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– ¿Quién se está permitiendo analogías baratas, Peter? Me encanta oír cómo defiende la pornografía el fiscal general. Sin duda estarás igualmente orgulloso de la inflación, del mercado negro, y de las putas que invaden las calles…

– Tenemos problemas -admitió Solinsky-. Estamos en un período de transición. Hay que hacer reajustes penosos. Para empezar, hemos de comprender las realidades de la vida económica. Debemos producir lo que la gente quiere comprar. Sólo después alcanzaremos la prosperidad.

Petkanov cacareó encantado:

– Pornografía, querido Peter. Tetas y pollas. Tetas y pollas también para ti.

– ¿Sabes qué pienso?

– Piensas que deberíamos dejar de seguirlo, Dimiter.

– Sí, pero ahora sé por qué razón lo pienso.

– Pásame la cerveza, por favor.

– Es algo así… Nos han educado, ¿no?, en la escuela, y con la prensa y la televisión, y nuestros padres, o algunos padres por lo menos, para que creyéramos que el socialismo era la respuesta a todo. Quiero decir, que el socialismo era justo, científico, que todos los viejos sistemas se habían experimentado y fracasaban, y que sólo éste, bajo el que teníamos la suerte de vivir, sólo éste era el único… correcto.

– Eso no lo pensábamos ninguno, Dimiter; por lo menos no en serio.

– Tal vez no, pero es lo que suponíamos que los otros pensaban, ¿no?, hasta que comprendimos, hasta que averiguamos que la mayoría estaba suponiendo también. Y entonces nos dimos cuenta de que el socialismo no era una verdad política indiscutible, y que todas las cosas tienen dos caras.

– Eso lo mamamos desde críos.

– Sí, ya entonces aprendimos que era cosa de elegir entre dos.

– Muy gracioso, Atanas.

– Lo que estoy tratando de decir es que, viendo el juicio día tras día, oyendo al fiscal, oyendo a la defensa, esperando a que los jueces decidan, siento que todo esto… le está yendo demasiado bien.

– ¡Porque las acusaciones son tan insignificantes!

– No, no, en absoluto. Porque todo este tinglado carece de realidad. Porque llega un momento en el que ya las cosas no tienen dos caras: hay una solamente. Todo cuanto sale de su boca es mentira, es hipocresía, es basura irrelevante. Ni siquiera debería escuchársele.

– ¿Habría que ir, entonces, a un juicio moral?

– No, tampoco. Tendríamos que haber dicho: éste es un asunto que no admite dos caras. El mero hecho de celebrar un juicio implica que se le concede un crédito falso; equivale a admitir que incluso en este caso, incluso en el peor de los casos, la historia puede tener otra cara. Y no es así. Punto. En algunas cuestiones no hay más que una cara. Y sanseacabó.

– ¡Bravo, Dimiter! Pásale una cerveza. Permanecieron un rato en silencio. Luego dijo Vera: -Nos veremos mañana en casa de Stefan. A la hora de siempre.

– Mi teniente general, alguien podría pensar que está usted haciendo todo lo posible para conseguirle al ex presidente un veredicto de inocencia.

– ¿Cómo dice, señor fiscal? -El jefe de las Fuerzas Patrióticas de Seguridad se quedó pasmado.

– Bueno…, viene usted siempre a verme cuando estoy preparando mis interrogatorios.

– Volveré más tarde.

– No, no. Dígame.

– Notas concernientes a la Policía Central de los años 1970 a 1975.

– No sabía ni que hubiera existido ese cuerpo.

– Hubo muchas muestras de descontento en ese período… No, mejor dicho: hubo muchas muestras de descontento durante la primera mitad de ese período por la actuación y las ambiciones de la ministra de Cultura.

Solinsky se permitió una sonrisa. Realmente, aquel soldado se había transformado con excesivo éxito en un burócrata.

– No me irá a decir que las fuerzas de seguridad desaprobaban algunas sinfonías de Prokofiev…

– No… Bueno, no exactamente; aunque, ahora que usted lo dice, hubo muchas críticas a propósito del programa del II Congreso Internacional de Jazz.

