—¿Qué es lo que ve? —me pregunta el doctor Joyce. Me inclino hacia delante, como si me hubieran pedido un análisis exhaustivo de alguna acuarela famosa.
—Veo un puto puente enorme, doctor.
El doctor Joyce suelta la cuerda de los estores, dejándolos abiertos. Toma aire y vuelve a sentarse en su escritorio, mientras garabatea no sé qué en su bloc de notas. Lo sigo.
—Su problema, Orr —asegura mientras escribe—, es que no se hace las preguntas suficientes.
—Ah, ¿no? —inquiero inocentemente. ¿Será una opinión profesional o simplemente un insulto personal?
En la ventana, un andamio de limpiacristales aparece desde arriba. El doctor Joyce parece no darse cuenta. El hombre del andamio golpea la ventana.
—Creo que van a limpiarle la ventana, doctor —le advierto. El doctor echa un rápido vistazo. El limpiacristales golpea alternativamente la ventana y su reloj de muñeca. El doctor vuelve a su bloc de notas, negando con la cabeza.
—No, ese es el señor Johnson —me aclara. El hombre del andamio tiene la nariz pegada al cristal.
—¿Otro paciente?
—Sí.
—Déjeme adivinar. Cree que es un limpiador de ventanas.
—En realidad, lo es, Orr. Y muy bueno. Sencillamente, se niega a volver a entrar. Se ha pasado los últimos cinco años en ese andamio, y las autoridades están empezando a preocuparse por él.
Miro al señor Johnson con un recién adquirido respeto. Qué agradable es ver a un hombre tan feliz con su trabajo. Su andamio está viejo y desordenado. Tiene botellas, latas, una pequeña maleta, una lona y algo parecido a un catre plegable en uno de los extremos, todo ello contrapesado por una amplia variedad de material de limpieza en el otro extremo. Vuelve a golpear la ventana con la escobilla de goma.
—Y para sus sesiones, ¿entra él o sale usted? —le pregunto al doctor mientras me acerco a la ventana.
—Ni lo uno, ni lo otro. Hablamos a través de la ventana abierta —responde el doctor mientras guarda el bloc de notas en un cajón. Cuando me vuelvo a mirarlo, está de pie, mirando el reloj—. De todas formas, llega muy pronto. Ahora tengo una reunión con el comité. —Intenta explicarle eso mismo al señor Johnson con gestos, mientras este agita la muñeca y se acerca el reloj al oído.
—Y, ¿qué pasa con el pobre señor Berkeley, sentado a modo de asiento?
—También tendrá que esperar. —El doctor saca unos papeles de otro cajón y los coloca en una carpeta.
—Qué lástima que el señor Berkeley no crea ser una hamaca — observo, mientras el señor Johnson sube el andamio y desaparece de mi vista —, así podrían esperar juntos.
El doctor me lanza una mirada furiosa.
—Salga de aquí, Orr.
—Claro, doctor. —Me acerco a la puerta.
—Vuelva mañana si tiene más sueños.
—De acuerdo. —Abro la puerta.
—¿Sabe una cosa, Orr? —dice el doctor, muy serio, guardando el portaminas de nuevo en su bolsillo—. Se da usted por vencido con demasiada facilidad.
Pienso un segundo en sus palabras y asiento.
—Tiene razón, doctor.
En la antesala, el Terrible Recepcionista me ayuda a ponerme la chaqueta, que ha cepillado meticulosamente durante mi sesión con el doctor.
—Bien, señor Orr, ¿qué tal le ha ido hoy? Bien, espero. ¿Sí?
—Muy bien. Estoy progresando, a grandes pasos y con profundas conversaciones.
—Ah, fantástico. Parece entonces que vamos por muy buen camino, ¿no es así?
—Completamente insuperable.
Tomo uno de los ascensores principales que descienden de la clínica apie de calle, sobre la plataforma de rodaje. Allí, rodeado de gruesas alfombras, arañas de luces tintineantes y brillantes obras de grabado en madera de caoba, con un capuchino que he pedido en el bar, me pongo a escuchar al cuarteto de cuerda que está tocando, enmarcado en las ventanas externas de la inmensa habitación que sigue descendiendo poco a poco.
