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El firme ruido doméstico, trasunto del desconsuelo nacional y de los estómagos vacíos, pasó por delante del Hotel Sheraton, donde se alojaban los extranjeros ricos; algunos de los huéspedes miraban expectantes por sus ventanas, sosteniendo velas tal como les habían aconsejado, las cuales, por supuesto, eran de mejor calidad que las que ardían en la calle. Cuando comprendieron la causa de la protesta, algunos se retiraron al interior de sus habitaciones, pensando en la comida que habían dejado negligentemente en sus platos a la hora del almuerzo: taquitos de queso fresco del país, un par de aceitunas, media manzana, una bolsita de té usada solamente una vez… El recuerdo de su irreflexivo derroche les hizo sentir un breve rubor de culpabilidad.

Las mujeres tenían ahora ante sí un breve trayecto hasta llegar al edificio del Parlamento, donde esperaban ser detenidas por los soldados. Pero éstos, intimidados por la cada vez mayor proximidad del estruendo, se habían replegado ya tras las grandes verjas de hierro, cerrándolas y dejando fuera sólo dos hombres, uno en cada garita. Los guardias eran jóvenes reclutas de la provincia oriental, con el pelo recién rapado drásticamente y un limitado bagaje político; mantenían ambos su subfusil en posición horizontal frente al pecho, con la vista fija en algún punto encima de las cabezas de las mujeres, como si estuvieran absortos en la contemplación de un lejano ideal.

A su vez, las mujeres ignoraron a los soldados. No iban en busca de un intercambio de insultos y una provocación que les permitiera saborear el martirio. Hicieron alto a una docena de metros de las garitas y las de detrás se guardaron de empujar peligrosamente hacia adelante. Aquella disciplina contrastaba con la atronadora cacofonía que producían: un ruido martilleante, punzante, machacón, hambriento, que alcanzó su máxima intensidad de volumen cuando las últimas manifestantes se apretujaron en la plaza. El ruido atravesó sin dificultad las verjas ante el edificio del Parlamento, ascendió por la amplia escalinata y franqueó las dobles puertas decoradas. No respetó normas de procedimiento ni reglas de debate cuando resonó en la Cámara de Diputados, imponiéndose a un debate sobre la reforma agraria y forzando al representante del Partido Agrícola de los Campesinos a interrumpir su discurso y regresar a su escaño. Los diputados gozaban de una brillante iluminación gracias a su grupo electrógeno de emergencia, y por primera vez se sintieron embarazados por su visibilidad; siguieron sentados en silencio, mirándose ocasionalmente unos a otros y encogiéndose de hombros mientras la enorme protesta, que no contenía ninguna palabra pero sí todos los argumentos, invadía el lugar en que trabajaban. Fuera, las mujeres golpeaban sus ollas y sartenes con cazos y cucharones: madera contra aluminio, madera contra hierro, aluminio contra hierro, aluminio contra aluminio. Las velas seguían ardiendo, y la cera goteaba ahora caliente en los pulgares que las aferraban, pero el ruido y las temblorosas luces no cejaban. No hubo ninguna concesión a la palabra, porque durante meses, meses y meses no habían escuchado otra cosa que palabras, palabras y palabras: incomibles, indigeribles palabras. Hablaban con el metal, aunque no con el que solía hablar en ocasiones semejantes, el que dejaba una secuela de mártires. Hablaban sin palabras; argüían, bramaban, exigían y razonaban sin palabras; se quejaban y lloraban sin palabras. Estuvieron haciéndolo durante una hora hasta que, a las ocho, como obedeciendo a una señal secretamente pactada, empezaron a abandonar la plaza frontera al edificio del Parlamento. No cesaron, sin embargo, en su estrépito; en lugar de ello, la estruendosa cacofonía se estremeció como un buey al ponerse de pie sobre sus patas. Y entonces las manifestantes empezaron a dispersarse desde el centro de la ciudad hacia los bloques de apartamentos más allá de los bulevares: de regreso a la Metalurgia y a Gagarin, a la Estrella Roja y a la Victoria Futura. El ruido cencerreó por las avenidas más amplias, tintineó en los callejones, disminuyendo a medida que avanzaba; ocasionalmente, en alguna esquina, parecía golpearse a sí mismo, sobresaltado y metálico, como un par de platillos baratos.

