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– Cabrones chaqueteros, querrás decir -corrigió Petkanov-. Cabrones neuróticos.

Había habido una revolución; de eso no cabía duda. Pero jamás se empleaba esta palabra, ni matizada con adjetivos como «de terciopelo» o «pacífica». El país tenía pleno sentido de la historia, pero a la vez se mostraba muy cauteloso con la retórica. Las grandes expectativas de los últimos años rechazaban ser traducidas en palabras altisonantes. Por eso, en vez de hablar de revolución, el pueblo hablaba de cambio, y la historia reciente se dividía ahora en tres sencillas partes: antes del cambio, durante el cambio, y después del cambio. No había más que mirar lo que había ocurrido a lo largo de la historia: reforma, contrarreforma, revolución, contrarrevolución, fascismo, antifascismo, comunismo, anticomunismo… Como por alguna ley física, los grandes movimientos parecían provocar una fuerza igual y de signo opuesto. Así que la gente hablaba cautamente de cambio, y esta leve evasiva les hacía sentirse algo más seguros: resultaba difícil imaginar algo llamado contracambio o anticambio y, por lo mismo, parecía también evitable la realidad correspondiente a ese nombre.

Entre tanto, despacio, discretamente, en toda la ciudad se iban derribando monumentos. Ya antes, por supuesto, había habido remociones parciales. En cierto momento, a una insinuación de Moscú, habían desaparecido todos los Stalin de bronce. Se los habían llevado de sus pedestales de noche, para depositarlos en un solar abandonado próximo al apartadero de la estación central donde los alinearon contra un alto muro como si estuvieran esperando al pelotón de fusilamiento. Durante unas pocas semanas mantuvieron dos soldados de guardia, hasta que se vio claramente que no existía ningún deseo popular de profanar las efigies. Levantaron, pues, a su alrededor una cerca de alambre de espino y dejaron que se defendieran por sí mismas; ya se encargarían de mantenerlas despiertas toda la noche los silbidos y resoplidos de los buenos trenes. Cada primavera, las ortigas crecían más altas, y las enredaderas trepaban dando una vuelta más por las botas y las piernas del Señor de la Guerra. No faltaron intrusos que, en alguna ocasión, se colaron en el solar provistos de cincel y martillo, decididos a encaramarse a una de las estatuas más pequeñas para llevarse medio bigote de recuerdo; pero la borrachera o la mala calidad del cincel los hicieron fracasar siempre. Las estatuas permanecieron, pues, junto al apartadero de clasificación, brillando bajo la lluvia e invictas como un recuerdo.

Pero Stalin tenía compañía. La de Brezhnev, que en vida gustó de adoptar poses de bronce y de granito, y que ahora continuaba felizmente su existencia en forma de estatua. La de Lenin, con su gorra de obrero y el brazo en alto, enardecido, aferrando en sus dedos el sagrado texto. Y junto a él, el Primer Líder de la nación que, como símbolo perenne de lealtad y sumisión política, medía cosa de un metro menos que los gigantes de la Unión Soviética. Ahora, pues, venían a unirse a ellos las efigies de Stoyo Petkanov, que lo representaban de diversa guisa: como caudillo partisano, con sandalias de piel de cerdo y blusón campesino: como comandante militar, con las estalinistas botas hasta las rodillas.y entorchados de general; como estadista mundial, enfundado en un terno con chaqueta cruzada y luciendo en el ojal la Orden de Lenin. Esta íntima y selecta comparsa, algunos de cuyos más recientes representantes aparecían brutalmente mutilados por la acción torpe de alguna grúa, se apiñaba en permanente exilio, discutiendo en silencio de política.

Recientemente se había hablado de enviar a Alyosha a hacerles compañía. A Alyosha, que durante casi cuatro décadas había permanecido erguido en aquella loma hacia el norte, con su bayoneta centelleando fraternalmente. Había sido una donación del pueblo soviético; de ahí que hubiera surgido una corriente de opinión favorable a devolvérselo a los donantes. Que se vuelva a Kiev, o a Kalinin, o a donde sea: después de tanto tiempo debe de sentir añoranza de su tierra, y su gran madre de bronce debe de estar echándole mucho de menos.

