Un agradable hormigueo de anticipación me recorre el cuerpo mientras contemplo formas de pasar el tiempo tan seductoras. Dejo el establecimiento tras tomar un café y un licor, y me vuelvo a mezclar entre la masa de gente.
Lanzo una moneda desde el tranvía que me conduce a mi sector del puente mientras lo recorremos. La tradición asegura que lanzar cosas desde el puente trae buena suerte.
Ya es de noche. Detrás de mí, una agradable tarde de natación, cena en el club de frontón y un paseo a pie por el puerto. Estoy un poco cansado, pero al ver los grandes yates balanceándose en el agua, en el tranquilo puerto deportivo, he tenido una idea.
Me tumbo en la chaise-longue de mi sala de estar y reflexiono sobre la forma exacta que debe tener el próximo sueño que contaré al doctor.
Decidido, preparo mi escritorio, y me dirijo a la pantalla de televisión empotrada en la pared que tendré justo detrás una vez sentado. Trabajo mejor con el televisor encendido, hablando suavemente para sí mismo. La mayoría de programas son malos, pensados para no pensar (concursos, culebrones y demás), pero los miro ocasionalmente, con la esperanza de ver algo que no esté en el puente. Sintonizo un canal que todavía emite. Ponen una obra que, aparentemente, tiene lugar en una comunidad minera de una de las pequeñas islas. Bajo el volumen hasta que me llega solamente un murmullo leve, lo suficientemente alto como para dejarse oír, pero no entender. Me siento en mi escritorio y cojo un bolígrafo.
La televisión empieza a emitir una especie de siseo. Me vuelvo. Una nieve gris ocupa la pantalla y un sonido blanco emerge del altavoz. Puede que se haya estropeado. Me dispongo a apagarla cuando aparece una imagen. No hay sonido. El siseo se ha esfumado.
En la pantalla, aparece un hombre tumbado en una cama de hospital, rodeado de máquinas. La imagen es en blanco y negro, y no completamente nítida. Subo el volumen al máximo, pero el único sonido que se oye es un suave silbido. De la nariz, la boca y el brazo del hombre salen tubos con cables. Sus ojos están cerrados. No puedo ver si respira, pero debe de estar vivo. Todos los canales de televisión emiten la misma imagen: el hombre, la cama, las máquinas...
La cámara enfoca todo el largo de la cama, y muestra parte de una pared y una pequeña silla vacía a un lado del lecho. El tipo se encuentra en el umbral de la muerte; incluso en imagen monocroma, su rostro resulta terriblemente pálido, y sus manos escuálidas (inertes sobre las sábanas blancas, una de ellas con un tubo en la muñeca) son casi transparentes. Su cara está llena de golpes, como si hubiera participado en una pelea violenta. Tiene el cabello castaño, escaso, con un claro en la coronilla. En conjunto, es un hombre de aspecto gris, del montón.
Pobre diablo. Sigo intentando cambiar de canal, pero la imagen sigue allí. Tal vez haya un cruce entre mi receptor y las cámaras que la clínica tiene para controlar a los pacientes en estado muy grave. Llamaré al servicio técnico por la mañana. Observo el fotograma silencioso durante un rato más, y apago el televisor.
Vuelvo a la mesa. Al fin y al cabo, debo preparar el siguiente sueño para el doctor. Escribo durante unos minutos, pero la ausencia de ruido de fondo resulta desconcertante, y siento una extraña sensación aquí sentado, dando la espalda al televisor muerto. Me llevo los papeles y el bolígrafo a la cama para diseñar mi próximo sueño allí, antes de dormir, cuando, si es que sueño, no recuerdo haber soñado.
