Hubo necesidad de un gran debate público para llegar a la conclusión de que era conveniente el nombramiento de un fiscal general. Muchos se habían pronunciado en contra de un juicio. ¿Acaso no era mejor para el país hacer borrón y cuenta nueva del pasado y centrar todas las energías en la reconstrucción? Sería también lo más prudente -añadían-, porque nadie podía afirmar que Petkanov fuera el único culpable en el país. ¿Hasta qué nivel de la escala de la Nomenklatura, del Partido, de la policía, secreta o no, de los informadores civiles, de la judicatura y del ejército debería extenderse la culpabilidad? Si debía hacerse justicia -opinaban algunos-, tendría que ser una justicia plena, un cabal ajuste de cuentas, puesto que el castigo selecto de unos pocos, y no digamos ya de un solo individuo, era obviamente una injusticia. Más aún: ¿hasta qué punto podía distinguirse la «plena justicia» de la pura y simple venganza?
Otros preconizaban lo que definían como un «juicio moral»; pero, puesto que ninguna nación en la historia del mundo había montado un juicio de este tipo antes, no estaba claro en qué podría consistir ni qué clase de pruebas deberían ser aducidas en él. Además, ¿quién tenía derecho a juzgar moralmente? La mera irrogación de ese derecho, ¿no implicaba una conciencia errónea y ensoberbecida de la propia capacidad? A buen seguro, Dios era el único capaz de presidir un juicio moral. Los humanos harían mejor preocupándose de quién robó qué y a quién se lo robó.
Todas las soluciones eran malas, pero la peor de todas era no hacer nada y, para colmo, hacerlo despacio. Debían actuar, como fuera, pero rápidamente. En consecuencia, un Comité Parlamentario al efecto nombró una Oficina Especial de Investigación, en el buen entendimiento de que, si bien todas las investigaciones que se le encomendaran deberían efectuarse con una diligencia y una exhaustividad mayores de lo habitual, el sumario contra Stoyo Petkanov tendría que quedar listo para ser presentado ante el tribunal a principios de enero. Hubo gran insistencia en que se siguieran los procedimientos jurídicos correctos. Habían pasado ya los días en que la fiscalía elaboraba una gran acusación genérica, susceptible de ser interpretada por el tribunal como comprensiva de cualquier comportamiento que el Estado quisiera castigar. La Oficina Especial de Investigación recibió instrucciones de determinar exactamente qué había hecho Petkanov que infringiera sus propias leyes, de reunir pruebas dignas de crédito y de decidir entonces los cargos. Esto suponía un cambio radical de la actitud tradicional.
La Oficina Especial advirtió en seguida que era difícil obtener pruebas claras de actos delictivos. Poco se había escrito; la mayor parte de lo escrito se había destruido; y quienes lo habían destruido sufrían comprensibles ataques de amnesia. El carácter unitario del Estado que acababa de colapsarse planteaba un problema todavía más amplio. El artículo 1 de la Constitución de 1971 había institucionalizado el liderazgo del Partido. Desde aquel momento, Partido y Estado se confundieron, y había dejado de existir cualquier separación clara entre organización política y sistema legislativo. En principio, lo que se consideraba políticamente necesario era, por definición, legal.
Tras un tenaz trabajo, la Oficina Especial acopió suficientes pruebas como para recomendar que se fuera adelante con tres cargos. El primero, fraude mediando documentos, se refería a la percepción indebida de derechos de autor por parte del anterior presidente por sus escritos y discursos. El segundo, abuso de autoridad en el ejercicio de sus funciones, abarcaba una extensa relación de prebendas que se decían dadas y recibidas por el anterior presidente, y contribuía a demostrar la amplitud de la corrupción bajo el sistema comunista. El tercero, prevaricación, concernía al pago de beneficios sociales indebidos al anterior presidente del Comité de Protección del Medio Ambiente. La Oficina Especial sentía a este respecto cierto apuro, porque la otra persona implicada era una figura marginal y actualmente delicada de salud; pero se convino que dos acusaciones solamente eran insuficientes para tan histórico juicio. La Oficina Especial recomendó también que, puesto que las circunstancias del caso eran excepcionales, se permitiera a la acusación presentar pruebas que eventualmente fueran halladas a mitad de juicio, y añadir nuevos cargos en caso necesario durante el proceso. A pesar de las muchas críticas, hubo consenso en adoptar estas salvedades.
