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– Señor fiscal general -cortó el presidente del tribunal-, me parece que es hora de volver a temas más inmediatos.

– Perfectamente, señoría. Veamos, señor Petkanov: ¿es o no cierto que el 25 de junio de 1976 adjudicó usted, o dio instrucciones para que le fuera adjudicada, o permitió la adjudicación, al citado Milan Todorov, de una vivienda de tres habitaciones en el bloque Oro del polígono Amanecer?

Petkanov volvió a sentarse y agitó la mano en un ademán de fastidio.

– ¿Tiene usted un buen piso? -preguntó sin dirigirse a nadie en particular-. ¿Y usted? ¿Y usted? ¿Y usted? -Se dio la vuelta en su duro sillón y, dirigiéndose a la maternal funcionaría de prisiones que permanecía de pie a sus espaldas, le preguntó-: ¿Y usted?

[-Pues yo tengo un apartamento miserable -dijo Dimiter-. La quinta parte de un apartamento de mierda.

– Y ¿qué esperas? Le debes dos años de salario al presidente Bush. Aún tienes suerte de no vivir con los gitanos.

– Trabajamos y cometimos errores. Trabajamos y nos equivocamos.

– De verdad que la jodimos.]

Maria Solinska tuvo que esperar una hora frente al bloque 1 del polígono de la Amistad hasta que llegó el autobús. No, yo no tengo un buen piso, pensaba. Quiero un apartamento más espacioso para Angelina, donde no se nos vaya la luz cada dos horas, donde no haya cortes de agua como el de esta misma mañana. Daba la impresión de que la ciudad entera se venía abajo. La mayoría de los automóviles no podían circular a causa de las restricciones de gasolina. Y hasta los transformados para funcionar con gas permanecían cubiertos con plásticos, puesto que se había limitado el consumo de gas a usos domésticos. Los autobuses funcionaban cuando la compañía recibía alguna cisterna de combustible, si los mecánicos podían ponerlos en marcha, y si los sinvergüenzas que los conducían se dignaban presentarse al trabajo, entre trato y trato de compraventa de dólares en el mercado negro.

Había cumplido cuarenta y cinco años. Se consideraba atractiva aún, aunque eso no podía deducirlo con certeza de la intermitente fogosidad de Peter. Durante el cambio, todos habían estado demasiado ocupados, o se sentían demasiado cansados, para hacer el amor: era otra cosa que se venía abajo. Y después, cuando volvieron a hacerlo, los atenazó el temor a las consecuencias. Durante el último año estadístico, el número de nacidos vivos había sido superado tanto por el de abortos como por el de defunciones. ¿Qué mejor dato para conocer la situación de un país?

A decir verdad, no se le podía pedir a la esposa del fiscal general que tomara el autobús para ir a la oficina y que viajara en él emparedada entre rollizas posaderas campesinas. Siempre había trabajado de firme, y no lo había hecho mal, a su juicio. Su padre fue un héroe de la lucha contra el fascismo. Y su abuelo uno de los primeros miembros del Partido, al que se había afiliado antes que el propio Petkanov. No había llegado a conocerle, y durante años la familia apenas si se refirió a él; pero, cuando llegó aquella carta de Moscú, pudieron sentirse de nuevo orgullosos de él. Le había mostrado a Peter el certificado, pero él se negó a compartir su satisfacción y comentó malhumorado que dos errores no constituían un acierto. Una respuesta típica de su actual actitud, taciturna, presuntuosa en su encumbramiento.

Se casó con él a los veinte años. Muy poco después el padre de Peter cometió alguna estupidez; la gente dijo que había salido bien librado con el exilio. Y luego Peter, casi a la misma edad que entonces su padre, había abandonado el Partido, estúpida, provocadoramente, sin ni siquiera pedirle consejo. Tenía una vena de inestabilidad en su carácter, un afán de meterse en problemas, como se los había buscado su padre… ¡Hasta que tuvo la ocurrencia de ofrecerse para llevar la acusación contra Stoyo Petkanov! ¡Un profesor de mediana edad jugando a ser héroe! Lastimoso. Si fracasaba, sería una humillación para él; pero, incluso aunque consiguiera una sentencia condenatoria, la mitad de la gente le odiaría y la otra mitad diría que debería haber hecho más.

El teniente general Ganin se presentó, como en la anterior ocasión, apretando contra el pecho una carpeta de cartulina. Tal vez había despertado de esta guisa, y la única manera de librarse de ella era ir a entregársela al fiscal general.