Detrás de mí, sentados a una mesa ovalada acordonada por un rectángulo, veintitantos burócratas y sus ayudantes discuten acaloradamente sobre un complicado punto del día surgido durante la reunión, relativo a la estandarización de especificaciones contractuales en convocatorias a concurso para vías de locomotoras de carbón de alta velocidad (de polvo de carbón, por aquello de la prevención de incendios), según informa una pancarta situada dentro de la zona acordonada.
El ascensor desemboca en una calle abierta, situada sobre la plataforma principal. Es una avenida para peatones y bicicletas, con el suelo metálico, que fragua un camino relativamente recto entre la propia estructura del puente y la caótica y desordenada proliferación de tiendas, cafés y quioscos que bullen en este nivel.
La calle, que ostenta el majestuoso nombre de Boulevard Queen Margaret, se extiende próxima al eje exterior del puente. Sus edificios interiores forman parte del borde inferior del zigurat de arquitectura secundaria erguido sobre la estructura original. Los bordes exteriores colindan con las vigas principales y, en espacios intermitentes, ofrecen vistas del mar y del cielo.
La calle, larga y estrecha, me recuerda a las de las ciudades antiguas, donde edificios emplazados sin criterio alguno, como caídos del cielo, encerraban la propia vía pública y al enjambre de personas que esta amparaba. Aquí la imagen no resulta excesivamente diferente: la gente se mueve a empujones, caminando, en bicicleta, empujando cochecitos de bebé o tirando de carritos de la compra, charlando en sus distintos idiomas, vestida de civil o luciendo uniforme, y formando una masa densa de movimiento confuso donde la circulación fluye en ambas direcciones a la vez, y también a través del torrente principal, como glóbulos rojos en una arteria enloquecida.
Me quedo de pie en la plataforma elevada que hay a la salida del ascensor.
Por encima del bullicio, los continuos siseos y sonidos metálicos, las bocinas y los silbatos de los trenes del andén inferior suenan como chillidos de un submundo mecánico, mientras, de vez en cuando, un estruendo y un traqueteo tembloroso anuncian la llegada de un tren que pasa por un nivel inferior, acompañado de grandes nubes de vapor blanco que ascienden por la calle.
Arriba, donde debería estar el cielo, se ven las vigas del puente alto, oscurecidas por las humaredas de vapor ascendente, y atenuadas por la luz de sus propios caparazones de despachos y habitaciones infestados de gente. Se erigen como observando la tosca irreverencia de estas construcciones poco meditadas, con la majestuosidad y el esplendor propios del techo de una gran catedral.
Un coro histérico de pitidos crece desde un lado: un cochecito propulsado por un hombre se adentra en la multitud. Es un taxi para ingenieros. Solo los cargos importantes y los representantes de gremios eminentes tienen acceso a este tipo de vehículos. Las personas de clase acomodada pueden utilizar turismos, aunque en realidad pocas lo hacen, porque los ascensores y los tranvías locales son más rápidos. La única alternativa restante es la bicicleta, pero como las ruedas pagan impuestos en el puente, el único transporte relativamente económico para la mayoría es el monociclo. Y los accidentes proliferan.
La metralla de pitidos que precede al taxi emana de los pies del chico uniformado que lo maneja. En los talones de sus zapatos hay sendas bocinas que advierten a los demás de su presencia.
Me detengo en un café para pensar qué puedo hacer después de comer. Podría ir a nadar (hay una piscina que está muy bien, con poca gente, un par de niveles por debajo de mi apartamento) o podría llamar por teléfono a mi amigo Brooke, el ingeniero. Él y sus colegas acostumbran a jugar a las cartas por las tardes, cuando no se les ocurre nada mejor que hacer. O tal vez podría tomar un tranvía local e ir en busca de nuevas galerías: hace más o menos una semana que no compro ningún cuadro.