Puesto que Petkanov declinó cooperar con las abogadas Milanova y Zlatarova, designadas por el Estado para su defensa, se decidió que las habituales normas de cortesía profesional entre el ministerio fiscal y la defensa se harían extensivas al propio acusado en persona. Así, cuando el tribunal aplazaba la sesión, Peter Solinsky se encaminaba al sexto piso del Ministerio de Justicia (antigua Oficina de Seguridad del Estado) para entregar a Petkanov los cinco diarios de difusión nacional y los dejaba sobre su mesa. Cada mañana Petkanov tomaba del montón el matutino Verdad, portavoz del Partido Socialista (anteriormente Comunista), y ni siquiera tocaba La Nación, El Pueblo, Libertad y Tiempos Libres.
– ¿No le interesa conocer las opiniones del Diablo? -le preguntó en broma Solinsky cierta tarde, al encontrar a Petkanov abismado en la lectura del evangelio del Partido.
– ¿El Diablo?
– Los periodistas de nuestra prensa libre.
– Libre… ¡libre! ¡Qué manía tenéis con esa palabra! ¿Es que os pone dura la polla? Pues nada, hombre: ¡libertad, libertad! Y veamos si se te abulta la bragueta, Solinsky.
– Ahora no está usted en el tribunal. No tiene espectadores. Sólo un soldado en el papel de sordomudo.
– ¡Libertad! -repitió enfáticamente Petkanov-. La libertad consiste en someterse a la voluntad de la mayoría.
Solinsky no respondió en seguida. Había oído aquella frase antes, y le había aterrado. Finalmente murmuró:
– ¿De verdad cree usted eso?
– Cualquier otra cosa que llaméis libertad es sólo el privilegio de una élite social.
– ¿Como las tiendas especiales para los miembros del Partido? ¿Se ajustan a la voluntad de la mayoría?
Petkanov tiró el periódico sobre la mesa.
– Todos los periodistas son unos cabrones. Puestos a elegir, prefiero los míos.
Al fiscal general aquellas entrevistas le resultaban frustrantes, pero útiles. Necesitaba estudiar a su oponente, comprenderle, descubrir la forma de predecir sus reacciones más imprevisibles. Por eso prosiguió, en un tono de pedante racionalidad:
– Bueno…, siempre hay diferencias de categoría, ya sabe. Tal vez debería usted leer los editoriales de Tiempos Libres sobre su juicio. No adoptan la postura más obvia.
– Puedo ahorrarme ese trabajo y echarme yo mismo un cubo de mierda sobre la cabeza.
– No quiere esforzarse en comprender, ¿verdad?
– Mira, Solinsky, no tienes ni idea de lo que me aburre esta discusión. Consideramos todos los aspectos hace décadas, y llegamos a las conclusiones correctas. Hasta tu padre estuvo de acuerdo, después de dar vueltas como un trompo durante varios meses. Por cierto: ¿le has saludado de mi parte?
– ¿No significa nada para usted el concepto de «prensa libre»?
Petkanov bostezó teatralmente, como si el fiscal general estuviera defendiendo la hipótesis de una tierra plana.
– Es una contradicción -replicó-. Todos los periódicos pertenecen a algún partido, a algún interés. Ya sea a los capitalistas o al pueblo. Me sorprende que no lo hayas notado.
– Pero hay periódicos cuyos propietarios son los mismos periodistas que los escriben.
– Que representan al peor partido de todos: el del egoísmo. Una pura expresión del individualismo burgués.
– E incluso hay periodistas, aunque le sorprenda saberlo, que cambian de opinión sobre los temas. Que tienen la libertad de sacar sus propias conclusiones, de estudiarlas, de reconsiderarlas y de modificar sus puntos de vista.