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Voy acercándome lentamente a lo largo del día, descansando solo durante un breve lapso de tiempo en el que el sol se encuentra a su máxima altura. En ocasiones, trepo hasta las cimas de las dunas, para asegurarme de que el puente está realmente ahí. Me encuentro a unos tres kilómetros de distancia cuando mis confusos ojos reconocen la verdad; el puente está en ruinas.

Las secciones principales están prácticamente intactas, aunque algo deterioradas, pero los enlaces, las plataformas y los pequeños puentes dentro de otros puentes han sido destruidos, y muchas zonas de los extremos de la sección han desaparecido con ellos. El puente ya no parece una sucesión de hexágonos extendidos, sino más bien una línea de octógonos aislados. Todavía tiene pies y huesos, pero sus brazos, sus conexiones, se han esfumado.

No veo movimiento alguno, ni destellos de luz repentina. El viento suspira arena sobre las dunas, pero no se oye ningún sonido procedente del gran esqueleto ocre del puente. Sigue erguido, pálido, demacrado, enclavado en la arena, con las suaves olas doradas lamiendo sus pedestales de granito.

Finalmente, me introduzco bajo su sombra, con un tremendo sentimiento de gratitud. El viento ardiente gime entre las grandes vigas. Encuentro una escalera de caracol y empiezo a subir. Hace mucho calor y vuelvo a tener sed.

Reconozco este lugar. Sé dónde estoy.

Todo está desierto. No veo esqueletos, pero tampoco encuentro supervivientes. Sobre la plataforma del tren yacen algunos viejos vagones y locomotoras, oxidados como los raíles sobre los que reposan; finalmente fusionados con el propio puente. La arena ha llegado también hasta aquí, tiñendo de dorado las vías y las máquinas.

Mi viejo refugio, al fin. Encuentro el Dissy Pitton's. Apenas reconocible. Las cuerdas y los cables que sostenían las sillas y las mesas están cortados; los sofás y las butacas están tirados en el suelo polvoriento, como cuerpos de la antigüedad. Algunas piezas de mobiliario todavía cuelgan en una esquina, chirriando en el tétrico entorno. Me dirijo al salón con vistas al mar.

Una vez me senté aquí con Brooke. Justo aquí. Contemplamos el exterior y nos quejamos de los dirigibles; y después nos sobrevolaron los aviones. El desierto resplandece bajo los verticales rayos del sol.

La consulta del doctor Joyce. No reconozco el mobiliario, aunque siempre se trasladaba de un sitio a otro. Los estores, ondeando suavemente tras las ventanas rotas, parecen los mismos.

Una larga caminata me lleva al apartamento de verano abandonado de los Arrol. Está medio sumergido en la arena. La puerta está abierta. Solo se ven algunas partes de los muebles cubiertos por sábanas. La estufa está enterrada bajo las dunas de arena, lo mismo que la cama.

Vuelvo a la plataforma del tren y contemplo desde arriba la resplandeciente extensión de arena que rodea al puente. A mis pies, encuentro una botella vacía. La cojo por el cuello y la lanzo al vacío. Vuela centelleando bajo el sol y se desploma en la arena.

Más tarde, se levanta un viento que aúlla a través del puente, acariciándome y sacudiéndome. Me refugio en una esquina, observando cómo descascarilla la pintura de la gran estructura como una espátula que rasca sin descanso.

—Me rindo —afirmo.

Me da la impresión de que las dunas inundan mi cerebro. Mi cráneo es como el fondo de un reloj de arena.

—Me rindo. Ya no sé nada. Que alguien me lo diga: la cosa o el lugar. —Creo que es mi propia voz. El viento sopla cada vez más fuerte. No puedo oírme hablar, pero sé lo que intento decir. De pronto, estoy completamente seguro de que la muerte tiene sonido; es una palabra que cualquier persona puede pronunciar y que provocará y será su propia muerte. Intento pensar en esa palabra cuando algo rechina y se mueve a lo lejos, y unas manos me ayudan a alejarme de este lugar.

