Se retrepó en aquel asiento extraño y empezó a compartir sus reflexiones con los dos soldados de escolta.
– Lo que ocurre con un viejo zorro -empezó- es que…
Fuera, en el bulevar, un tranvía se paró bruscamente con un chirriante y agudo estruendo metálico. La comitiva tuvo que detenerse también. Ja!, todo se les está viniendo abajo. Ni siquiera saben conducir los autobuses. Se fijó en la multitud situada detrás de un zigzag de vallas mal puestas. Están dejando que se acerquen más de lo que solían, pensó: más, por lo menos, que cuando él viajaba en su Mercedes.
Petkanov advirtió que algunos jóvenes gamberros detrás de la valla más próxima lo increpaban agitando el puño. Me lo debéis todo a mí -les respondió en silencio-: construí el hospital en que nacisteis, construí vuestra escuela, le di a vuestro padre una pensión, salvé al país de una invasión, y ahí estáis, escoria de mierda, atreviéndoos a enseñarme las uñas a mí. Pero ahora estaban haciendo algo más que eso. Dos de las vallas habían sido empujadas a un lado y algunos exaltados corrían hacia el coche. Mierda. Mierda. ¡Los muy cabrones! Comadrejas traidoras. Por eso le habían puesto hoy el Zil… Así habían decidido que sucediera, en plena calle… Y de pronto sintió que su rostro iba a dar contra la gastada alfombrilla roja del piso del coche y que un soldado le retenía allí hundido, sujetándole con todo su peso. Oyó un atronador martilleo metálico y, de pronto, notó el rasponazo de la alfombrilla en su cara al arrancar el Zil a toda velocidad y realizar un violento giro chirriando para sortear al tranvía parado. Le mantuvieron pegado al suelo hasta que estuvieron de vuelta en el aparcamiento subterráneo del Ministerio de Justicia (antigua Oficina de Seguridad del Estado).
– ¡Joder! -exclamó el soldado al retirarse de encima de él-. ¡El abuelo se ha cagado de miedo!
Soltó una risotada y el chófer y el otro soldado se sumaron a ella.
– Ahora le toca a él cagarse -comentó el chófer.
Continuaron vejándole todo el camino hasta el sexto piso, haciéndole dar un rodeo, exhibiéndole cuando se cruzaban con alguien y tratando de inventar una burla diferente en cada nueva frase: «El tío se ha manchado los pantalones», «Es hora del orinalito para el presidente». Y cada comentario, por tonto que fuera, hacía que arreciaran sus risas. Finalmente llegaron a su habitación y le dejaron solo para que se aseara.
Media ahora después se presentó Solinsky.
– Le pido disculpas por este momentáneo fallo de seguridad.
– Habéis desaprovechado la ocasión. A estas horas deberíais estar mostrando mi cadáver a los medios informativos de América.
Podía imaginarse los falsos titulares. Se acordaba de los cadáveres yacentes de los Ceausescu. Perseguidos y fusilados a toda prisa tras un juicio secreto. ¡Clavadles la estaca a los vampiros, aprisa, aprisa! El cuerpo de Nicolae, el mismo que había abrazado en tantas ceremonias oficiales, yaciendo sin vida. Con el cuello de la camisa y la corbata impecables y con una leve sonrisa irónica en los labios que él, Stoyo Petkanov, había besado tantas veces en el aeropuerto. Tenía los ojos abiertos; recordaba perfectamente ese detalle. Ceausescu estaba muerto, y la televisión rumana exhibía su cuerpo, pero tenía los ojos abiertos. ¿No hubo nadie que se atreviera a cerrárselos?
– No es lo que usted piensa -le dijo Solinsky-. Eran sólo unos cuantos muchachos que querían golpear el techo del coche. No llevaban ni una sola arma.
– La próxima vez. La próxima vez les dejarás que se salgan con la suya.
El ex presidente guardó silencio. A Solinsky le habían contado ya el incidente de los pantalones. Por primera vez casi parecía encogido y avergonzado: un simple anciano sentado a la mesa con un yogur a medio consumir delante de él.
– ¡Me querían! -exclamó inesperadamente-. Mi pueblo me quería.
