Descubrió, con un disgusto importante, que el puente no se pintaba de un extremo al otro a lo largo de un período de tres años. Se hacía de forma gradual, y el ciclo duraba entre cuatro y seis años. Se cayó otro mito; gajes del oficio.
Andrea pasaba casi la mitad del tiempo en París. Allí tenía otra vida y otro grupo de amigos. Él conoció a algunos de ellos cuando visitaron Edimburgo; un editor de una revista, una mujer que trabajaba en la UNESCO, un profesor universitario que impartía clases en la Sorbona; gente agradable. Todos eran amigos de Gustave. Debería haberme marchado yo también, se decía a sí mismo, tendría que haberme ido y hacer nuevos amigos. ¿Por qué seré tan estúpido? Puedo diseñar una estructura que soporte miles de toneladas durante treinta años o más, y hacerla tan resistente, sólida y segura como cualquier otro ingeniero, con un buen equilibrio entre peso y presupuesto, pero no soy capaz de ver a dos palmos de mis narices cuando se trata de ser sensato con mi propia vida. Si acaso existe un diseño para mí, se me escapa.
Se compró un Toyota MR2 y el último modelo del Audi Quattro. Se apuntó a clases de vuelo, desarrolló un sistema de sonido con piezas fabricadas en Escocia, se compró la cámara Minolta 7000 en cuanto salió a la venta, incorporó un reproductor de CDal equipo de música y se planteó la posibilidad de comprar un yate. Salía a navegar río arriba hacia los dos grandes puentes desde el puerto deportivo de Port Edgar, en la ribera sur del Forth, con antiguos amigos de Andrea.
No estaba del todo satisfecho con el Audi y el Toyota. Siempre había un coche mejor; un Ferrari o un Aston o un Lambo o una edición limitada de Porsche o lo que fuera... Decidió abandonar la competición y optar en su lugar por la elegancia. Compró a un particular un Jaguar MKII 3.8 muy bien cuidado; vendió el Audi y el Toyota.
Retapizó su nuevo coche en piel rojiza. En un taller mecánico especializado lo desmontaron, cambiaron los pistones, las válvulas y el carburador, y le adaptaron el sistema de inyección electrónica; revisaron completamente la suspensión, instalaron mejores frenos, neumáticos nuevos y una nueva palanca de cambios. Él completó el proceso con cuatro nuevos cinturones de seguridad, el parabrisas laminado, faros más potentes, elevalunas eléctricos, cristales tintados, techo solar y un dispositivo antirrobo del que nunca lograba acordarse. El coche pasó tres días en otra empresa especializada, donde le instalaron un nuevo sistema de sonido con un reproductor de CD. «Hace sangrar los oídos», le decía él a todo el mundo, «y todavía no he encontrado todos los altavoces que quiero. Con el amplificador, no sé qué es lo que se rasgará primero con las vibraciones, si mis tímpanos o la carrocería» (lo había repintado con una capa de antioxidante y doce de pintura, todo a mano).
—¡Qué pasada! —exclamó Stewart cuando le confesó lo que le había costado todo—. Por ese precio, podías haberte comprado un coche nuevo.
—Lo sé —repuso él—. Pero también te puedes comprar un coche nuevo con lo que pagas por el seguro de un año y por un juego de neumáticos nuevos.
Pero nada parecía funcionar a la perfección. El coche hacía ruidos preocupantes, el reproductor de CDde casa se quedaba atascado, tuvo que cambiar la cámara de fotos, casi todos los discos que compraba parecían rayados y la lavadora no dejaba de inundar la cocina. Se percató de que había perdido temple con los demás, y los embotellamientos urbanos lo enfurecían; una especie de impaciencia penetrante se había adueñado de él, lo mismo que una insensibilidad de la que no podía evadirse. Hizo una donación a Live Aid, pero su primera reacción cuando escuchó el disco de Band Aid fue recordar un revolucionario dicho de moda que comparaba la caridad bajo el capitalismo con curar el cáncer con una tirita.
Ni siquiera el festival de 1985 pudo mejorar su estado de ánimo. Andrea pasó unos días con él, en la butaca contigua de una sala de conciertos o de un cine, o en el asiento del copiloto del coche, o al otro lado de la cama, pero no estaba realmente con él, al menos no con todo su ser. Parte de sus pensamientos estaban escondidos, ocultos para él. Seguía sin querer hablar del tema. Se enteró por terceros de que la EM de Gustave se estaba complicando e intentó sacar el asunto a colación, pero ella no cooperaba en absoluto. Le desesperaba que hubiera temas de los que no pudieran hablar. En realidad era culpa suya; él nunca había querido hablar de Gustave. Y ahora ya no se podían cambiar las normas.
En ocasiones soñaba con el hombre moribundo de la otra ciudad, y a veces le daba la impresión de que podía verlo, tumbado en una cama de hospital y rodeado de máquinas.
Andrea regresó a París a medio festival. Él solo no podía soportar el bombardeo cultural, y le pidió prestada una Bonneville a un amigo para salir hacia Skye.
