En los meses siguientes la carrera ascendente de Ganin fue tan rápida, que a su esposa, Nina, apenas le daba tiempo para coserle una nueva estrella en el uniforme antes de que otra más hiciera inservible el arreglo. Descansó cuando le vio dejarlo por ropas de paisano; pero su satisfacción fue prematura. Las frecuentes comidas oficiales a que Ganin debía asistir la obligaron también a ensancharle de cuando en cuando los trajes. Y allí estaba ahora él, en el despacho de Solinsky, convertido en un corpulento funcionario civil, con el rostro encendido por haber tenido que subir las escaleras a pie y con el botón de la chaqueta a punto de saltársele a pesar del doble hilo que Nina había utilizado al coserlo. Con gesto torpe le tendió una carpeta al fiscal general.
– Usted dirá -le animó Solinsky.
– Camarada fiscal…
– Señor fiscal, si le parece -corrigió Solinsky sonriendo-, mi teniente general.
– Señor fiscal, pues… En nombre de las Fuerzas Patrióticas de Seguridad, deseo darle ánimos en su tarea. Tenga usted por cierto que su diligencia será debidamente recompensada.
Solinsky volvió a sonreír. Haría falta tiempo para que desaparecieran las antiguas fórmulas de cortesía.
– ¿Qué hay en esa carpeta? -preguntó.
– Confiamos que el acusado será hallado culpable de todos los cargos.
– Sí, claro.
– Un veredicto así convendría mucho a las Fuerzas Patrióticas de Seguridad en su actual proceso de reestructuración.
– Eso dependerá del tribunal.
– Y de las pruebas.
– General…
– Comprendo, señor. Le traigo un informe preliminar sobre el caso de Anna Petkanova. Desgraciadamente, los expedientes originales han sido destruidos.
– No me sorprende.
– No, señor. Pero, a pesar de esa destrucción, se han salvado, por patriotismo, muchos documentos. Aunque no siempre es fácil acceder a ellos e identificarlos.
– ¿Documentos?
– Sí. Como verá usted mismo, se trata de pruebas preliminares acerca de la implicación del Departamento de Seguridad Interior en el caso de Anna Petkanova.
Aquello no tenía demasiado interés para Solinsky.
– En todas partes cuecen habas -replicó. Porque, la verdad, había pocas cosas en la vida pública de la nación durante los últimos cincuenta años que, sometidas a escrutinio, no proporcionaran pruebas preliminares de que el Departamento de Seguridad Interior estuvo implicado en ellas.
– En efecto, señor. -Ganin seguía tendiéndole la carpeta-. ¿Desea usted que le mantengamos informado del asunto?
– Si le parece oportuno…
Solinsky aceptó la carpeta casi sin darse cuenta. Estaba pensando en otra cosa. «Si le parece oportuno…» ¡Bueno! ¡Con qué facilidad empleaba él también las antiguas fórmulas! Si le parece oportuno… ¿Y por qué había dicho En todas partes cuecen habas? Él no hablaba así habitualmente. Era la forma de hablar del inculpado en la causa criminal número 1. Tal vez se le estaba contagiando… Tenía que acostumbrarse a decir Sí y No, y Es una bobada y Váyase…
– Queremos expresarle nuestro deseo de que tenga usted éxito en sacar adelante la acusación, señor fiscal.
– Bien, se lo agradezco. -Váyase, habría sido mejor. Vestid de civil a un soldado, y doblaréis la longitud de sus frases-. Gracias. -¿Por qué no Váyase?
Vera atravesó la plaza de San Basilio Mártir, que en el curso de los pasados cuarenta años había sido la plaza de Stalingrado, la plaza Brezhnev e incluso, efímeramente, en un intento de soslayar el problema, la plaza de los Héroes del Socialismo. Ahora, desde hacía ya meses, se había quedado sin nombre. Los desmochados postes metálicos que llevaban las placas con los rótulos estaban ahora vacíos, al igual que los dormidos castaños. Unos y otros aguardaban la primavera: los árboles para volver a llenarse de hojas, y los postes para lucir nuevas placas. Y entonces la ciudad tendría de nuevo una plaza de San Basilio Mártir.