– Esperamos, señor, que el juicio esté desarrollándose tal y como usted deseaba.

– Gracias. ¿De qué se trata?

Solinsky tendió el brazo y cogió sin más la carpeta, animando al jefe de seguridad a que se explicara.

– Sí. Es un informe de nuestras investigaciones a propósito de los trabajos realizados en la División Técnica Especial de la calle Reskov. Principalmente del período que va de 1963 a 1980, fecha en que la citada división fue trasladada al sector nororiental. Muchos de los informes de cuando estaba en la calle Reskov se han conservado intactos.

– ¿Por orgullo profesional?

– ¡Quién sabe, señor fiscal! -exclamó el general; se le notaba algo envarado y tenso, más como un tenientillo de provincias que como una figura clave en la reestructuración del país.

– A propósito de otro tema, general…

– ¿Señor?

– ¿Sabe usted, por casualidad…? No es que sea importante… Me preguntaba si sabría usted qué ha sido de aquel estudiante, de aquel barbudo que le besó en la plaza nevada.

– Kovachev. ¡Claro que sí! Organiza la cola de la oficina de visados del consulado de Estados Unidos.

– ¿Quiere decir que trabaja en el consulado americano?

– No, ¡qué va! ¿No los ha visto usted…, todos esos hombres que se reúnen en la plaza de San Basilio Mártir? Hacen cola para el consulado de Estados Unidos.

– No comprendo.

– Les da no sé qué aguardar en la calle, frente al edificio. Tal vez se avergüenzan, o temen que la gente desapruebe su actitud, o que se meterán en líos… Algo por el estilo. Así que tienen montada su propia cola en el parque, junto a la puerta de Poniente. Kovachev lo organiza. Te dan un número, y cada mañana te presentas a ver si has llegado a la cabeza de la cola; si aún no estás en ella, vuelves al día siguiente. Nadie hace trampas. Todos le obedecen. Es un organizador nato.

– Le necesitamos de nuestro lado.

– No vendrá. Ya lo he intentado. Me envió una postal cuando conseguí éstas. -Con un gesto automático, Ganin se tocó el hombro, como si su esposa le hubiera cosido dos estrellas doradas en su traje civil-. Decía simplemente: Dadnos generales, no pan.

Peter Solinsky sonrió. El tal Kovachev parecía todo un carácter. Al revés que su orondo general.

– ¿Por dónde íbamos? -preguntó.

– Sugería -respondió Ganin recuperando su envaramiento- que tal vez le interesaría conocer nuestro resumen de las investigaciones realizadas en la calle Reskov, en cuanto se refiere a los logros conseguidos en el campo de la inducción de enfermedades simuladas.

– ¿En concreto?

– Concretamente, en la inducción de los síntomas de paro cardíaco mediante drogas administradas por vía oral o intravenosa.

– ¿Algo más?

– ¿Cómo…?

– ¿Como pruebas de que este trabajo de investigación se haya aplicado en algún caso concreto?

– No, señor. Por lo menos, no en este dossier.

– Bien, general… Gracias.

– Gracias a usted, señor fiscal.

Habían malgastado otra larga tarde sin sacar nada en limpio. Era como estrujar una esponja: la mayor parte de las veces la esponja estaba seca, pero en las raras ocasiones en que no lo estaba, el agua se te escurría entre los dedos. Ejemplos perfectamente documentados de la descomunal avaricia del ex presidente, de su descarada codicia, su cleptomanía y desenfrenadas malversaciones, parecían desvanecerse al presentarlos abiertamente en el tribunal ante los ojos de varios millones de espectadores. ¿Aquella finca en la provincia noroccidental? Un regalo de cumpleaños ofrecido por la nación agradecida en el vigésimo aniversario de su nombramiento como jefe del Estado, pero en todo caso sólo a título vitalicio, no patrimonial; además, rara vez iba allí, y si lo hacía era sólo para agasajar a dignatarios extranjeros y promover así la causa del socialismo y del comunismo. ¿La casa a orillas del Mar Negro? Se la donaron la Asociación de Escritores y la Editorial Lenin en reconocimiento de su contribución a la literatura y por haber renunciado a la mitad de los derechos de autor de sus Obras selectas, discursos, escritos y documentos (32 volúmenes, 1982). ¿Y el pabellón de caza en las colinas del Oeste? El Partido Comunista, en conmemoración del cuadragésimo aniversario de la solicitud de su carnet por parte del presidente, había votado generosamente… Y así una y otra vez.