Llovía.
La empresa iba mejorando día a día, pero él había empezado a perder el interés. Al final, ¿qué es lo que estoy haciendo?, reflexionaba. Otro puto ladrillo en el muro, otra muela en la máquina. Hago dinero para las empresas y sus accionistas, y para los gobiernos que se lo gastan en armas que nos pueden matar a todos una y mil veces; ni siquiera desempeño las funciones de un trabajador decente, como hacía mi padre; soy un puto jefe, contrato gente, tengo empuje e iniciativa (o, al menos, los tenía); en realidad, hago que las cosas funcionen solo un poquito mejor de lo que funcionarían sin mí.
Volvió a racionarse el whisky y pasó temporadas limitándose al agua mineral. Dejó el hachís casi completamente cuando se dio cuenta de que ya no lo disfrutaba. Solo fumaba cuando iba a ver a Stewart. Por los viejos tiempos.
Empezó a esnifar coca con regularidad; al principio, era el ritual de los lunes por la mañana, y después el comienzo natural de algunas salidas nocturnas, hasta una noche en que estaba viendo la televisión y preparando un par de generosas rayas antes de salir de copas. Emitían un reportaje sobre la hambruna en África. Se vio obligado a apartar la vista de un niño con los ojos extintos y la piel negra y seca como las alas de un murciélago. Miró hacia abajo, a la mesa junto a la que estaba agachado, y vio su rostro reflejado en el cristal a través del fulgente polvo blanco. Se había metido tres mil libras de aquella cosa por la nariz la semana anterior. Mierda, pensó.
Un mal año. Otro mal año. Empezó a fumar. Aceptó finalmente que necesitaba gafas. Su calvicie ya era del tamaño del desagüe de una bañera. Sus sentimientos se debatían entre las últimas inquietudes de la juventud y las últimas oportunidades propias de la edad. Tenía treinta y seis años, pero se sentía como un joven de dieciocho a punto de cumplir setenta y dos.
En noviembre, Andrea le dijo que estaba pensando en quedarse en París para cuidar de Gustave. Tendrían que casarse si su familia insistía. Esperaba que lo entendiese.
—Lo siento, muchacho —dijo ella, con la voz apagada.
—Sí —respondió él—. Y yo también.
Qué coño, supongo que no puedo quejarme, no me ha ido mal y eso, pero no me apetece dejarlo todo justo ahora. Supongo que un caballero de la espada nunca deja de serlo. Muy pocos viven hasta mi edad, soy excepcional, es lo que hay. Me imagino que no lo habría conseguido sin el maldito familiar en el hombro, pero no se lo digo; bastante engreído es ya sin que yo le haga la rosca. Sin embargo, no ha encontrado la solución para nuestro pequeño problema, o sea, hacernos viejos. Parece que no es tan listo.
De todas formas, aquí estoy, sentado en la cama, mirando los monitores de vigilancia de circuito cerrado y pensando guarradas, intentando que se me ponga dura. Me acuerdo de Angharienne y de todo lo que hacíamos. ¡Cómo nos despertábamos! Parece difícil de creer, pero cuando eres joven lo pruebas todo. Vale, solo se es joven una vez, como se suele decir (el pequeño familiar no está de acuerdo, pero aún tiene que demostrar que me equivoco). Supongo que trescientos años no están mal, pero joder, todavía no estoy preparado para morirme, aunque parece que no tengo elección. El familiar ha intentado algunas cosas (él tampoco tiene elección, porque lo tengo unido a mí), pero hasta ahora ninguna ha funcionado y creo que al muy cabrón se le han agotado las ideas. Dice que aún le quedan balas en la recámara, que no sé lo que quiere decir, pero bueno. Lo que sea. El familiar está sentado en la mesita de noche, arrugado y gris. Ya no se sienta en mi hombro desde que hicimos el castillo volador (él lo llama «barco», pero le gusta confundir las cosas, porque a la habitación la llama «puente de mando»). Lo que pasó fue que volvimos a ver al brujo que me ayudó a entrar en el Inframundo y los dos (el brujo y el familiar) tuvieron una pelea y yo tuve que mirar desde un rincón, congelado por un hechizo que el maldito familiar nos había echado. Al final ganó el familiar, pero entonces, cuando ya podía habérmelo quitado de encima, se dio cuenta de que no podía hacer lo que quería, que era ocupar el cuerpo del brujo; parece que va contra las normas y eso; yo lo podía sacar del Inframundo, pero él no podía poseer un cuerpo vivo, tenía que hacerlo con un objeto inanimado. Se quedó hecho polvo, el pobre. Atrapado en el pequeño cuerpo del familiar y sin poder escapar. Se cabreó mucho y empezó a destrozar la guarida del brujo, y yo pensé que luego iría por mí, pero no. Al final se tranquilizó, volvió a mi hombro y me liberó del hechizo. Me explicó que estábamos destinados a estar juntos para bien o para mal, y que tendríamos que llevarnos lo mejor posible.