Pero los gestos simbólicos pueden resultar caros. Había costado bastante poco sacar de su mausoleo el embalsamado cuerpo del Primer Líder, en una noche ya olvidada cuando sólo una de cada seis farolas iluminaba la plaza. Pero… ¿repatriar a Alyosha…? Costaría miles de dólares americanos, un dinero que estaría mejor empleado en comprar petróleo o en corregir las fugas radiactivas del reactor nuclear de la provincia oriental. Por eso preferían algunos un destierro local menos duro: facturarlo al apartadero de la estación central en compañía de sus jefes metálicos. Allí los dominará a todos, porque era la estatua más alta del país. Y la idea de que aquellos vanidosos líderes se sentirían incómodos por la llegada de tan enorme compañero podría ser una pequeña y barata venganza…

Otros pensaban que Alyosha debía permanecer en su colina. Al fin y al cabo, era un hecho indiscutible que el ejército soviético había liberado al país de los fascistas, y que soldados rusos habían muerto y hablan sido enterrados allí. Sin olvidar que entonces, y durante bastante tiempo después, muchos habían sentido gratitud hacia Alyosha y sus camaradas. ¿Por qué no dejarlo donde estaba? Uno no tiene que estar de acuerdo con todos y cada uno de los monumentos. Ya a nadie se le ocurre destruir las Pirámides por un sentimiento retrospectivo de culpabilidad respecto a los sufrimientos de los esclavos egipcios.

Una mañana, a las nueve y media, Peter Solinsky se hallaba de pie junto a la mesa de su despacho, dirigiendo un silencioso interrogatorio a un ángulo de la estantería situada a unos cuatro metros de él. Era su forma de prepararse para la tarea diaria. Estaba a mitad de una pregunta que violentaba un tanto las normas legales, porque tenía menos de pregunta que de hipótesis sobre los hechos, con una implícita denuncia moral, cuando sonó irritantemente el teléfono para anunciar la llegada de un visitante. Solinsky dio un momento de respiro a la estantería, que estaba trasudando y enjugándose el ceño en actitud culpable, y dirigió su atención a Georgi Ganin, comandante en jefe de las Fuerzas Patrióticas de Seguridad (antiguo Departamento de Seguridad Interior).

Ganin vestía ahora de paisano, para dar a entender que su trabajo era una ocupación civil, en absoluto amenazadora. Pero hacía solamente un par de años, en el día en que fue catapultado a la fama, llevaba su corpulenta humanidad embutida en un uniforme de teniente, y las insignias de sus hombreras le proclamaban miembro de la Comandancia Militar Provincial del Noroeste. Había sido enviado con una veintena de soldados para controlar la que confiadamente fue descrita como una manifestación sin importancia en Sliven, la capital regional.

Y en verdad era poco nutrida: trescientos Verdes locales y unos cuantos de la oposición reunidos en una plaza adoquinada y en pendiente, que pateaban el suelo y batían palmas más para entrar en calor que por cualquier otro motivo. Frente a las oficinas del Partido se alzaba una ancha barricada de nieve sucia que en circunstancias normales hubiera bastado como protección. Pero se conjugaron dos factores para hacer aquella ocasión diferente. El primero fue la intervención del Comando Devinski, una organización estudiantil que aún no había merecido la apertura de un dossier por parte de Seguridad. Esto no era nada del otro jueves, porque en los últimos tiempos resultaba difícil obtener información sobre la actitud de los estudiantes y, por otra parte, el tal Comando Devinski estaba catalogado hasta la fecha como una asociación literaria, llamada así en memoria de Ivan Devinski, un poeta de la región que, a pesar de sus tendencias decadentistas y formalistas, se había comportado como un patriota y había muerto heroicamente durante la invasión fascista de 1941. El segundo factor fue la presencia casual de un equipo de la televisión sueca: su coche, alquilado, había sufrido una avería el día anterior y ahora se veían retenidos en la ciudad sin otra cosa que filmar que un reportaje sobre una aburrida manifestación provinciana.