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Acaba de empezar el día y me estoy aseando y vistiendo. Esto último lo hago pausadamente, en fases mesuradas. Tengo un armario generoso, me dieron mucha ropa buena, para causar buena impresión. Después de todo, las prendas hablan un idioma: no dicen demasiado de uno, pero son lo que ellas mismas quieren decir.

Los trabajadores del puente de menor categoría, naturalmente, deben llevar uniforme, y no tienen que preocuparse por qué ponerse cada mañana. Eso es lo único que les envidio, aunque ellos aceptan su parcela en la vida y su posición en la sociedad con una sumisión que me parece sorprendente a la par que decepcionante. Yo no me conformaría con trabajar en una estación depuradora o en una mina de carbón durante toda la vida, pero esta gente encaja en la estructura, como pequeños remaches felices que aceptan su colocación con la adhesión y la cohesión de las capas de pintura.

Me peino. Mi cabello es abundante, de color negro intenso, y tiene las suficientes ondas como para darle cuerpo y volumen. Elijo una corbata y un reloj de bolsillo esmaltado a juego. Admiro mi porte aristocrático durante un momento y compruebo que los puños de la camisa están alineados, el chaleco centrado, el cuello recto...

Ya estoy listo para desayunar. Hay que hacer la cama y lavar o guardar la ropa de ayer, pero la clínica, haciendo gala de una gran consideración, manda a gente para hacer ese tipo de cosas. Mientras me dirijo a escoger un sombrero, me detengo en seco.

El televisor se ha encendido solo. Empieza a emitir un siseo de nuevo. De entrada, cuando voy hacia la sala de estar, creo que estoy confundido, que el sonido debe de ser algún escape en alguna tubería de agua o gas. Pero no. La pantalla empotrada en la pared está encendida, y muestra la misma imagen de anoche: el hombre postrado en la cama, inmóvil y callado, en blanco y negro. Aprieto el botón del aparato y la imagen desaparece. Lo vuelvo a apretar y el enfermo regresa, y el mando a distancia parece no funcionar, porque intento cambiar de canal y no puedo. Pero ahora la luz es distinta. Parece que hay una ventana en la pared más alejada de la cama, más allá de las máquinas que rodean al paciente. Estudio la estampa con detenimiento, a ver si encuentro algo que pueda darme alguna pista. La imagen es demasiado granulosa como para poder leer los rótulos de las máquinas. Ni siquiera me es posible determinar el idioma utilizado en esa habitación de hospital. ¿Cómo ha podido encenderse solo el televisor? Lo apago y oigo un zumbido procedente de fuera.

Desde las ventanas de la habitación, veo un día luminoso, con el cielo muy azul. Una formación aérea sobrevuela el puente, desde la dirección donde se encuentra el Reino. Se trata de tres aviones, idénticos, de aspecto pesado y voluminoso. Son monoplanos monomotores, volando uno por encima del otro. El que se encuentra más abajo está prácticamente a mi altura, el siguiente a unos quince metros por encima, y este, a su vez, está quince metros por debajo del avión más alto. Pasan de largo, con los motores rugiendo y las hélices girando a toda velocidad, como si fueran discos de cristal brillantes. De cada una de sus colas emergen ráfagas aleatorias de humo oscuro. Las pequeñas nubes que forman se sostienen en el aire, ensartadas como un extraño código cifrado. Una larga estela de señales de humo marca el recorrido de los aviones y desaparece hacia el lado de la Ciudad, como una especie de cerco suspendido en el aire.

La situación me sorprende y me entusiasma. Desde que estoy en el puente, no había visto ni oído aviones. Ni siquiera había oído a nadie hablar de ellos, ni tampoco de barcos voladores, que los ingenieros y científicos del puente son obviamente capaces de diseñar, construir y hacer funcionar.

Los aviones no tenían tren de aterrizaje, al menos a la vista, ni flotadores. Y no parecían poder despegar desde el agua. Supongo que tendrían algún sistema retráctil de ruedas y que procedían de algún aeropuerto de tierra firme, lo cual resultaría cuando menos alentador.

