad? No tardó demasiado en poner la moto en venta.

Aquel invierno, su padre se cayó y se rompió la cadera. Parecía muy pequeño y frágil cuando fue a verlo al hospital, y también mucho más viejo. La primavera siguiente, se sometió a una operación por una hernia y volvió a caerse poco después de abandonar el hospital. Se rompió la pierna y la clavícula. Pero no aceptó trasladarse a vivir a Edimburgo con su hijo, porque tenía cerca a todos sus amigos. Morag y su marido también se ofrecieron para alojarlo, y Jimmy escribió desde Australia para proponerle pasar unos meses con él allí. Pero el viejo no quería moverse de donde estaba. Aquella vez estuvo más tiempo ingresado y, cuando le dieron el alta, no logró recuperar el peso que había perdido. Una enfermera de asistencia domiciliaria acudía a ayudarlo cada mañana. Un día, lo encontró junto a la chimenea, aparentemente dormido, con una suave sonrisa en el rostro. También había sido el corazón. El doctor dijo que, probablemente, no se había enterado de nada.

Lo organizó todo para el funeral, al que asistieron todos sus hermanos y hermanas, incluso Sammy, de permiso por razones familiares, y Jimmy desde Darwin. Él le preguntó a Andrea si le importaba no acudir, y ella le aseguró que no, haciéndose cargo de la situación. Cuando todo hubo terminado, le sentó bien volver a Edimburgo, al trabajo y a ella. Nunca llegó a perder la sensación de malestar que se apoderaba de él cuando recordaba a su anciano padre, y pese a no haber derramado una lágrima, sabía que lo había querido y no se sintió culpable por su seco dolor.

—Ay, mi muchacho huérfano —le decía Andrea cariñosamente, y aquel era su consuelo.

La empresa se expandió y contrataron a varias personas. Compraron oficinas nuevas en la New Town. Discutió con los otros socios sobre los sueldos de los empleados; para él, todos deberían de tener cierto nivel de participación.

—¿Cómo? —exclamaron los otros dos—. ¿Un colectivo de trabajadores? —Sonrieron con cierta tolerancia.

—¿Y por qué no? —preguntó él. Los dos eran simpatizantes del SDP; y la participación del trabajador era una de las ideas aprobadas por la alianza.

Se negaron, pero establecieron un sistema de primas.

Un día, Andrea llegó de París, pero en aquella ocasión no sonreía. En realidad, parecía que se le revolvieran las tripas. Oh, no, pensó. ¿Qué pasa?

Ella no habló de ello, fuese lo que fuese. Aseguró que no ocurría nada malo, pero estaba muy seria y pensativa la mayor parte del tiempo, reía poco, y miraba distraídamente al infinito, se disculpaba y había que repetirle las cosas. Él estaba muy preocupado. Pensó en telefonear a Gustave en París para preguntarle qué diablos le sucedía a Andrea, y qué había ocurrido.

No llamó. Inquieto, trató de distraerla, llevándola a cenar, a ver una película o a casa de Stewart y Shona; intentó organizar una velada nostálgica en el Loon Fung, cerca de su antiguo apartamento de Canonmills, pero nada de todo aquello funcionó. No conseguía imaginar qué le sucedía. La señora Cramond compartía su preocupación por ella, y también intentó sonsacarle el problema. Y finalmente lo consiguió, tres meses y dos visitas a París más tarde. Andrea le contó a su madre lo que le ocurría y volvió de nuevo a Francia. La señora Cramond lo llamó por teléfono, «EM», le dijo. Gustave tenía esclerosis múltiple.

—¿Por qué no me lo has dicho? —preguntó él.

—No lo sé —respondió ella con desgana, con los ojos nublados y la voz apagada—. No lo sé. Y no sé qué hacer. No tiene a nadie que lo cuide, al menos no como hay que hacerlo...

Cuando escuchó aquellas palabras, un escalofrío recorrió su cuerpo. Pobre tío, pensó, con toda la sinceridad; pero luego siguió pensando... Es una enfermedad tan lenta, ¿por qué no podía morir rápidamente? Y se odió a sí mismo por sus pensamientos.

Otra discusión: durante la huelga del 84, se negó a aplastar un piquete de mineros y la empresa perdió un contrato.

Andrea cada vez pasaba más tiempo en París; y cada vez menos gente acudía a la casa de Moray Place. Cuando venía de Francia tenía un semblante cansado y, aunque le costaba enfadarse y era dócil con los demás, también le costaba reírse y se guardaba de tomarse cualquier disfrute realmente en serio. A él le pareció notar algo más de ternura en ella cuando hacían el amor, lo mismo que una sensación de lo preciosos y efímeros que eran aquellos ratos con ella. Ya no podía calificarse de divertido como antes, pero de alguna forma, el acto había adquirido una resonancia añadida, se había transformado en una especie de lenguaje.

A veces, cuando ella estaba en París, él se encontraba solo en la gran casa, leyendo o mirando la televisión o trabajando en la mesa de dibujo; y si su nivel de alcoholemia estaba dentro de lo permitido, cogía el Audi Quattro y conducía hasta North Queensferry para sentarse bajo el gran puente oscuro, escuchando el sonido del agua contra las rocas y el rugido de los trenes sobre su cabeza. Se fumaba un porro o respiraba el aire fresco. Si acaso sentía lástima por sí mismo, solo era una tímida parte de su mente la que lo hacía; la otra parte parecía un halcón o un águila; hambrienta, cruel y de mirada penetrante. La autocompasión duraba apenas unos segundos, y luego el ave depredadora se lanzaba sobre ella, y la rasgaba y la abría.

El pájaro era el mundo real, un mercenario enviado por su avergonzada conciencia, la enfurecida voz de todas las personas del mundo, aquella gran mayoría que era peor que él; una cuestión de sentido común.