El anciano del sexto piso de la requisada Oficina de Seguridad del Estado estaba ahora ante su escritorio, dando buena cuenta de una chuleta de cerdo y leyendo el matutino Verdad. Oyó un ramal del ruido que regresaba hacia donde él estaba desde la sede del Partido Socialista (antes Comunista.) Dejó de comer para seguir atento cómo iba acercándose cada vez más estruendoso, cómo alcanzaba su punto culminante y cómo, finalmente, se alejaba debilitándose. La luz de la lámpara del escritorio daba ahora de lleno en el rostro del anciano. El soldado que le vigilaba a tres metros de distancia supuso que a Stoyo Petkanov le hacía sonreír algún chiste del periódico.

Peter Solinsky y su esposa Maria vivían en un pequeño apartamento del polígono de la Amistad (bloque 307, escalera 2), al norte de los bulevares. Cuando le nombraron fiscal general le ofrecieron un alojamiento más amplio, pero él declinó aceptarlo. Al menos de momento: le pareció que seria una falta de tacto admitir cualquier favor del nuevo gobierno mientras estaba acusando a su predecesor de un masivo abuso de privilegios. Maria encontraba absurdo este razonamiento. No le parecía bien que el fiscal general viviera en el sórdido cuchitril de tres habitaciones de un profesor de derecho y diera por sentado que su mujer tomaría el autobús. Además, era casi seguro que en algún momento del pasado la policía secreta había colocado micrófonos en su piso. Y ya estaba harta de que algún individuo con cara de memo estuviera escuchando, desde algún sótano mohoso, sus conversaciones y Dios sabe si incluso espiando las raras veces que la pareja hacía el amor.

Solinsky había ordenado que limpiaran de micrófonos ocultos el apartamento. Los dos hombres con cazadora de cuero asintieron con gesto de expertos cuando desmontaron el teléfono; pero su pequeño descubrimiento no satisfizo a Maria. Comentó que, para empezar, probablemente lo habían pinchado ellos mismos. Y, por supuesto, tenía que haber más: el teléfono era uno de esos artilugios que se supone que puedes encontrar por ti mismo e imaginarte así que estás a salvo. Pero siempre habría alguien interesado en saber de qué hablaba el fiscal general cuando llegaba a casa del despacho. En tal caso -había replicado Peter-, en cualquier nuevo apartamento al que se mudaran habrían instalado, probablemente, la última palabra en equipos de escucha, con lo cual el remedio sería peor que la enfermedad.

Había otra razón, sin embargo, para que Peter Solinsky prefiriera quedarse donde había vivido durante los últimos nueve años. Las ventanas de los apartamentos pares de su bloque daban al norte, a un horizonte de bajas colinas que, según los teóricos militares, habían servido como eficaz línea de defensa contra los dacios cuando la ciudad fue fundada hacía un par de milenios. En la loma más próxima, que Peter podía distinguir justo por encima de una capa de aire densa y de aspecto mantecoso, que se agitaba lentamente, se alzaba la Estatua de la Gratitud Imperecedera al Ejército Rojo Libertador: un heroico soldado de bronce, en actitud de avanzar con decisión el pie izquierdo, con la cabeza noblemente erguida y blandiendo por encima de ella un fusil con su reluciente bayoneta. Y, alrededor del pedestal, artilleros de bronce en bajorrelieve defendían la posición con resuelta ferocidad.

Solinsky había ido con frecuencia a visitar la estatua de niño, cuando su padre tenía vara alta en el régimen. Era en aquel entonces un chiquillo muy formal, algo regordete en su flamante uniforme de pionero rojo, al que emocionaban siempre las ceremonias del Día de la Liberación, el Aniversario de la Revolución de Octubre o del Día del Ejército Soviético. La banda militar, con sus instrumentos más brillantes aún que la bayoneta de bronce apuntada al cielo, desgranaba su fúnebre música. El embajador de la URSS y el comandante de las fraternas tropas soviéticas depositaban coronas grandes como neumáticos de tractor, y lo hacían a continuación el presidente de la República y el jefe de las Fuerzas Patrióticas de Defensa. Luego, los cuatro retrocedían al mismo tiempo, en apretada línea, con cierta torpeza, como temiendo encontrarse un inesperado escalón a sus espaldas. Cada año Peter se había sentido halagado y un poco más adulto; cada año había creído con mayor convencimiento en la solidaridad entre las naciones socialistas, en su progreso, en su científicamente inevitable victoria.