La chica se mostraba bastante educada con ella, pero los otros dos, y especialmente aquel descarado al que llamaban Atanas… Ahí estaba de nuevo, husmeando por toda la habitación, fijando sus ojillos de pájaro en un punto situado por encima de su cabeza…
– Eh, abuela… Y ése ¿quién es? ¿Su primer marido?
Otra pregunta más que no hacía falta que contestara.
– Mira, Dimiter. ¿Te has fijado en esa foto del novio de la abuela?
Y el segundo tordo de la bandada aparecía por la cocina y se dedicaba a examinar el retrato mucho más tiempo del necesario.
– No parece muy simpático, abuela.
– Y se le ve demasiado mayor para usted.
– Yo que usted, le daría calabazas, abuela. Seguro que es un latoso.
Nada de todo eso requería respuesta por su parte.
La tarde anterior, al anochecer, se había echado una bufanda de lana por encima de su gorro de punto, había descolgado el retrato de la pared y se había marchado del apartamento sin decir adonde iba. Luego tomó un tranvía hasta la plaza de la Lucha Antifascista, cuyo nombre seguía usando ella a pesar de cómo quisieran llamarla ahora los insolentes conductores del autobús. Una vez allí, le compró tres claveles rojos a un campesino que al principio trató de cobrarle el doble de su precio diciéndose que, puesto que iba al mitin, por fuerza debía de ser comunista y, por lo tanto, la causa de todos sus problemas; pero un excepcional arranque dialéctico de la abuela puso al hombre de vuelta y media y le obligó a rebajar el precio hasta la cotización normal del mercado. Después, junto a unos cuantos centenares de leales al régimen caído, había permanecido de pie en la plaza mientras algunos individuos, que obviamente no eran miembros del Partido, patrullaban sin disimulo por el lugar donde se habían congregado los asistentes al mitin. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que volvieran a ilegalizar el Partido, forzándolo a vivir en la clandestinidad? ¿Sería antes de que resurgieran los fascistas y los jóvenes rebuscaran en los desvanes las descoloridas camisas verdes de sus abuelos de la Guardia de Hierro? Preveía el inevitable retorno de la opresión de la clase trabajadora, el recurso al paro y a la inflación como armas políticas. Pero, mirando más allá, contemplaba también el momento en que hombres y mujeres volverían a levantarse y a sacudirse el yugo, para recuperar su dignidad debida y completar de nuevo desde el principio el glorioso ciclo de la revolución. Ella no viviría para verlo, naturalmente, pero no albergaba la más mínima duda al respecto.
Peter Solinsky tuvo que aguardar al fin de semana para encontrar un hueco y dedicarlo a hojear el dossier que le entregara el jefe de Seguridad: Anna Petkanova 1937-1972. Era curioso: a aquel nombre siempre le seguían las fechas, hasta el punto de que se las sabía de memoria. Nombre y fechas impresos en sellos de correos, grabados en placas conmemorativas y en programas de conciertos, y en la estatua erigida frente al Palacio de Cultura Anna Petkanova. La única hija del presidente Stoyo Petkanov. Guía de las juventudes. Ministra de Cultura. Fotografías de una Anna Petkanova mofletuda, con uniforme de joven pionero, tocada con la boina roja; o como aplicada estudiante de química con el ojo pegado al microscopio; o como joven -y rellenita- embajadora cultural, recibida con ramos de flores al regreso de sus viajes al extranjero. Un ejemplo para todas las mujeres de la nación. El auténtico espíritu del socialismo y del comunismo, la personificación de su futuro. La joven ministra examinando los planos del nuevo Palacio de Cultura, bautizado ahora en su memoria. La ministra, con algunos kilos de más, recibiendo flores de los grupos de danzas populares, o siguiendo con atención los conciertos sinfónicos desde el palco presidencial. La señora ministra, ya positivamente gorda, escuchando con actitud crítica y con un cigarrillo en la mano los debates de la Unión de Escritores. Anna Petkanova, de poderosa humanidad, soltera, fumadora empedernida, curtida en banquetes, fallecida a la edad de treinta y cinco años. Llorada por la nación. Los mejores cardiólogos del país habían sido incapaces de salvarla, ni aun con las más modernas técnicas. Su envejecido padre a la salida del crematorio presenciando, con la cabeza descubierta y en posición de firmes sobre un manto de nieve, el instante en que se esparcen sus cenizas. Y la placa en el muro, repitiendo: Anna Petkanova 1937-1972.
