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El juicio tenía una cosa en común con la mayoría de los celebrados en los últimos cuarenta años: el presidente del tribunal, el fiscal general, la defensa y el acusado -éste más que nadie- eran conscientes de que las altas instancias sólo encontrarían aceptable un veredicto de culpabilidad. Pero, dejando aparte esta concluyente certeza, no había condicionamientos ni una tradición legal que seguir. En los viejos tiempos monárquicos algún que otro gabinete ministerial había sido acusado de indignidad, y a un par de primeros ministros les habían desposeído de su cargo por el expeditivo recurso democrático de asesinarlos; pero no había precedentes sobre sentar en el banquillo a un líder depuesto para someterle a un juicio público y abierto. Y, aunque las acusaciones aducidas de hecho estaban estrictamente medidas para reducir al mínimo la posibilidad de que la defensa pudiera desmontar las pruebas, el presidente del tribunal y sus dos asesores se sentían implícitamente autorizados, y aun obligados por un deber nacional, a permitir una gran amplitud procesal. Las reglas sobre las pruebas y las condiciones de admisibilidad fueron interpretadas generosamente; los testigos podían ser llamados de nuevo en cualquier momento; se autorizó a los letrados a introducir hipótesis difícilmente plausibles dentro de las habituales normas legales. Reinaba, pues, en la sala una atmósfera más parecida a la de un mercado que a la de una iglesia.

A Stoyo Petkanov, antiguo tratante de caballos, todo aquello no le importaba. En cualquier caso, rara vez se interesó por las minucias del procedimiento. Era partidario de una defensa genérica y, mejor aún, de un contraataque todavía más amplio. El fiscal general gozaba de idénticas atribuciones para extenderse en sus contrainterrogatorios y en sus especulaciones; y todo lo que tenían que hacer los magistrados era velar por que este representante del nuevo gobierno no apareciera demasiado claramente humillado por el anterior presidente.

– ¿Adjudicó usted, el 25 de junio de 1976, o dio instrucciones para que le fuera adjudicada, o permitió la adjudicación, al citado Milan Todorov, de una vivienda de tres habitaciones en el bloque Oro del polígono Amanecer?

Petkanov no respondió en seguida. En vez de ello, su rostro adoptó una expresión de divertida exasperación.

– ¡Y yo qué sé! ¿Recuerda usted lo que hizo hace quince años entre sorbo y sorbo de café? Usted dirá.

– Ya se lo estoy diciendo. Le estoy diciendo que usted dio o permitió que fuera dada esa orden, contraviniendo de lleno las normas relativas al comportamiento de los funcionarios del Estado en el tema de la vivienda.

Petkanov gruñó, un sonido que normalmente preludiaba un ataque.

– ¿Tiene usted un buen piso? -le preguntó inesperadamente al fiscal general. Y, al ver que Solinsky hacía una pausa para meditar su respuesta, lo azuzó-: ¡Vamos! Eso debe saberlo por fuerza… ¿Tiene usted un buen piso?

[-Tengo una mierda de piso. Mejor dicho: tengo el veinte por ciento de una mierda de piso.]

Solinsky había dudado, en realidad, porque no pensaba que su apartamento fuera nada del otro mundo. Le constaba que Maria se sentía muy a disgusto en él. Por otra parte, se le hacía cuesta arriba la idea de denostar abiertamente el lugar donde vives. Por ello respondió finalmente:

– Sí, tengo un buen piso.

– Muy bien. Felicidades. Y usted, ¿tiene usted un buen piso? -preguntó al estenógrafo de la sala tribunal, que le miró alarmado-. ¿Y usted, señor presidente del tribunal? Porque supongo que su cargo llevará anejo un buen apartamento… ¿Y usted? ¿Y usted? -Sus preguntas iban dirigidas a los jueces consultores, a las abogadas de la defensa Milanova y Zlatarova, al oficial que mandaba la guardia… En ningún caso aguardó la respuesta. Iba señalando por toda la sala; a éste, a aquél, a aquel otro-: ¿Y usted? ¿Y usted? ¿Y usted?

