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A medida que avanzaba el proceso, Petkanov se mostraba más imprevisible, no al revés. El fiscal general no podía saber, al inicio de cada sesión, si el acusado iba a replicarle en tono francamente agresivo, con jovialidad, filosofía barata, sensiblería, o si mantendría un testarudo silencio, y mucho menos cuándo o por qué decidiría pasar de un humor a otro. ¿Se trataba de una curiosa estratagema táctica, o era indicio de una personalidad íntimamente indecisa? Mientras se dirigía en su automóvil al Ministerio de Justicia, con su legajo de declaraciones superficialmente incriminatorias para el acusado, Peter Solinsky se decía que su plan de familiarizarse con la personalidad de Petkanov para poder anticiparse a sus movimientos había hecho escasos progresos. ¿Llegaría alguna vez a conocer a aquel individuo?

Como si el ex presidente hubiera escogido su humor del día a propósito para fastidiarle, cuando Solinsky llegó al sexto piso le encontró de lo más optimista. Y ¿por qué no iba a ser la personificación de la jovialidad? A fin de cuentas, ¿quién era Stoyo Petkanov, sino una persona normal, con un carácter normal, que llevaba una vida normal?

– ¿Sabes, Peter? Estaba recordando mi juventud. De niño solía ir de excursión con la Unión de la Juventud Comunista. Recuerdo la primera vez que subimos al monte Rykosha. Era a finales de octubre, y ya había nevado, pero el manto de nubes impedía que se viera desde la ciudad la cima del monte.

– Ahora no puede verse en todo el año -comentó Solinsky-. Por la contaminación. Todo eso es lo que hemos ganado.

– Estuvimos subiendo toda la mañana. -La interrupción no inmutó a un Petkanov ya embalado en su relato-. El terreno era áspero, pedregoso, y la senda no se distinguía siempre con claridad. En varias ocasiones tuvimos que cruzar el río de piedras. Lo llaman…, con un término geológico, no recuerdo ahora. Al rato entramos en una nube y no podíamos ver a pocos pasos de distancia por dónde íbamos; suerte que el sendero estaba bien marcado, que otros habían pasado por allí antes que nosotros.

»Estábamos ya comenzando a sentir hambre y un poco desanimados, aunque ninguno de mis compañeros se quejaba, con las botas empapadas y los músculos doloridos, cuando de pronto salimos de la nube. Y allí, por encima de la capa de nubes, brillaba el sol, el cielo estaba azul, la nieve comenzaba a fundirse y el aire era puro. Entonces, espontáneamente, sin que nadie lo hubiera planeado, entonamos a coro "Caminando por el sendero rojo", y así nos animamos mutuamente a alcanzar la cumbre, cogidos de los brazos y caminando juntos.

Petkanov observó a su visitante. Durante décadas, aquella anécdota había provocado murmullos aprobatorios y lágrimas furtivas; pero en Solinsky sólo pudo ver una hosca beligerancia.

– ¡Ahórreme sus analogías baratas! -le espetó el fiscal general. ¡Santo Dios! Las había estado oyendo toda su vida: parábolas, exhortaciones, moralejas cortadas a medida, retazos de sabiduría popular… Citó uno que le vino por casualidad a la memoria-: Para plantar un árbol, hay que cavar primero un hoyo.

– Muy cierto -asintió condescendiente Petkanov-. ¿Has visto plantar alguna vez un árbol sin haber hecho un hoyo?

– No, probablemente no. Pero, en cambio, he visto demasiados hoyos abiertos en los que se han olvidado de plantar los malditos árboles.

– Peter, muchacho… Te equivocas si crees que soy tonto. Sé que el pueblo vive gracias a esas que tú llamas analogías baratas.

– Me alegra oírselo decir. Siempre supimos que, en el fondo, usted despreciaba al pueblo, que nunca confió en él. Por eso lo tuvo siempre bajo sospecha.

– ¡Ay, Peter, Peter…! Puede que estés familiarizado con mi voz, pero deberías prestar atención a lo que realmente estoy diciendo. Aunque sólo fuera para servirte de ello en tu poderoso papel de fiscal general.

– ¿Si?

– Sí. Lo que yo decía es que sé que el pueblo vive gracias a lo que tú llamas analogías baratas. No soy yo quien lo desprecia por eso, sino tú. A tu padre, mi viejo amigo, le dio durante algún tiempo por teorizar. ¿Sigue teorizando ahora sobre sus abejas? Tú mismo eres un intelectual; cualquiera puede verlo. Yo soy sólo un hombre del pueblo.

– Un hombre del pueblo cuyos discursos y documentos selectos suman treinta y dos tomos.

– Un hombre del pueblo muy trabajador, si quieres. Pero sé cómo hablarles, y escucharlos.

Solinsky ni siquiera inició una protesta. Estaba empezando a sentir cierto cansancio. Que el viejo siguiera con su cháchara; ya no estaban en el tribunal. No creía ni una palabra de cuanto decía Petkanov, y dudaba de que lo creyera el propio ex presidente. ¿Habría algún término de retórica para caracterizar esta clase de desequilibrada conversación en la cual coinciden, de una parte, un indulgente monólogo y de otra un despreciativo silencio?

– Lo que significa -concluyó Petkanov- que sé muy bien lo que quiere el pueblo. ¿Qué te parece a ti que quiere, Peter? ¿Sabrías decírmelo?

– Me da la impresión de que usted se ha erigido hoy en experto en la materia.

– Sí, ciertamente, soy el experto. ¿Que qué quiere el pueblo? Quiere estabilidad y esperanza. Eso es lo que le dimos. Puede que no todo haya sido perfecto, pero con el socialismo la gente podía soñar que algún día llegaría esa perfección. Vosotros… vosotros sólo le habéis dado inestabilidad y desesperanza. Una ola de delitos. El mercado negro. Pornografía. Prostitución. Mujeres desequilibradas que vuelven a farfullar sandeces delante de los curas. Y un sedicente príncipe heredero que se ofrece a sí mismo como salvador de la patria. ¿Os sentís muy orgullosos de estos logros?

– Siempre hubo delitos. Mintió usted ocultándolos.

– Venden pornografía en las escalinatas del Mausoleo del Primer Líder. ¿Lo encuentras divertido? ¿Te parece sensato? ¿Crees que es un progreso?

– Bueno, felizmente él no está ya dentro para leerla.

– ¿Crees que es un progreso? Vamos, Peter, responde.

– Lo encuentro -replicó Solinsky, que a pesar del cansancio conservaba intacta su belicosidad forense-, lo encuentro muy apropiado -Petkanov le clavó una mirada asesina-; quiero decir que el Primer Líder fue un especialista en pornografía.

– Una cosa no tiene nada que ver con la otra.

– ¡Pues claro que sí! La comparación es muy justa. Decía usted que le dieron esperanza al pueblo. No, lo que le dieron ustedes fue fantasía. Grandes tetas y penes descomunales, y todos a joder unos con otros interminablemente… Eso es lo que vendía su Primer Líder, o su equivalente político, por lo menos. Su socialismo era una fantasía así. Más de una, de hecho. Por lo menos ahora hay algo de verdad en lo que venden junto al Mausoleo. Algo de verdad en toda esa basura.