Una cosa es absolutamente evidente: todo es un sueño. De cualquier forma, sea como sea. Ambos lo sabemos.

No obstante, tengo una oportunidad.

Estoy en un lugar vacío donde todo resuena, tumbado en una cama. Hay máquinas a mi alrededor y cables conectados a mi cuerpo. Cada cierto tiempo, entra gente y me mira. Algunas veces, el techo parece de yeso blanco; otras, es como metal gris, otras como ladrillo rojo; y otras como láminas de acero ribeteadas, pintadas del color de la sangre. Al final, me doy cuenta de dónde estoy: en el interior del puente, dentro de sus huecos huesos metálicos.

Un líquido fluye hacia mi interior a través de mi nariz, y sale de mí mediante un catéter. Me siento más como una planta que como un animal, un mamífero, un simio, un humano. Parte de la máquina. Todos los procesos se han ralentizado. Tengo que encontrar un camino de vuelta; ¿romper los depósitos, tirar de los cables, romper las válvulas?

Algunas de estas personas me resultan familiares.

El doctor Joyce está aquí. Lleva una bata blanca y toma notas en un bloc. Estoy seguro de haber visto a Abberlaine Arrol, solo un segundo, hace un momento..., pero ataviada con un uniforme de enfermera.

Este lugar es grande y vacío. A veces huele a hierro y óxido, a pintura y a medicinas. Me han quitado el naipe y el pañuelo.

Estamos volviendo, ¿no es así? El doctor Joyce me sonríe. Lo miro e intento hablar. ¿Quién soy? ¿Dónde estoy? ¿Qué me está ocurriendo?

«Tenemos un tratamiento nuevo», me explica el doctor, como si hablase con un niño especialmente tonto. «¿Quiere que lo probemos? ¿Quiere? Podría mejorar. Firme aquí».

«Traiga, traiga. En vena, si quiere. Le vendería mi alma si creyera que la tengo. ¿Qué tal una fianza de varios millares de neuronas? Están bien cuidadas, doctor, su propietario es muy cuidadoso (ejem); ni siquiera las lleva a misa los domingos...»

Cabrones; es una máquina.

Tengo que contarle todo lo que recuerdo a una máquina que parece una maleta metálica encima de un carrito.

Es un proceso un poco lento.

Somos la máquina y yo, nada más. Durante un rato, han estado aquí un tipo de rostro amarillento y una enfermera, e incluso el buen doctor, pero ya se han marchado todos. Solo quedamos la máquina y yo. Empieza a hablar:

—Bien —dice...

Mira, todo el mundo puede equivocarse. ¿No se suponía que esta era la era de...? Bah, da lo mismo. Bien, de acuerdo. Yo estaba equivocado. Es mi puta culpa; lo siento. ¿Quieres un poco de sangre?

—Bien —dice—, sus sueños ya estaban terminando. Aquellos eran los últimos, justo antes de que apareciera aquí. Ahora es realmente usted.

—No me lo creo —afirmo.

—Lo hará.

—¿Por qué?

—Porque soy una máquina y usted confía en las máquinas, las comprende y no le asustan; le impresionan. Pero con las personas no le ocurre lo mismo.

Pienso en todo eso e intento formular otra pregunta:

—¿Dónde estoy?

—Su yo real, su cuerpo físico, se encuentra en estos momentos en la Unidad de Neurocirugía del Southern General Hospital de Glasgow. Lo trasladaron aquí desde el Royal Infirmary de Edimburgo... hace un tiempo —La máquina parece no tenerlo claro.

—¿No sabe cuánto? —le pregunto.

—Es usted quien no lo sabe —responde—. Lo trasladaron, es todo lo que ambos sabemos. Puede que fuera hace tres meses, tal vez cinco o incluso seis. En cualquier caso, en su sueño se encontraba a dos tercios del recorrido. Los tratamientos y las medicinas que han probado con usted han alterado su sentido de la percepción del tiempo.