– ¡Basta ya! -ordenó finalmente el presidente del tribunal-. Esto no es el Politburó. No estamos aquí para ser arengados como títeres.

– ¡Pues entonces no se comporten como títeres! ¿A qué vienen esas acusaciones ridículas? ¿A quién le importa si hace quince años se le permitió a un pobre diablo vivir en un piso de dos habitaciones en lugar de una sola? Si esto es todo lo que son capaces de encontrar para acusarme, no será gran cosa lo que habré hecho mal en mis treinta y tres años como timonel de la patria.

[-Ha vuelto a llamarse a sí mismo «timonel»… Me dan ganas de vomitar.

Pero, en vez de hacerlo, Atanas escupió humo sobre la imagen de Stoyo Petkanov.]

– ¿Preferiría usted verse acusado de saquear y robar el país, de un vandálico pillaje económico? -se sintió autorizado a sugerir Solinsky.

– Yo no tengo ninguna cuenta en Suiza.

[-Pues entonces la tendrá en alguna otra parte.]

– Responda a la pregunta.

– Jamás he sacado nada de este país. Habla usted de saqueo y pillaje… Bajo el socialismo nos beneficiábamos de un rico abastecimiento de materias primas por parte de nuestros camaradas soviéticos. Ahora invitan ustedes a los americanos y a los alemanes a que acudan a saquear y robar.

– A invertir.

– Ja! Gastan una pequeña cantidad en nuestro país para obtener beneficios mucho mayores. Así funcionan el capitalismo y el imperialismo, y quienes se lo consienten no sólo son traidores, sino también unos cretinos en economía.

– Gracias por su clase. Pero aún no nos ha dicho de qué preferiría ser acusado. ¿Qué delitos está dispuesto a admitir?

– ¡Con qué facilidad habla usted de delitos! Reconozco haber cometido errores. Como millones de mis conciudadanos, trabajé y erré. Trabajamos y cometimos errores, e hicimos que el país progresara. No cabe elegir unos hechos aislados e imputárselos al jefe del Estado fuera del contexto de la época, de las circunstancias. No me estoy defendiendo sólo a mí mismo, sino también a los millones de patriotas que trabajaron abnegadamente todos esos años.

– Entonces, ¿estaría dispuesto a hablarle a este tribunal de esos «errores» que se digna admitir, y que según parece no alcanzan, a su juicio, la condición de delitos?

– Sí -respondió Petkanov, dejando sorprendido al fiscal, que dudaba ya de que el acusado fuera capaz de decir una palabra tan simple-. Soy responsable de la crisis precursora del 12 de octubre, y deseo que se arroje luz sobre mi parte de responsabilidad. Y pienso que, tal vez -prosiguió con su mejor tono de estadista-, que tal vez debería ser juzgado por la deuda exterior de la nación.

– ¡Bueno! Por lo menos es usted responsable de algo. Recuerda algo y se sabe también responsable de ello. Y ¿cuál cree usted que pudiera ser la sentencia adecuada para quien, en un último intento de retener el poder, hizo que se disparara la deuda exterior de la nación hasta el punto de que equivale ahora a dos años de salario por cada hombre, cada mujer y cada niño del país?

– En gran parte es culpa de ustedes -replicó tranquilamente Petkanov-, puesto que, según creo, la tasa de inflación actual está sobre el cuarenta y cinco por ciento, mientras que bajo el socialismo la inflación no existía, dado que empleábamos métodos científicos para combatirla. Naturalmente, en los días que precedieron al 12 de octubre celebré consultas con los principales expertos en materia económica del Partido y de la nación, en cuyos informes por escrito me apoyé, pero soy el primero en desear que se aclare cuál fue mi parte de responsabilidad. Y que luego, por descontado -prosiguió con una complacencia todavía más evidente-, el pueblo me juzgue por ella.