—¿Tiene..., tengo alguna idea de la fecha en la que estamos? ¿Cuánto tiempo llevo así?
—Eso es algo más fácil; siete meses. La última vez que Andrea Cramond vino a verlo mencionó que al cabo de una semana era su cumpleaños, y que si usted despertaba, sería el mejor...
—Ah, bien —interrumpo a la máquina—. Eso nos sitúa a principios de julio porque su cumpleaños es el día 10.
—Perfecto.
—Mmm... y supongo que no sabe mi nombre, ¿verdad?
—Correcto.
Permanezco en silencio durante un rato.
—Entonces —prosigue la máquina—, ¿piensa despertarse?
—No lo sé. Desconozco las alternativas. ¿Qué opciones tengo?
—Quedarse así o despertar —dice la máquina—. Tan simple como eso.
—Pero ¿cómo despierto? Ya intenté hacerlo de camino aquí, antes de llegar al desierto. Intenté despertar en...
—Lo sé. Me temo que no puedo ayudarlo con eso. No sé cómo debe hacerlo. Solo sé que puede hacerlo, si quiere.
—Y yo qué sé... ¿Quiero?
—Su opción —señala la máquina— es tan buena como la mía.
No sé qué me están inyectando, pero todo resulta muy confuso. La máquina parece real, cuando está aquí, pero no ocurre lo mismo con las personas. Es como si hubiera niebla dentro de mis ojos, como si su líquido se hubiera oscurecido, como si se hubieran inundado de cieno. Mis otros sentidos están afectados de una forma similar; oigo sonidos blandos y distorsionados. No huelo a nada ni noto ningún sabor. Me parece que incluso mis pensamientos se mueven a muy pocas revoluciones.
Estoy tumbado. Soy un hombre plano con respiración plana que intenta pensar con profundidad.
Al cabo de un rato, nada. Ni personas, ni máquina, ni visiones, ni sonidos, ni sabores, ni olores, ni tactos. Ni conciencia de mi propio cuerpo. Todo es gris. Solo recuerdos.
Me duermo.
Me despierto en una habitación pequeña con una puerta; hay una pantalla en una pared. La estancia es cúbica, está pintada de gris y no tiene ventanas. Estoy sentado en un gran sillón de piel que me resulta familiar, hay uno igual en la casa de Leith, en el estudio. En el brazo derecho hay un trocito quemado por un trozo de porro que cayó... ah, no; aquí no. Debe de ser un sillón nuevo. Me miro las manos. Tengo una pequeña cicatriz en una de ellas. Llevo unos zapatos Mephisto, unos vaqueros Lee y una camisa de cuadros. No tengo barba. Me siento más delgado de lo que recordaba.
Me levanto y echo un vistazo a la habitación. La pantalla no tiene botones. La iluminación de la estancia está oculta tras un falso techo. Todo es de cemento gris y hace calor. No hay una sola veta en las paredes o en el suelo, un trabajo impecable; me pregunto quiénes serían los contratistas. La puerta es de madera vulgar. La abro.
Al otro lado hay una habitación similar. No tiene sillón ni pantalla; solo hay una cama. Es una cama de hospital vacía; con sábanas blancas almidonadas y una manta de color gris doblada por una esquina, a modo de invitación.
Se oye un ruido procedente de la estancia que acabo de abandonar.
Si vuelvo allí y me encuentro a un tipo que se parece a mí, saldré como sea y encontraré a esa máquina y protestaré y me quejaré.
Regreso a la habitación del sillón. No me encuentro con Keir Dullea caracterizado. La habitación está vacía, pero la pantalla se ha encendido. Me siento en el sillón y la miro.
De nuevo, es el hombre postrado en la cama. Pero esta vez la imagen tiene colores; puedo verlo mejor. Está tumbado en una posición distinta, en una cama distinta, en una habitación distinta. En realidad es una sala pequeña, con tres camas más, dos de ellas ocupadas por hombres mayores con las cabezas vendadas. El lecho de mi hombre está rodeado por biombos, pero yo estoy sobre él, mirándolo desde arriba. Sus entradas son bastante evidentes. Me toco la cabeza; también tengo una considerable calva. Y el vello de mis brazos no es negro, sino marrón muy oscuro. Mierda.
