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Pero ahora… Erich que se escapaba a Moscú, que se escondía como una rata en la embajada de Chile, a la espera de un avión que le llevara a Corea del Norte. Kadar muerto tras la traición de haber abierto su frontera: nunca puedes fiarte de un húngaro. Husak muerto también, roído por un cáncer, farfullando que aceptaba los últimos ritos de un cura con sotana, vencido por el emborronacuartillas ese al que hubiera debido encerrar de por vida. Y no digamos Jaruzelski, pasándose de bando y afirmando que ahora creía en el capitalismo. Ceausescu, al menos, cayó luchando, si es que a huir y caer ante un pelotón de fusilamiento puede llamársele luchar. Siempre fue un cabeza loca Nicolae, un francotirador al que le gustaba jugar con dos barajas y que no quiso sumarse a la fraternal iniciativa de 1968; pero al menos tenía agallas y trató de dominar lasituación hasta el final.

Pero el peor de todos era el pobre loco que ocupaba ahora el Kremlin, el de la cagada de pájaro en la calva… Menudo duelo publicitario mantenía con Reagan… Te regalo unos cuantos SS-20 más, si quieres, pero… ¿me sacas en la cubierta de la revista Time? El hombre del año… ¡La mujer del año!, pensó Petkanov. Los rusos no estaban ahora ni para dirigir un tenderete de vodka. Bastaba ver su intentona de golpe de Estado… Fue lastimoso que Gorbachev se dejara coger. Y lastimoso también que los leales no hicieran lo más obvio: cargarse la radio y la televisión, cargarse los periódicos, cargarse el edificio del Parlamento y neutralizar a las figuras peligrosas. Pero dejaron que el fascista de Yeltsin se convirtiera en un héroe. ¿Adónde habían ido a parar todas las lecciones de historia, si ni siquiera los rusos sabían organizar un golpe?

Y el siguiente tenía que ser él. Lo había estado viendo venir, la posibilidad al menos, ya desde que en 1983 el COMECON subió los precios del petróleo. Luego Gorbachev empezó a corretear por Occidente en busca de dólares y buena voluntad. Y ahora todo se había jodido. Gorbachev, jodido… a punto de irse de profesor a los Estados Unidos, según se decía, para recibir su propina: Muchísimas gracias, señor Presidente. La Unión So viética hecha añicos, al carajo, y al carajo también la República Democrática Alemana; Checoslovaquia se partía como una zanahoria, Yugoslavia estaba jodida hasta el tuétano. Bastaba ver lo que le había ocurrido a la República Democrática Alemana. Los capitalistas entraron a saco, lo arruinaron todo declarándolo ineficaz, dejaron a todo el mundo sin trabajo, se apropiaron de las hermosas casas antiguas para segunda residencia, adaptaron todas y cada una de las leyes a la legislación capitalista, y así le fue: a la mierda la República Democrática Alemana. Los del Este, ciudadanos de cuarta clase, despreciados, sin empleo, objeto de burla por sus pequeños utilitarios. Habitantes de un zoo.

Y el siguiente tenía que ser él. «Lo que devuelve el eco de la pared / es la podredumbre de la piedra, no de las almas.» Conocía ya la prisión -fue donde empezó todo-, pero allí no se le pudrió el alma entonces. Ni se le pudriría ahora. Jamás se arrastraría en busca de un cura para morir como Husak, ni correría a refugiarse en el Kremlin como Erich. El nuevo gobierno de fascistas amantes de las plantas se había empeñado en llevarle a juicio. Sabían muy bien lo que necesitaban: un viejo decrépito que reconociera sus crímenes, que reconociera ser culpable de cualquier cosa a cambio de que le dejaran vivir. Y ése fue exactamente el papel que interpretó en los interrogatorios preliminares. Se negó a cooperar, dijo que no reconocía su autoridad, denunció su justicia burguesa, pero repitió hasta la saciedad que su único deseo era que le permitieran retirarse al campo para vivir allí en paz sus últimos años. Actuó así un día y otro día, hasta que estuvieron absolutamente seguros de una cosa: que deseaban vivamente llevarlo ante un tribunal. Exactamente lo que él había planeado.