– Creía que el Partido estaba a favor del jazz como auténtica voz de un pueblo oprimido por el capitalismo internacional.

– Y así era. Se pronunció más de una vez en este sentido. Pero el particular individualismo de un concreto intérprete oprimido, unido al personal interés de la ministra de Cultura por su bienestar, fue considerado perjudicial para el futuro del socialismo.

– Comprendo. -Tal vez hubiera una pizca de sentido del humor en aquel gordinflón-. ¿Sin excepción?

– Sin excepción. Las ambiciones personales de la ministra de Cultura parecieron peligrosas y antisocialistas. Su gusto por bienes personales importados se tachó de decadente y antisocialista.

– ¿Importaba también músicos personales?

– También. Y las ambiciones y deseos del propio presidente con respecto a su hija, según estas notas preliminares para un informe final que aún no ha visto la luz, fueron considerados lesivos para los intereses del Estado.

– ¿Lo eran? -Solinsky empezaba a sentirse interesado. Aquello tenía poco que ver con la causa criminal número 1, pero era ciertamente interesante-. ¿Me está usted diciendo que el Departamento de Seguridad Interior la asesinó?

– No.

– ¡Qué lástima!

– No tengo pruebas para afirmarlo.

– Pero… ¿y si encontrara usted esas pruebas?

– Se las comunicaría a usted, naturalmente.

– Dígame, general… ¿Hasta qué punto afirmaría usted que estaba controlado en aquellos tiempos el Departamento de Seguridad Interior?

Ganin reflexionó unos momentos antes de responder:

– Yo diría que, poco más o menos, como siempre. Quiero decir que siempre lo estuvo. En algunas áreas, el control y la obligación de informar eran estrictos. En otras, las operaciones eran aprobadas genéricamente, y no se exigían informes detallados. Y en determinadas áreas especiales el Departamento de Seguridad Interior actuaba según su propio criterio acerca de lo más conveniente para los intereses de la seguridad del Estado.

– ¿Lo cual incluía cargarse a la gente?

– Por supuesto. No a muchos, que sepamos. Y, en todo caso, no desde hace algunos años.

– Por falta de pruebas, claro.

– Exacto.

Solinsky asintió gravemente. Informes destruidos. Pruebas borradas. Cuerpos eliminados hacía mucho tiempo en el crematorio. Todos sabían lo que había sucedido, lo supieron mientras sucedía. Sin embargo, cuando las personas como él trataban de elaborar una serie de acusaciones contra el hombre que lo había dirigido, era como si nada de todo aquello hubiera ocurrido. O como si lo ocurrido fuera en cierto modo normal y, por lo tanto, casi disculpable. La conspiración de la normalidad, incluso en el reino de la locura.

Porque, como todos estaban al tanto de lo que ocurría, todos lo habían aprobado tácitamente. ¿O eso era demasiado rebuscado? Atribuir la culpabilidad a todos era otra moderna conspiración popular. No, la gente no había hablado fundamentalmente por temor. Un temor muy justificable. Y una parte de su tarea, ahora y todos los días, en la televisión, era contribuir a erradicar el temor, a dar al pueblo la seguridad de que jamás tendrían que volver a rendirse ante el miedo.

Stoyo Petkanov se reía entre dientes cuando se subió al Zil estacionado al pie de la escalinata del Tribunal del Pueblo. No había montado en uno de esos automóviles desde hacía años. Él siempre utilizaba un Mercedes, por lo menos en los últimos tiempos. El Chaika que habían puesto a su disposición hasta entonces estaba bastante bien, aunque tenía la suspensión algo dura. Pero aquella mañana, con una excusa tonta, le enviaban un viejo cacharro de los años sesenta. Bueno, podría soportar eso y más. Aunque le hubieran obligado a subir a un jeep seguiría estando de buen humor. Había tenido otro día excelente. A aquel flaco intelectual de ojos saltones al que habían encargado conducir la acusación contra él debía de estar cayéndole el pelo ahora. El viejo zorro los tenía a todos en danza.