Solinsky dudó si pasarlo por alto. Pero… ¿por qué callarse? ¿Porque el tirano se había cagado de miedo? Era en todo momento el fiscal general; no debía olvidarlo. Por eso le replicó, despacio y recalcando cada palabra:
– Le odiaban. Le temían y le odiaban.
– Eso sería muy simple -replicó Petkanov-. Muy conveniente para ustedes. Es su mentira.
– Le odiaban.
– Me manifestaron su amor. Muchas veces.
– Si se pone usted a golpear a la gente con una vara y les ordena que digan que le aman, y les golpea una y otra vez, tarde o temprano le dirán lo que quiere usted oír.
– No es así. Me querían -replicó Petkanov-. Me llamaban el Padre del Pueblo. Les dediqué mi vida, y me mostraron su gratitud.
– Usted se atribuyó a sí mismo ese título de Padre del Pueblo. Su policía de seguridad se ocupó de alzarle pancartas, eso fue todo. Pero le odiaban.
Fingiendo ignorar la presencia de Solinsky, el anterior jefe del Estado se puso en pie, fue hacia su cama y se tendió en ella. Y, como hablando para sí, para el techo, para Solinsky, para el soldado que se hacía el sordomudo, repitió:
– Me querían. Eso es lo que no podéis soportar. Lo que nunca reconoceréis. Recordadlo.
Luego cerró los ojos.
Tumbado en el lecho parecía haber recuperado su fortaleza y su obstinación. Los músculos, relajados, marcaban arrugas en la piel, pero sus huesos se notaban como más duros, más salientes. Cuanto Peter Solinsky le echó el último vistazo antes de irse, vio debajo de la cama un cuenco de arcilla con una planta que extendía sus tallos por el suelo. Así que el rumor era cierto… Stoyo Petkanov dormía realmente con un geranio silvestre debajo de la cama, creyendo supersticiosamente que le traería salud y larga vida… Era tan sólo un capricho bobo del dictador, pero en aquel momento aterró al fiscal general. Salud y larga vida… A Petkanov le gustaba proclamar que su padre y su abuelo habían muerto centenarios. ¿Qué podrían hacer con él en los próximos veinticinco años? Peter tuvo una repentina y nauseabunda visión de la futura rehabilitación del presidente. Imaginó una serie de televisión, Stoyo Petkanov: mi vida y mi época, protagonizada por un sonriente nonagenario. Y se vio a sí mismo en el papel de malo de la película.
El anterior jefe del Estado empezó a roncar. Hasta en esto era imprevisible. Sus ronquidos no eran debilidad en él, ni siquiera comedia; al contrario, parecían mandarle a uno a paseo, casi imperiosamente. Obedeciendo, el fiscal general abandonó la habitación.
Sus compañeros le habían decepcionado. Escapando unos, muriendo o enfermando otros… Como buen campesino, él despreciaba la enfermedad. Los otros se habían vuelto blandos, viejos. ¿Cómo decían aquellos versos que aprendió en Varkova…? ¡Buena prueba de resistencia la de allá! Trabajo duro, palizas de los vigilantes, y el constante temor a una visita de los fascistas con sus camisas verdes y armas automáticas. Un comando de la Guardia de Hierro había dado muerte a seis camaradas en sus celdas, mientras los funcionarios de la prisión jugaban a cartas. Quien ha hecho su aprendizaje en la dura escuela de Varkova, solía decir orgullosamente Petkanov, jamás será traidor a la causa del socialismo y del comunismo. Y ¿qué le había susurrado un camarada en la primera semana de su estancia allí, mientras hacían ejercicio en el patio?
Lo que devuelve el eco de la pared
es la podredumbre de la piedra, no de las almas.
Había conservado esa fe. Su país había sido un modelo del socialismo, el aliado más leal de la Unión Soviética hasta que empezaron las traiciones y las debilidades. ¡Y qué fuertes se habían mostrado hasta hacía muy poco, qué unidos! ¡Qué respeto y temor habían inspirado al mundo! La firme y decisiva acción fraternal de 1968 había asombrado a todos. La América fascista estaba siendo humillada por entonces en su aventura imperialista en el Vietnam, el socialismo estaba ganándole terreno en todas partes: en África, en Asia, en Europa… Eran tiempos de grandes esperanzas, cuando los líderes formaban orgullosamente juntos hombro con hombro.