«Realmente -pensó Solinsky al revisar aquel informe de Ganin- todo esto es pacotilla.» No le sorprendió que el Departamento de Seguridad Interior tuviera un dossier sobre la hija del presidente, que cierto alto funcionario del Ministerio de Cultura enviara mensualmente informes confidenciales al respecto, ni que las relaciones de la ministra con aquel gimnasta que obtuvo una medalla de plata en los Juegos Balcánicos hubieran sido objeto de estrecha vigilancia. El gimnasta aquel, si mal no recordaba, había dado un escándalo emborrachándose en un banquete a las pocas semanas de la muerte de Anna Petkanova, y poco después se le había permitido emigrar: la frase hecha para significar que lo despertaban a uno de madrugada y lo conducían al aeropuerto sin darle tiempo a coger ni una muda.
Stoyo Petkanov había declarado una semana de luto nacional por su hija. Estaban ambos muy unidos. Tras su nombramiento como ministra de Cultura, había aparecido cada vez más acompañando a su padre, en lugar de su madre, que estaba delicada de salud y por lo visto prefería permanecer en alguna de sus residencias del campo. Se rumoreó que Petkanov había estado dando vueltas a la idea de que su hija le sucediera en el cargo. Y se rumoreó asimismo que la hija del presidente había engordado tanto porque en alguno de sus viajes al extranjero se había vuelto adicta a las hamburguesas americanas, hasta el punto de que, tras infructuosos intentos de instruir a los cocineros presidenciales en su preparación, había optado por hacer que se las enviaran por avión. Hamburguesas congeladas a granel, cortesía de la valija diplomática.
Todos estos rumores aparecían más o menos confirmados en el dossier del teniente general Ganin; así como el curioso detalle de que la esposa del presidente, en sus últimos años, visitaba secretamente la pequeña iglesia de madera de su pueblo natal, y que su enfermedad era en gran parte consecuencia del vodka. Pero todo esto era ya historia. Anna Petkanova 1937-1972 estaba muerta. También su madre. Stoyo Petkanov tenía que rendir cuentas a la nación por diversos cargos, pero entre ellos no figuraba el de tener una esposa borrachina y beata. ¿Y el gimnasta? Que Solinsky supiera, había vivido algún tiempo en París, donde no prosperó su carrera, y luego aceptó un trabajo de entrenador en alguna ciudad del Medio Oeste estadounidense. Le parecía haber oído que cierta noche, borracho de nuevo, había sufrido un mortal accidente de tráfico al ir a cruzar una calle al paso de un camión. ¿O la noticia se refería a otra persona?
En cualquier caso, hacía ya mucho tiempo de todo esto. El fiscal general dejó a un lado la carpeta y alzó la vista desde su escritorio. El sol empezaba a ponerse, y sus últimos rayos se reflejaban en la bayoneta de la Estatua de la Gratitud Imperecedera al Ejército Rojo Libertador. Sí, claro…, allí había visto por primera vez a Anna Petkanova. Cierto primero de mayo la aplicada estudiante de química, la que observaba tan arrebatadoramente por el microscopio, había acompañado a su padre en el acto de depositar las coronas. Recordaba su cara redonda, su rostro serio, algo zorruno, con el pelo recogido en una gruesa trenza por encima de la cabeza. Claro que entonces le había parecido el colmo de la belleza femenina y hubiera dado la vida por ella.