Vera se sabía guapa. Estaba orgullosa de sus marcados pómulos y sus grandes ojos castaños; le agradaban sus piernas y era consciente de que la favorecían mucho los llamativos colores de sus ropas. Pero cuando cruzaba los jardines de la plaza de San Basilio, como hacía cada mañana a las diez, se sentía misteriosamente transformada en un adefesio. Tras la verja que limitaba los jardines por el oeste se apiñaban siempre a esa hora un centenar de hombres. Y ni uno solo de ellos la miraba. O, si alguno lo hacía, apartaba inmediatamente la vista, sin molestarse en echar un vistazo a sus piernas ni en observar con una sonrisa el chillón pañuelo de seda que lucía alrededor del cuello.
Antes del cambio, debía solicitarse autorización oficial para cualquier reunión pública de más de ocho personas, y la vigilancia del cumplimiento de esta ley podía entrañar un procedimiento sumamente expeditivo, consistente en que aparecieran de pronto unos individuos con cazadoras de cuero y tomaran nota de los nombres y las direcciones de los participantes. Con posterioridad al cambio, escenas como ésta, de grupos arremolinados en plena calle, se habían vuelto frecuentes. De entre los que pasaban, algunos se sumaban sin pensárselo al corro, al igual que se ponían automáticamente a hacer cola frente a la puerta de cualquier tienda que la tuviera formada, con la ilusoria esperanza de conseguir algunos huevos o medio kilo de zanahorias. Lo raro del corro en cuestión era que estaba compuesto exclusivamente de hombres, y en su mayoría entre los dieciocho y los treinta años: en otras palabras, de la clase de hombres que siempre se fijaban en ella. Pero éstos, en vez de hacerlo, daban muestras de hallarse en un estado de ordenada excitación: como abejas ocupadas en alguna faena difícilmente perceptible, iban siendo absorbidos uno a uno desde el exterior del corro hacia el centro y, a los pocos minutos, salían expulsados desde el centro hacia fuera. Algunos daban la impresión de haber conseguido lo que deseaban, y se encaminaban sin vacilar hacia la puerta de Poniente; el resto vagaban indecisos, sin rumbo.
«Pornografía», fue la primera explicación de Vera. Ya se sabe: grupos de hombres ávidamente congregados alrededor de un cajón del revés, sobre el que van pasando las hojas de alguna revista mal impresa. O en ocasiones alrededor de una botella de licor extranjero y unos cuantos vasos; aunque, normalmente, la botella procedía de las basuras de un hotel para turistas foráneos, y había sido rellenada con algún aguardiente casero. Pero también podía tratarse de mercado negro; en cuyo caso, los afortunados que se dirigían hacia la puerta de Poniente irían en busca del género de contrabando. Si no era nada por el estilo, sin duda sería algo relacionado con la religión, con el partido monárquico, con la astrología, la numerología o el juego, o con la secta Moon. Los fervorosos partícipes en reuniones de este tipo rara vez se sentían interesados por las nuevas estructuras democráticas, la contaminación ambiental o los problemas de la reforma agraria. Se trataba siempre de algo ilegal, o de una huida de la realidad o, en el mejor de los casos, de un podrido individualismo. Y encima, no se fijaban en ella.
La abuela de Stefan se negaba a presenciar el juicio por la televisión, y al principio los estudiantes se sintieron incómodos sabiendo que la tenían cerca. Permanecía en la cocina, a unos metros de ellos, sentada bajo un marquito con un retrato en color de Lenin que nadie se había atrevido a sugerirle que quitara de allí. Era una mujer baja, rolliza, con las comisuras de los labios pronunciadamente caídas por la falta de varios dientes; el gorro de punto que siempre llevaba puesto, incluso dentro de casa, contribuía a acentuar la redondez de su figura. Hablaba poco ahora, tal vez porque había llegado a la conclusión de que la mayoría de las preguntas no precisan respuesta. Un gesto con la cabeza, un encogimiento de hombros…, que te pasara una fuente en la mesa…, de vez en cuando una sonrisa…: y ya podías contentarte con eso. En especial cuando tenía que vérselas con Stefan y sus jóvenes amigos. ¡Qué charlatanes eran! No había más que verlos sentados frente al televisor, alborotando, interrumpiéndose el uno al otro, incapaces de prestar atención a la pantalla más de un minuto. Chillándose como una bandada de tordos… Y cerebros de pajarito, también.