Las nubes de humo se mezclan con el viento suave que sopla hacia la Ciudad. A medida que los aviones se alejan, se disipan en el gran cielo azul. El ruido de los motores va perdiendo intensidad hasta desaparecer también. Las bocanadas de humo parecen seguir un vago patrón; están agrupadas en líneas de tres, separadas entre ellas por un espacio similar. Observo el movimiento gradual de los grupos de nubes, como esperando que formen letras o números, o alguna otra forma identificable, pero a los pocos minutos, lo único que queda es una cortina tenue de aire que se dirige lentamente a la zona de la Ciudad, como una gigantesca bufanda de gasa deteriorada.

Agito la cabeza.

Ya en la puerta, recuerdo el extraño funcionamiento del televisor, pero cuando intento llamar a mantenimiento, el teléfono tampoco se encuentra operativo; transmite una serie de pitidos lentos, no del todo regulares. Es hora de irme. Aunque el mundo —el puente, en todo caso— se esté volviendo loco, un hombre no debe dejar de desayunar.

En la puerta del ascensor, reconozco a un vecino. Observa la aguja de latón que indica los pisos y golpea el suelo impacientemente con un pie. Lleva el uniforme de un directivo superior de programación de horarios. Da un respingo, asustado. La alfombra debe de haber silenciado mis pasos.

—Buenos días —lo saludo, mientras la aguja desciende lentamente. El tipo gruñe, saca su reloj de bolsillo y lo mira. Acelera los golpes con el pie—. Supongo que no ha visto los aviones, ¿no? —pregunto. Me mira con una extraña expresión.

—¿Perdón?

—Los aviones. Un grupo de aviones que ha pasado por... No hace ni diez minutos.

El hombre me mira, incrédulo. Parpadea repetidas veces mientras echa un vistazo rápido a mi muñeca. Ve el brazalete de la clínica. El ascensor llega.

—Ah, sí—dice el directivo—. Los aviones, claro. —Las puertas se abren lentamente, y el hombre mira en el interior del ascensor mientras le hago una seña para que entre él primero. Consulta de nuevo su reloj, masculla una disculpa y se aleja a toda prisa por el pasillo.

Bajo solo. En un banco circular, forrado de cuero, observo la superficie ondeante de un acuario situado en una esquina, mientras el ascensor desciende por el puente. Junto a la puerta, hay un teléfono. Lo descuelgo.

El aparato de metal es pesado. De entrada, no oigo nada, pero después suenan unos pitidos que me recuerdan a los que salían del teléfono de mi apartamento. Rápidamente, los tonos cesan para dar paso a la voz de un operador algo seco.

—¿Sí? ¿Qué desea? —Siento cierto alivio al escucharlo.

—¿Cómo dice?

El ascensor aminora la velocidad al acercarse a la planta a la que me dirijo.

—Nada, no importa. —Cuelgo el aparato.

Abandono el ascensor por un soportal de una de las plataformas superiores del puente. Comienzo a caminar a paso ligero por la calle, donde las tiendas empiezan a vender el género fresco, recién llegado en los trenes de mercancías de primera hora de la mañana. Me detengo en un pequeño puesto de flores y escojo un clavel que contraste armónicamente con el reloj y la corbata. Acto seguido, me dirijo al bar Inches para tomar el desayuno.

Las paredes están recubiertas de paneles y no tienen ventanas. Están pintadas con eficaces (pero poco convincentes) imágenes de verdes tierras de pasto. El bar es un lugar tranquilo y pequeño, con techos altos y luz tenue, alfombras gruesas y porcelana fina. Me acompañan a mi mesa habitual, en la parte de atrás. Sobre ella, me espera un periódico doblado, cuyo contenido consiste de forma casi íntegra en acontecimientos relativos al puente, como la regularización de las leyes, el mantenimiento de la estructura, el tráfico, las promociones y las muertes de los miembros de su administración, las reuniones sociales, notablemente aburridas y promovidas por las mismas personas, y los arcanos y escasos eventos deportivos, que no gozan de excesiva popularidad.