En cualquier caso, esto es lo que escribo:
Dos
Habíamos combatido durante todo el día, bajo un cielo del color del topacio, que se había ido nublando como si el humo de nuestros disparos y nuestras armas lo hubieran ido cubriendo desde abajo. Las nubes empezaron a adquirir un tono rojo oscuro con la puesta de sol y, bajo nuestros pies, la cubierta se había teñido de sangre. Seguíamos luchando, ya desesperados, aunque la luz se estaba desvaneciendo y quedábamos una cuarta parte de los que éramos al principio. Los muertos y los que agonizaban estaban tirados en el suelo como esquirlas; el pan de oro de nuestro barco majestuoso estaba negro y quemado, los mástiles habían caído y las velas, antes erguidas gloriosas y ornadas, colgaban como harapos desgastados de los mástiles, o tapaban los restos tirados en las cubiertas, donde se desataban fuegos y gemían los moribundos. Nuestros oficiales habían muerto y nuestros barcos estaban quemados o destrozados.
Nuestro bajel se estaba hundiendo, envuelto en llamas. La forma de su destino inevitable dependía únicamente de la carrera entre el agua del mar y el fuego por alcanzar los polvorines. El navío enemigo, que se revolvía entre los restos que flotaban en el mar, parecía encontrarse en condiciones algo mejores que el nuestro; aún conservaba un mástil, aunque algo inclinado, y gran parte de la vela. Intentamos derribar las jarcias restantes, pero ya no teníamos artillería pesada. No quedaba casi nada de pólvora en cubierta.
El navío enemigo viró hacia nosotros y nos cerró el paso. Disparamos el último cañonazo y recurrimos a los sables y a las armas de fuego. Abandonamos a los heridos a su suerte. La distancia entre los dos barcos fue menguando y nos preparamos para saltar a bordo del buque enemigo en el momento de la colisión ya inminente. El otro barco también se quedó silencioso, mientras las últimas nubes de sus cañones se disolvían ante él, sobre el oleaje ceniciento del océano vacío. Nuestras dos humaredas se fundían a medida que los navíos se acercaban.
Los dos cascos malheridos se tocaron y nosotros saltamos de nuestra nave desahuciada.
La colisión tumbó el último mástil improvisado de nuestro enemigo y las dos embarcaciones se separaron de nuevo. Entramos a trompicones y gritamos y maldijimos, tambaleándonos sobre la cubierta del galeón enemigo, mientras nuestro navío se dejaba vencer por el mar, pero no encontramos hombres contra los que combatir. Solo muertos y heridos agonizantes. No encontramos pólvora ni armas, solo el agua que nos atrapaba y el fuego que quemaba la embarcación. Solo había madera carbonizada y restos de bajel.
Resignados y exhaustos, nos reunimos en la borda astillada. Bajo la luz tenue y tintineante de las hogueras, dirigimos la mirada a nuestro barco, sobre una porción de océano manchada y sangrienta.
Sus mástiles ardían entre las llamas, sus velas se habían transformado en humo. Su reflejo se quemaba sobre las aguas que nos separaban. Era como un fantasma lívido e invertido.
A través del humo, vimos que, desde nuestro barco, nuestros enemigos nos observaban en silencio.
Mi apartamento está en una zona alta de esta sección del puente, cercano a la cumbre y a uno de los ángulos del hexágono formado por este sector. Es como si mereciera ubicación tan privilegiada, puesto que soy uno de los pacientes estrella del doctor Joyce. Las habitaciones del apartamento son amplias, con techos altos, y las paredes del lado del mar son vigas de cristal del propio puente. A través de ellas, puedo ver a unos trescientos metros, siempre que la panorámica no quede oscurecida por las nubes grises que suelen envolver el puente desde el mismo cielo.
Las habitaciones de mi apartamento estaban prácticamente vacías cuando llegué del hospital. Ahora están mucho mejor, después de haberlas decorado con varios muebles y una modesta, pero cuidadosamente elegida, colección de pequeños cuadros, figuras y esculturas. Casi todas las pinturas exhiben detalles del puente o vistas del mar. También hay algunas de yates y botes pesqueros. En cuanto a las esculturas, la mayor parte son figuras de trabajadores del puente inmortalizados en bronce.