No le importaba en absoluto lo que pudiera ocurrirle a su vida, pero sí lo que pudiera ser de su fe. Estaban vendiendo pornografía junto al Mausoleo del Primer Líder. Los curas lo mangoneaban todo. Los capitalistas husmeaban por todo el país como perros en celo. El príncipe heredero, como hablan empezado a llamarlo de nuevo los periódicos, estaba visitando los palacios de su familia, diciendo, por supuesto, que no volvería como rey, sino como un hombre de empresa para ayudar a su país si se le permitía hacerlo. Y luego envió a su mujer por delante, y cuando ésta acudía a presenciar un partido de fútbol, nadie miraba el juego. ¿Y toda aquella cháchara acerca de si el pueblo deseaba o no un referéndum sobre el retorno de la monarquía, como si la cuestión no hubiera quedado zanjada hacía años? Los trucos de siempre. ¿Por qué no publicaban los periódicos aquella fotografía de los tres tíos del príncipe heredero vistiendo el uniforme de la Guardia de Hierro?

Y el siguiente tenía que ser él, Stoyo Petkanov, el Segundo Líder, el timonel de la patria, el defensor del socialismo. Aquel mierda de Gorbachev lo jodió todo, todo. Se presentó aquí en visita real, soltando dos palabritas y haciendo una pausa para que todo el mundo aplaudiera. Y para comunicarnos, a la vez, que desgraciadamente no podría seguir aceptando nuestra moneda como pago de su petróleo. Sólo divisas fuertes. Ni siquiera pareció advertir la ironía de aquella situación: el presidente del Comité Central del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas ¡pidiéndole dólares americanos al líder de su más fiel aliado socialista! Cuando le dije que el país tenía poquísimos dólares, Gorbachev replicó que la fórmula para conseguirlos era reestructurar el país con mayor apertura.

Petkanov se sentía muy orgulloso de lo que sucedió a continuación:

– Camarada presidente -le había dicho-, tengo una propuesta propia, una reestructuración que sugerirle. Mi país atraviesa ahora ciertas dificultades momentáneas, cuyas causas usted y yo conocemos. Nuestras dos naciones se han esforzado siempre en caminar estrechamente unidas por la senda del socialismo. Fuimos su leal aliado cuando hubo que hacer frente a las fuerzas contrarrevolucionarias en 1968. Ahora viene usted a anunciarnos que nuestra moneda ya no le resultará válida, que hay que establecer una nueva separación entre nuestros dos países… Yo no veo la necesidad de esto y, si me lo permite, le diré que tampoco me parece una actitud fraterna. Tengo al respecto una idea distinta, una visión diferente del futuro. Propongo que, en lugar de que nuestras dos naciones vayan cada una por su propio camino rojo a la hora de atravesar este pedregal que nos ha salido al paso en la ascensión a la gran cumbre, propongo, digo, que nos unamos aún más.

Pudo ver que sus palabras suscitaban vivo interés en Gorbachev.

– ¿Qué quiere usted decir? -preguntó el ruso.

– Abogo por la plena integración política de nuestros respectivos Estados.

A Gorbachev lo pilló por sorpresa; en los protocolos preliminares no se había abordado este tema. No sabía cómo manejar la situación. Había venido a decirle al Segundo Líder cómo debía proceder en su propio país, tras haber decidido de antemano que iba a vérselas con algún camarada imbécil de la vieja escuela, incapaz de entender hacia dónde iba el mundo. Pero él, Stoyo Petkanov, era el único que tenía un plan, y aquello no le había hecho demasiada gracia al ruso.

– Explíquese -le había dicho Gorbachev.

¡Vaya si se explicó! Le habló del continuado y leal esfuerzo hecho por su nación para el triunfo del socialismo, la solidaridad internacional y la paz. Se refirió a la histórica lucha de su pueblo y a sus constantes aspiraciones. Expuso francamente las contradicciones que podrían surgir, y que podrían minar los intereses de la construcción social si se pasaban por alto y si el Partido y el Estado no emprendían una acción decidida para solventarlas. De pasada, pero en el centro de su reflexión, evocó su epifanía de adolescente en el monte Rykosha. Y, para concluir, habló con apasionamiento del futuro, de sus retos y oportunidades.