El ambiente es más acogedor de lo que recordaba. Hay un jarro con flores amarillas sobre una mesita de noche. No hay ningún gráfico colgado a los pies de la cama; tal vez ya no sea un uso habitual en estos tiempos. El hombre lleva un brazalete de plástico en la muñeca, pero no alcanzo a leer lo que pone.
Ruidos lejanos; personas hablando, risillas de mujer, tintineos de botellas y un chirrido de ruedas en el suelo, creo. Aparecen dos enfermeras, entran en la zona rodeada por los biombos y le dan la vuelta al hombre. Le colocan bien las almohadas y lo dejan medio sentado, sin dejar de charlar entre ellas. Maldita sea, no puedo oír lo que dicen.
Las enfermeras abandonan la habitación. Empieza a entrar gente en escena, acercándose a las otras dos camas ocupadas. Son personas normales; una pareja joven visita a un abuelo, y una mujer mayor habla con el otro anciano. Nadie acude a ver a mi hombre. Aunque él tampoco parece muy preocupado.
Entonces llega Andrea Cramond. La veo rara desde mi perspectiva superior, pero está claro que es ella. Lleva un traje de chaqueta blanco de seda natural, unos zapatos rojos de tacón alto y una blusa de seda roja. Deja cuidadosamente la chaqueta (¿no se la compré el año pasado en Jenner?) a los pies de la cama, se acerca al hombre y se inclina para besarlo en la frente, y después en los labios; acariciándole el pelo con la mano. Se sienta en una silla junto a la cama, y cruza las piernas, apoyando el codo en el muslo y la barbilla en la mano. Mira al hombre. Yo la miro a ella.
Hay más líneas de expresión en su rostro, sosegado a la vez que preocupado. Las arruguitas bajo los ojos siguen ahí, pero ahora están acompañadas de ligeras sombras oscuras. Tiene el cabello más largo de lo que recordaba. No puedo ver bien sus ojos, pero esos pómulos, esa elegante nariz, esas cejas oscuras, esa fuerte mandíbula y esa suave boca..., todo eso sí puedo verlo.
Se inclina hacia delante y toma su mano, sin dejar de mirarlo. ¿Por qué está aquí? ¿Por qué no está en París?
Perdona, nena, ¿vienes mucho por aquí y eso?
(¿Esto es el presente? ¿Es el pasado?)
Al cabo de un rato, durante el que no le ha soltado la mano ni ha dejado de contemplar su rostro pálido e inexpresivo, baja lentamente la cabeza hacia las sábanas y entierra la cara en esa blancura almidonada. Sus hombros se contraen; una vez, dos veces.
La pantalla se oscurece y las luces se apagan. Las lámparas de la habitación contigua siguen encendidas.
Mi subconsciente, sospecho, trata de decirme algo. Las sutilezas nunca fueron su fuerte. Suspiro, apoyo las manos en los brazos del sillón de piel, y me levanto despacio.
Me quito la ropa y la tiro al suelo, junto a la cama. Hay un camisón de hospital doblada sobre la almohada. Me la pongo, me meto en la cama, me duermo.
Coda
¡Tonto! ¡Imbécil! ¿Qué demonios crees que estás haciendo? ¡Eras feliz allí! Piensa en el control, la diversión, las posibilidades... ¿Adónde vas a regresar? Posiblemente a que te larguen de la empresa, te procesen por conducir borracho (se acabaron los coches durante un tiempo, tío), a ser cada vez más viejo y menos feliz; a perderla por culpa de otra enfermedad y junto a otra cama. Siempre hiciste lo que ella quiso; ella te utilizó, pero tú a ella no; era una inversión de roles y a ti te jodieron. Ella te rechazó, no lo olvides. Te rechazó y no dejó de hacerlo, y si muestras síntomas de recuperación se volverá a marchar. ¡No lo hagas, imbécil!
¿Qué puedo hacer, si no? Si no me han desconectado, sin duda es porque mi cerebro muestra signos de vida, con lo que deben de saber que no me encuentro en estado de muerte cerebral. Pero si permanezco aquí tumbado sin manifestar ningún otro síntoma de recuperación, tal vez decidan retirarme los sueros, desconectar las máquinas y dejarme morir.